Clubes como La Red, donde cantara La Lupe, ya perdieron el encanto de otra época
De la ciudad que fue, a la que es
‘La Habana nunca volverá a ser la misma’
“La Habana ya no es la misma”. La frase la he escuchado más de una vez dentro y fuera de mi ámbito familiar. Pudiera sonar a eso de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, sin embargo, es una realidad tan difícil de ocultar como de evadir.
Sobre todo es pronunciada por aquellos que, aunque apenas niños o adolescentes, alcanzaron a ver el esplendor de una capital que llegó a ser conocida, tal vez de modo exagerado pero intentando describir su palpitante bohemia, como “la París de América”.
Las fotos anteriores a 1959, fecha que produjo un verdadero cataclismo no solo en la vida nocturna de los cubanos, no mienten al respecto. Ni siquiera una cámara sofisticada como las actuales pudiera luchar contra la ausencia de luz que hoy padecen las mismas calles que ayer fueron fotografiadas sin mucho esfuerzo por viajeros y cronistas, encandilados por una ciudad que jamás dormía.
“No había lugar para el aburrimiento”, me dicen varios amigos que hoy viven en el exilio.
“Había semanas (en) que no se dormía. Era yendo de un club a otro. Y se vivía con poco, sin tanto dinero, pero nadie se aburría”, comenta uno de ellos, que, después de muchos años ausente, visitó La Habana y se marchó decepcionado, sin deseos de regresar.
Se ha dicho que tan solo en La Habana existían más de mil quinientos establecimientos entre clubes nocturnos, bares y cabarés, muchos de fama internacional como el Sans Souci, en el Reparto La Coronela, el emblemático Tropicana, en Marianao, o el Montmartre, del Vedado, más tarde convertido por el gobierno comunista en el restaurante Moscú y, ya en los años del desmorone en Europa del Este, arrojado como estandarte de vencido a las llamas de un incendio misterioso.
“La Habana nunca volverá a ser la misma”, también suelen decir y repetir con nostalgia, pero además con algo de sentido de culpa, los mismos ancianos que hoy sobreviven en ella y que, con la experiencia del pasado, se asoman a un panorama que les está prohibido y que a la vez pretende emular con aquel mundo bohemio aniquilado por la “ofensiva revolucionaria” de los años 60, a cuyo espíritu aún debemos innumerables torpezas, censuras, exilios, prejuicios, involuciones, retrocesos, enquistamientos y un ejército de tuertos convertidos en reyes.
Una Habana donde se posaron e hicieron nido las sombras del aburrimiento y donde los espacios nocturnos fueron reducidos a esos que hoy pueden contar los dedos de una mano (con dinero).
Ninguno de los sitios nocturnos de ahora está concebido para el disfrute de todos los cubanos sino para una especie, turista o nacional, que sabe sacar buen provecho de las crisis, las monedas devaluadas, las carencias, las prohibiciones, las ridiculeces ideológicas, las corrupciones y hasta las dobles nacionalidades.
Ningún bar o centro nocturno de La Habana actual, ya sea estatal o particular, solo por ese detalle de los clientes que los frecuentan y el ambiente artificial, poco auténtico, divorciado de lo popular y espontáneo, alcanzará a emular con lo que fue el Sherezada en los bajos del Focsa, el Casino del hotel Capri, el Gato Tuerto de Elena Burke, el Monseñor del Bola, el minúsculo Club La Red donde cantó La Lupe o el hoy olvidado Bar Celeste de la calle Infanta donde fue descubierta Freddy, esa mujer que estremeció a todo el que la escuchó cantar.
Hoy muchos de esos lugares emblemáticos permanecen clausurados, o son apenas un apartadero para borrachos.
“No hacía falta ser rico para sentarte en un bar y tomarte una cerveza, o fumarte un buen tabaco. Yo era mecánico en un taller y todos los días salía y me tomaba mi traguito o me comía mi pan con bistec”, me dice un anciano que, como otros con los cuales converso, me habla de su pobre pensión de jubilado y de lo aburridos que han sido y serán sus últimos años de vida.
Tanto a él como a mí, incluso para quienes ya no la viven, nos ha tocado lamentarnos por una Habana donde el afán de generar un “hombre nuevo”, libre del “pecado capitalista”, terminó por parir esperpentos que hoy son el atractivo del turista entontecido o del fanático ideologizado que solo alcanza a ver en la miseria un componente del color local.
El Monseigneur del Bola es una cafetería más en La Habana de hoy - Fotos de Ernesto Pérez Chang