Soy amanerado y estoy mamado de la discriminación de los ‘machos’ gays
Por Camilo Torres Rojas
Viéndolo en retrospectiva, creo que los primeros años de mi vida socialicé y crecí en un entorno profundamente femenino, con siete tías, mi mamá y mis abuelas. Cuando tenía cuatro o cinco años recuerdo sentirme muy identificado con los personajes femeninos de las películas y las historias para niños. En los juegos, me pedía las protagonistas, el príncipe o la contraparte masculina siempre la hacían mis amiguitos.
Por esa época, y cuando entré al colegio, fui notando que mis amigos hombres tenían un impacto distinto en mí. Pelear con uno de ellos me generaba unas tusas que no me daban cuando peleaba con una amiga. Sin embargo, yo juraba que era la única persona en el mundo a la que le pasaba eso. La presión y los paradigmas sociales, familiares, de la educación y de la religión, me hacían sentir solo. Era un secreto que no compartía con nadie.
Cuando estaba en cuarto de primaria, escuché por primera vez la palabra ‘gay’, pero no la conecté conmigo. Para mí era otro mundo al que mi secreto no pertenecía. No me veía reflejado en la figura de un hombre que podía tener un vínculo afectivo o sexual con otro hombre. Lo que hacía en mi mente, cuando lo puramente afectivo se volvió atracción, era crear un alter ego femenino que pudiera tener una relación con el hombre que me gustaba. No podía verme dándole un beso a mi amigo, o a mi profesor, así que imaginaba un mundo paralelo en el que fuera posible ser una niña y poderlo hacer.
Eso cambió cuando otros empezaron a atribuirme la palabra. Niños de otras promociones, usualmente más grandes, me señalaban por ser el que no jugaba fútbol, el que no hacía lo mismo que ellos. Yo era el paradigma de eso y a partir de ahí me empezaron a llamar ‘gay’ de forma hostil, con insultos. Pero, al mismo tiempo, tuve acercamientos de amigos que desde la camaradería me decían que yo parecía ser “de la otra orilla” o “del otro lado”, pero que igual podíamos jugar y estar juntos. Ahí empezó un proceso de búsqueda en el que abandoné el alter ego femenino y acepté la posibilidad de ser un hombre que se podía dar besos con otro hombre.
A los 13 años ya era algo que asumía. Para mí fue fundamental todo lo visual, las películas y el porno gay eran referentes para entender que mis deseos no necesitaban de un alter ego. Luego, con las noticias que llegaban sobre la legalización del matrimonio en otros países, la conformación de Chapinero como barrio gay y la primera vez que escuché las siglas LGBT, vi que había otros como yo. Me di cuenta de que había un colectivo de gente que posiblemente había sentido lo mismo.
Cuando estaba en once salí del clóset con mis amigos cercanos. Varias veces pasó que nos poníamos a tomar guaro y de repente me daba cuenta de que ellos habían llevado la conversación al punto de poder preguntarme sobre mi orientación sexual. Cuando sucedía, siempre me mostraban mucho apoyo. Eso fue fundamental para identificarme como hombre gay y tener seguridad y confianza en mi identidad. Ahí dejé de impostar cosas en mi comportamiento, como pretender que podía caerle a una niña.
Luego me fui a estudiar a España, allá empecé a salir con gente y tuve mi primer noviazgo. En ese tiempo me identificaba con el colectivo LGBT pero no desde el activismo, sino de una forma muy individual que, sobre todo, funcionaba para mis intereses y beneficios: socializar, ir a un bar gay, ir a un sauna o simplemente levantar. Empecé a usar Grindr y Tinder y me di cuenta de que era recurrente encontrar hombres que pedían que solo les hablaran hombres “varoniles”, que no les hablaran “nenazas”, incluso algunos pedían que no les hablaran inmigrantes. Ahí empecé a notar la fobia profunda que tienen algunos hombres gays por la “pluma”, un discurso que básicamente sostiene que todo en tu sexualidad, y en lo que hagas en tu vida privada, está perfecto siempre y cuando “no se te note”, mientras no seas como los de La Red de Caracol, mientras tu tono de voz sea grueso, mientras no seas “tan loca” y tengas una vida muy parecida a lo que sería un supuesto hogar heterosexual.
Mi tono de voz es una cosa que me cuestionan mucho. Constantemente me leen y me describen como una persona tierna, dulce y suave. Eso tiene su parte de verdad, pero lo molesto es que muchas veces en eso se queda la lectura sobre mí. Cambiar eso sería difícil y ridículo. Tener otro tono de voz se me haría espantoso y no lo lograría. Además, ¿por qué va a generar un debate público la forma en que yo hable, mi tono de voz o mis características personales? ¿A quién le importa? —sí, como la canción cliché—.
En España vivía con mi papá y con él fue mi segunda salida del clóset. Todo se dio por un viaje que había hecho en el que había visto mucha homofobia por parte de mis primos quienes, a propósito, ya no son homofóbicos —lo que muestra cómo cambian las personas cuando los discursos sociales y políticos cambian—. A mi regreso le conté esa situación y eso dio pie a una conversación en la que salí del clóset. Hablamos de la forma en que me habían criado: la presión por jugar fútbol, por ser “más macho” o lo que se cree que es “ser más macho”. “Que sea como se le dé la gana. Si quiere ser marica, que sea marica”, fue la respuesta que la novia de mi papá pensó que hubiera sido la mejor cuando, en el colegio, me obligaban a comportarme “como un niño”. Sí, esa hubiera sido la mejor respuesta.
Cuando volví a Colombia, a los 24 años, empecé a notar más ese tipo de discriminación entre muchas personas LGBTI, especialmente entre los “G”, un tipo de discriminación que me ha tocado vivir y que está en todo: Grindr, Tinder, en las discotecas, en las universidades. En muchos de los espacios de socialización de hombres gays, la masculinidad es un atributo absolutamente valorado y lo contrario, la feminidad, es considerado lo peor.
Noté, además, que en Colombia dentro del activismo —e incluso entre mis amigos— mi entonación, mi forma de hablar, mi forma de moverme o de bailar, se atribuía demasiado a mi identidad como hombre gay. Eso no me pasaba en España. Allá yo era un hombre gay, pero en la misma proporción era estudiante, inmigrante y un ‘chino’ de 20 años. En Colombia soy hombre gay por encima de todo y lo afeminado y gay que soy es algo que me recuerdan constantemente.
Incluso, tengo la sospecha de que alguna vez un hombre con el que tuve una relación me terminó por eso, por la “pluma”. Después empecé a atar cabos: era una persona que tenía unos discursos profundamente machistas, es decir, el miedo más grande a la feminidad. Además, algunas veces me había dicho que yo exacerbaba mi forma de ser amanerada cuando hablaba de temas LGBTI. Cuando terminó conmigo, buscó relaciones con hombres que tenían otros roles, más masculinos.
Sería muy cómodo decir que nunca he considerado la posibilidad de cambiar mi forma de ser, que siempre le apuesto a lo que soy, a mi forma de hablar. Pero sé que algunas veces, cuando leo un comentario “anti pluma” en alguna red social por parte de una persona que me atrae, me planteo la posibilidad de hacer ciertos cambios para no parecer tan amanerado. Pero, finalmente, aunque considere esa posibilidad, siempre termino desechándola y prefiriendo sentirme a gusto con lo amanerado que soy.
Ahora tengo 26 años y me aferro y reivindico esa forma de ser, la he convertido en un arma, en una herramienta que uso para estar presente todos los días en el espacio público, familiar y social. Eso, evidentemente, me ha llevado a tener cierta separación y a cuestionar la “G” de LGBTI. En ocasiones, no hay nada más problemático, excluyente y competitivo que Grindr, un sauna o una discoteca gay. Pero aislarse de esos espacios no creo que sea la solución. Siento que si me ausentara, si dejara de estar, perdería la oportunidad de reivindicar las múltiples formas de ser, porque la mía tampoco es la única.
Sigo socializando, sigo yendo a Chapinero, sigo teniendo mi círculo de amigos sexualmente diversos y sigo yendo a bares gays. Sigo estando presente pero no sin una voz y una mirada crítica. Es una lucha continua.
Este texto es producto de una entrevista hecha a Camilo Torres Rojas por Tania Tapia Jáuregui.
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