Refugiados cubanos camino a EEUU durante la crisis de El Mariel, en 1980
Un amigo que vino por el Mariel me ha preguntado cómo fue la Habana del éxodo de agosto del 94. El recuerda Mariel, 14 años antes, con actos de repudio, huevos podridos, malas palabras y patadas y piñazos como despedida; después fue la odisea de la travesía, en un pequeño bote de pesca atiborrado de personas, desconocidos y de muy mala pinta.
Pero en otras épocas pudo ser peor. Quienes se iban de Cuba recibían todo tipo de humillaciones; separaciones familiares arbitrarias, profesionales enviados a la agricultura por meses para ganarse el "derecho" a emigrar, largas condenas carcelarias para "clasificar" como emigrante político. Mientras la espera se dilataba, quienes se marchaban eran una suerte de apestados en la misma cuadra donde habían sido los mejores vecinos y amigos. Antes de salir al exilio, tenían que dejarlo todo, prendas personales, recuerdos de familia, animales afectivos. Emigrar, en palabras del poeta Jorge Valls, era como un naufragio.
Para sorpresa del amigo le cuento que La Habana del verano del 94 despidió a los balseros como héroes. Las rusticas embarcaciones bajaban de Marianao, de Jesús María y Coco Solo en hombros. En las mismas costas donde solíamos bañarnos, la Playita 16, 70, el Copa y el Malecón, los familiares y los amigos deseaban buen viaje desde la orilla. Soy testigo presencial, sentado en los arrecifes de Miramar, de aquella estampida sin interrupciones, algunas lágrimas y vítores. La policía no intervino; pudiera decirse que incluso ayudó en cierto atasco.
Después los sobrevivientes recalarían en Guantánamo. Un colega que salió por Puerto Escondido navegó en círculos y fue a parar a una base cubana de guardafronteras. Se arrepintió, y al día siguiente se apareció en el hospital en que trabajada como si nada. La directora en persona le dijo que ahora sí tenía que irse de Cuba. En la Base Naval fue un médico —ayudante— destacado, y los marines lo sacaron pronto de allí.
Las cosas cambiaron después de ese último episodio migratorio. Alguien tuvo la infeliz idea de que un enemigo ido es doblemente útil: una boca menos para comer y hablar; una remesa más sin impuestos ni riesgos. A partir de aquel verano del llamado Periodo Especial, en una Habana sin luz y sin agua, sin gatos ni perros callejeros por obvia razón gástrica, de bicicletas, polineuropatía carencial y dengue, los que se iban ya no eran escorias, gusanos, mercenarios, apátridas. En virtud de un ilusionismo semántico, ahora eran emigrantes… económicos.
Así ha sucedido con la última oleada, esta vez de balseros terrestres. El Gobierno facilitó los atajos para un éxodo masivo, incluyendo la venta de inmuebles y automóviles, casi los únicos recursos para financiar el trayecto por varios países. La incoherencia de la política norteamericana de Pies secos/pies mojados y a la misma vez la llamada Ley de Ajuste, terminó por deformar completamente el sentido de la "ida" de Cuba, por naturaleza y circunstancias políticas, no económicas, pues son la ideología comunista y el fracaso evidente del socialismo quienes ahogan la productividad y la felicidad de todo el país.
Le pregunto al amigo venido por el Mariel cuántos vecinos y familiares tiene en Miami y por el mundo. Me dice que muchos. A través de las redes sociales, no pasa semana sin saber de vecinos, amigos, compañeros de trabajo abandonando la Isla. "Cuba es un país que se ha ido", dice el amigo. Y agrega: "¿te imaginas cuánta inteligencia y creatividad hemos dado a otros pueblos para terminar siendo una Isla miserable?"
Entonces le recuerdo aquel chiste del yate Granma atrancando en Miami Beach. Los bañistas, sorprendidos, se acercan y ven a Raúl Castro descender del bote —antes era Fidel. El general-presidente se para en la arena, y los curiosos hacen un círculo alrededor. Alguien le pregunta qué hace aquí, en Miami. Y Raúl, con naturalidad, contesta: "Nada señores, he venido a hablarle al pueblo de Cuba."