Él vive en EEUU.
Trabaja como agente de ventas de AT&T. Este fue su primer viaje a la Isla luego del ‘deshielo’
Caminando por la calle Monserrate, en La Habana Vieja (Foto archivo)
Carlos esperaba encontrar una Cuba distinta
Ana León | La Habana | Cubanet Acodado en uno de los carritos para transportar víveres, en una de las monumentales colas que se forman en las cajas del supermercado de 3ra y 70, encontré a Carlos Alberto, un joven que estudió conmigo en el preuniversitario y emigró a Estados Unidos hace ya algunos años. “Verdad que La Habana es un pañuelo”, dijo al reconocerme y me abrazó.
Gentilmente me ofreció el amplio espacio sobrante en su carrito para que yo colocara dos paquetes de muslitos de pollo. En aquella fila larga, lenta y calurosa nos pusimos al día.
Carlos trabaja como agente de ventas de AT&T. Ha viajado varias veces a Cuba, pero esta es la primera tras la reapertura del diálogo con Estados Unidos. Desde su última visita en 2013, reconoce que La Habana se ha transformado. Le ha sorprendido el crecimiento del sector privado, la rehabilitación de la otrora Manzana de Gómez para inaugurar el hotel Manzana Kempinski, y la actividad constructiva vinculada al turismo. Lo que no puede explicarse es el desarrollo de tantos negocios en un país cuyas tiendas están vacías.
Casi todos los días Carlos alquila el carro de un vecino para buscar cualquier cosa. “No puedo comprar lo que necesito en una misma tienda. He tenido que volar hasta Palco para comprar picadillo de res de primera y después ir hasta La Época porque sacaron pechuga de pollo. He gastado más dinero en gasolina que en comida para mi gente”, explicaba con las orejas coloradas por el calor y la indignación.
Había ido a tiendas que ni sabía que existían, buscando carne de res, pollo, yogurt, queso… En el mercado del Miramar Trade Center vio un pedazo de salmón tan viejo que había perdido su color característico. “Además de ser un descaro, es peligroso”, me dijo con el temor de quien se ha adaptado a vivir entre severas normas de higiene. Hablaba y se disculpaba, porque temía parecer pedante o criticón, como otros cubanos que hacen chistes ácidos con la miseria del país que los vio nacer.
Ese día que nos encontramos en 3ra y 70, las neveras estaban desoladas. Antes de agregar mis modestas provisiones, en su carrito solo había tres paquetes de brócoli congelado, uno de papas precocinadas y varios de lentejas, que tampoco aparecen en ninguna parte y su abuela necesita comerlas.
Al igual que yo, Carlos recuerda los años del Período Especial y le da la impresión de que Cuba ha regresado a esa era terrible, en que la gente no tenía qué comer y se tragaba lo que apareciera. Pero lo que entonces era una escasez generalizada de la que apenas escapaban unas pocas paladares, hoy parece efecto de un plan maquiavélico para impulsar el sector privado a costa de la alimentación del pueblo.
Nadie se pregunta cómo los muchísimos negocios que han abierto en La Habana adquieren lo que el criollo no puede comprar en los mercados para su propio consumo y el de su familia. Estimular la inversión de capital privado es importante y necesario, pero ¿qué pasa con la población y sus derechos?
Ningún inversionista se arriesgaría a poner su capital en un restaurante si no tuviera ciertas garantías. A juzgar por la cantidad de negocios que surgen de la noche a la mañana, se puede deducir que en Cuba sí hay comida, pero no para el pueblo. Un sistema que huele a mafia se ha apoderado del comercio estatal y privado, en medio de una economía que tiende a la contracción, mientras los medios anuncian que el turismo hacia la Isla aumenta.
Contrabando, acaparamiento, inflación, criminalidad e impunidad son fenómenos que cada día se ciernen con más fuerza sobre la estructura socioeconómica nacional, sin que la gente se percate del problema. Algo definitivamente no encaja, porque cuando no hay, no hay, como ocurrió en los años noventa.
Carlos esperaba encontrar una Cuba distinta, con gente un poco más feliz. Notó que los nuevos negocios no hacen sino acentuar la pobreza de la gente común. Me habló de Abel y Ricardo, amigos del pre con los que todavía mantiene una relación afectiva y leal. “Lucen tan envejecidos que si los ves no los conoces”, me confesó azorado. Me contó también que los dos habían dejado el magisterio y hoy Ricardo gana en una semana, como ayudante de albañil, su salario de un mes como profesor.
“Aun así no le va bien porque tiene dos chamas y sigue viviendo en ese cuartico de solar al que hay que hacerle de todo. Se queja del dolor de espalda y creo que bebe demasiado”. No quise amargarlo más diciéndole que Ricardo, otrora ganador de muchos concursos de Matemática, tenía altas probabilidades de convertirse en alcohólico y dependiente de analgésicos antes de los 40 años.
Tampoco le dije que he visto a Abel descuidado y hablando solo; y que la gente lo mira como si estuviera loco, ignorando que tiene solo 34 años y un talento para la Física que ayudó a aprobar a un montón de estudiantes —yo incluida— cuando estábamos en el pre. Pude haberle contado de varias personas que estudiaron con nosotros y siguen en Cuba. Pero me pareció cruel no tener una sola historia que verdaderamente valiera la pena; algo que le ayudara a entender, a través de un ejemplo esperanzador, por qué los cubanos aceptan el actual estado de cosas.
Ana León Licenciada en Historia del Arte
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