Barack Obama un eterno ícono para la comunidad gay
Orgullo y vergüenza mundiales
Antonio Arroyo Gil — El Huffington Post Este año se celebra el World Pride en Madrid. Según cálculos de los organizadores de la gran manifestación que tendrá lugar el sábado, 1 de julio, COGAM y FELGTB, pueden llegar a ocupar las calles de este Madrid, capital del Orgullo Mundial, hasta tres millones de personas de toda condición sexual. Será una gran fiesta de la diversidad, sí, aunque, antes que nada, el Orgullo se erigirá, una vez más, como un potente altavoz para recordar a todo el mundo nuestras reivindicaciones: igualdad real y fin de toda discriminación por razón de orientación sexual o identidad de género. Eso es el Orgullo: reivindicación y fiesta.
Es probable que todavía hoy alguien se pregunte: "¿Orgullo? ¿Por qué Orgullo?". Y lo cierto es que la cuestión no es banal ni vacua. Por el contrario, tiene un importante significado. Frente a la persecución y estigmatización de que hemos sido objeto durante siglos, e incluso hoy en día padecemos -también en España aunque sea de manera más "sutil"- como consecuencia de nuestra condición sexual, cuya principal evidencia se manifiesta en el uso despectivo y vejatorio que se le ha atribuido tradicionalmente a términos tales como "maricón", "bollera" o "marimacho" en un alarde de "malabarismo semántico", paulatinamente hemos ido consiguiendo invertir el anatema de modo que, frente a la vergüenza que quieren que sintamos quienes dañan nuestros oídos con esas expresiones, nosotr@s, los maricones, las bolleras y l@s marimachos mostramos orgullo por ser como somos y sentir lo que sentimos. No un orgullo bobo o autocomplaciente, sino un orgullo consciente de lo que significa reivindicar, política y personalmente, nuestra igual dignidad frente a quienes aún siguen despreciándonos.
Eso fue Stonewall, hace casi cincuenta años, un salto de gigante en el largo camino hacia la igualdad real, protagonizado por unos pocos cientos de personas muy valientes (travestis y transexuales, en su mayoría) que se plantaron frente a tanto atropello de las fuerzas del orden público, y con frenético orgullo (y alguna copa de más), le dijeron al mundo que no estaban dispuestas a seguir sufriendo más humillaciones. Mientras, de fondo en medio de los disturbios, sonaba la voz aún palpitante de Judy Garland cantando la inolvidable Somewhere over the rainbow.
Desde entonces los acontecimientos se precipitaron. En pocos años, aunque con una gran lucha de por medio en gran medida protagonizada por las asociaciones de defensa de los derechos de las personas LGTB+, se han producido importantes avances que en los primeros años del siglo presente comenzaron a fraguarse en la aprobación de las leyes de matrimonio igualitario en varios países del mundo, como práctica culminación de la demandada igualdad formal (o legal) de las personas homosexuales y bisexuales. También fueron teniendo lugar significativos avances en relación con el reconocimiento de los derechos de las personas transexuales, si bien a este respecto queda aún mucho por hacer; lo primero, conseguir que la transexualidad deje de ser considerada una enfermedad mental por la Organización Mundial de la Salud, como ya sucedió con la homosexualidad en 1990.
España, no siempre puntual con la Historia en lo que a reconocimiento de derechos se refiere, como le gustaba recordar al añorado Pedro Zerolo y gracias, en buena medida, al gobierno del presidente Rodríguez Zapatero, se constituyó en un referente mundial en materia de derechos LGTB+ con la aprobación de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo en 2005, y dos años más tarde, con la ley de identidad de género.
Todo eso es historia que conviene conocer bien y recordar de vez en cuando para tener claro de dónde venimos y responder con mejor fundamento a la pregunta clave: ¿a dónde vamos?
Es aquí, me parece, donde se encuentra la encrucijada actual del movimiento LGTB+ y no estoy seguro de que en nuestro país estemos enfocando adecuadamente esta cuestión. Provenimos de una dinámica bien definida y de éxito. Cuando lo que había que lograr era la igualdad formal, el objetivo estaba claro: reivindicar la aprobación de una legislación que la reconociera.
Conseguido esto en buena medida, la reivindicación actual de la igualdad real, es decir, la ausencia de toda discriminación por razón de orientación sexual o identidad de género, no tiene por qué seguir necesariamente el mismo camino. Es más, no estoy ni mucho menos seguro de que la mejor forma de combatir la discriminación de la que aún somos objeto las personas LGTB+ sea aprobar leyes que sancionen a quienes discriminan.
En primer lugar, porque la prohibición de discriminación por razón de orientación sexual o identidad de género ya está prevista en el art. 14 de la Constitución y en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. De ahí que no se vislumbre bien la necesidad de ahondar en ella a través de una legislación que inevitablemente encierra un riesgo evidente en la medida en que se van a someter a una fuerte tensión distintos derechos en juego que hay que ponderar con sumo cuidado en una sociedad democrática en la que la diversidad de opiniones, por poco que nos gusten algunas, debe quedar bien preservada: los derechos de las personas supuestamente discriminadas (su derecho a no padecer discriminación alguna por motivo de su orientación sexual o identidad de género: art. 14 de la Constitución) y los de las personas supuestamente discriminadoras (entre los que ocupará un lugar principal la libertad de expresión –art. 20.1.a) CE- y la libertad ideológica o religiosa -art. 16.1 CE).
En segundo término, tampoco está ni mucho menos claro que esa legislación antidiscriminatoria vaya a ser realmente efectiva. Alguna experiencia tenemos ya a nivel autonómico (Cataluña) que no nos permite albergar muchas esperanzas al respecto. Por el contrario, esa legislación puede generar más frustración que efectos positivos, dado los magros resultados que está ofreciendo su (in)aplicación allá donde existe. Hay que sopesar bien si no serían más eficaces otro tipo de medidas, por ejemplo, de carácter educativo, en sentido amplio. Si el objetivo es educar en el respeto a la diversidad sexual, el papel que juega la escuela es, qué duda cabe, fundamental. Pero también el que desempeñan los medios de comunicación, los partidos políticos y los sindicatos, así como la llamada sociedad civil organizada, con las asociaciones y colectivos LGTB+ a la cabeza.
Finalmente, de lo que se trata es de ir generando un estado de opinión que acabe inclinando el fiel de la balanza, de manera que el estigma social dejen de sufrirlo las personas con una concreta orientación sexual o identidad de género. Un dato que debería ser irrelevante en el debate público para pasar a padecerlo aquellas otras personas que por su ignorancia, cerrazón, incultura o simplemente odio, discriminan por tales motivos. Y repito, no sé si para ello lo mejor es aprobar leyes sancionadoras. Más bien me parece que nos encontramos en un terreno bien abonado para dar la batalla de las ideas, de la sensibilización y concienciación de una sociedad cada vez menos dispuesta a soportar a quien discrimina. Es ahí donde habría que centrar todos los esfuerzos.
Dejando ahora de lado nuestro país, fácilmente comprobaremos que las cosas en otros lugares del mundo no se parecen en nada a nuestra realidad (o a la de los países de nuestro entorno). Indudablemente, lo más grave es lo que sucede en los más de setenta países, de Asia y África sobre todo, en los que los actos sexuales consentidos entre personas del mismo sexo son ilegales, encontrándose por tanto penalmente sancionados, en ocasiones, incluso con pena de muerte (tal y como sucede en Afganistán, Arabia Saudí, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Mauritania, norte de Nigeria, Pakistán, sur de Somalia, Sudán, Yemen, y en los territorios ocupados por el DAESH en el norte de Siria e Irak). Así se recoge en la última edición, actualizada a octubre de 2016, del informe de la ILGA (International lesbian, gay, bisexual, trans and intersex association): "HOMOFOBIA DE ESTADO. Estudio jurídico mundial sobre la orientación sexual en el Derecho: criminalización, protección y reconocimiento".
Pero tampoco podemos ignorar lo que está sucediendo en los últimos tiempos en la Chechenia del ignominioso Ramzán Kadýrov, en donde, al más puro estilo totalitario propio de otras épocas que se creían ya superadas, se está persiguiendo y recluyendo a cientos de homosexuales en campos de concentración. O la preocupante deriva autoritaria de la Rusia del acomplejado Vladimir Putin, en donde la transmisión de cualquier información sobre homosexualidad es perseguida y sancionada. Sin olvidar otra deriva reaccionaria igualmente preocupante, la de los Estados Unidos de América bajo el mandato del populista reaccionario Donald Trump. Por cierto, si hablamos de los USA, ¿quién se acuerda estos días de Orlando? ¡Qué significativo es que el primer aniversario de una masacre de esas dimensiones haya pasado prácticamente desapercibido! Al fin y al cabo solo fueron asesinadas 49 personas, la mayor parte de ellas homosexuales puertorriqueños.
En todos estos lugares la palabra que tenemos que pronunciar en voz alta y diáfana no es Orgullo, sino Vergüenza. La vergüenza que produce, no solo lo que sucede en esos lugares, en donde miles de personas inocentes sufren penas y castigos simplemente por ser como son, por sentir como sienten, sino también la enorme vergüenza que da contemplar cómo la comunidad internacional, más allá de declaraciones "buenistas", permanece impasible ante tanto horror. Por eso, la obligación de quienes podemos disfrutar alegremente estos días en Madrid del Orgullo Mundial es denunciar toda esa Vergüenza, también Mundial.
ACERCA EL AUTOR Antonio Arroyo Gil Profesor de Derecho Constitucional, Universidad Autónoma de Madrid
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