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General: CUBA, CINE, MÚSICA Y VEDETTES
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Reply  Message 1 of 1 on the subject 
From: cubanet201  (Original message) Sent: 18/09/2017 13:41
rosa_cuba_color.jpg (736×931)
LA LEGENDARIA VEDETTE CUBANA ROSITA FORNÉS LA MÁS GRANDENuevos mensajes
                            POR ARTURO ARIAS-POLO
El cine producido en Cuba no corrió la misma suerte que la música durante la etapa republicana. Si bien aquella se expandió por el mundo gracias a las giras de las compañías teatrales y el desarrollo discográfico, la industria fílmica no pasó de ser el sueño imposible de un grupo de empecinados como Enrique Díaz Quesada, el hombre que registró para la historia las primeras imágenes de El parque de Palatino (1906) y le regaló a los cubanos, entre una veintena de cortos, el primer largometraje silente realizado en la isla, Manuel García (1913), inspirado en un famoso bandolero conocido también como ``El rey de los campos de Cuba'.
 
No es que faltaran las historias románticas al estilo de El veneno de un beso (1929), una película de la que sólo sobreviven algunas escenas, donde salta a la vista la sensibilidad del director Ramón Peón y su interés porque el público aplaudiera al actor Antonio Perdices, una versión criolla de Rodolfo Valentino. La tenacidad de este soñador lo llevó a insistir en su cruzada cinematográfica hasta la realización de la obra 'cumbre' del período silente, La virgen de la Caridad (1930), una joya museable que resume el nivel técnico y artístico de la época.
 
La aparición del sonido y la preponderancia de las producciones de Hollywood, entre otros factores, detuvieron la evolución de la 'industria' de cine en Cuba. Y a pesar de todos los impedimentos, se hizo La serpiente roja (1937) el primer largometraje sonoro realizado en la isla.
 
Nunca se paró de filmar contra viento y marea. En El romance del palmar (1938), Rita Montaner hizo gala de su faceta lírica en la canción Flor de Yumurí con el mismo desenfado de El Manisero, un pregón callejero de Moisés Simons que anticipaba su interpretación de Sinceridad, el bolero-mambo interpretado por ella en la comedia La única (1952).
 
En el caso de Estampas habaneras (1939), su título anunciaba un desfile de artistas encabezado por el binomio Garrido y Piñero, Alicia Rico y Blanquita Amaro. Una debutante transformada en rumbera mayor años más tarde en Embrujo antillano (1945), A La Habana me voy (1948) y Rincón Criollo (1950), entre otras cintas que apresaron para siempre el contoneo de sus caderas.
 
El cine sonoro permitió escuchar la música de Gilberto Valdés en ,Sucedió en La Habana (1938), un melodrama donde también aparecía el legendario trovador Guyún. En su afán de 'rellenar' los libretos extraídos en su mayoría de las radionovelas, las películas parlantes se convirtieron en paraderos de las canciones de Ernesto Lecuona, una carta de prestigio en La última melodía (1939) y Cancionero cubano (1939), tal como lo fue el compositor de danzones Antonio María Romeu en Estampas habaneras (1939).
 
En la década del 40, la música de Rodrigo Prats, Eduardo Sánchez de Fuentes y el propio Lecuona se volvió a escuchar en el drama histórico Siboney (1940), igual que las partituras de Eliseo Grenet en La canción del regreso (1940). Dos años después, la Orquesta Casino de la Playa hacía su aparición en Ritmos de Cuba, mientras una bella adolescente llamada Olga Chorens se dejaba escuchar en la pantalla grande en Romance musical.
 
En 1950 la llegada de la televisión y su meteórico desarrollo obligaron a los inversionistas a ser cautelosos a la hora de financiar una película. El nuevo invento prometía millones y las aventuras fílmicas siempre dejaban pérdidas. Sin embargo, se construyeron estudios, se desarrollaron técnicos capaces, surgieron noticieros como el Royal News, Noticuba, Cineperiódico, Cinerevista, sin contar el crecimiento de la industria de cortos publicitarios destinados a la pequeña pantalla.
 
En cuanto al cine de ficción, se produjeron más de una treintena de largometrajes como la comedia de humor negro Siete muertes a plazo fijo (1950), sazonada con la música de Osvaldo Farrés y el drama Casta de roble (1952), con la banda sonora de Félix Guerrero. Las historias que contaban esos títulos podrían competir muy bien con las telenovelas de hoy. Ahí están La renegada (1952) y La mesera del café del Puerto (1955) para probarlo. Vistos desde la perspectiva actual, cada una guardó para la memoria histórica de la nación, el andar del cubano, las expresiones callejeras, el paisaje urbano y rural, la herencia del teatro vernáculo, los actores de moda, los bailes y la música.
 
Nadie se hubiera imaginado que la presencia de Olga Guillot en Yo soy el hombre (1952),Yambaó (1957) y No me olvides nunca (1956), donde apareció respaldada por la orquesta de Beny Moré, transformaría estas películas en documentos históricos medio siglo después. Algo similar ocurriría con Una gallega en La Habana (1955) y Olé Cuba (1957), las primeras incursiones cinematográficas de Celia Cruz junto a la Sonora Matancera.
 
Gracias al poder de la rumba y la fama mundial de sus espectáculos nocturnos, Cuba fabricó su mejor producto de exportación durante los años 40 y 50: la vedette. Un personaje decidido a internacionalizarse cuando se adueñó de las plumas de Josephine Baker y entonó zarzuelas sin negarse jamás al llamado de la rumba del solar. Tal como lo hizo Blanquita Amaro desde el principio en Estampas habaneras, donde alardeó de sus dotes líricas en el tema Noche azul, para luego destilar su tropicalísimo sabor en Bella la salvaje (1953). El impacto de las vedettes en los estudios mexicanos fue tan grande, que propició la invención de un género en ese país: el cine de rumberas.
 
Cuando se produjo el boom en el país vecino, ya las rumberas habían dejado su impronta en el cine de la isla desde de los años 30 en Maracas y bongó (1932) y Tam Tam o El origen de la rumba (1937), un panorama de los bailes nacionales donde Chela Castro derritió al público al son de los tambores. Poco tiempo después, la quinceañera Rosita Fornés se asomaba por primera vez a la pantalla en Una aventura peligrosa (1939) como integrante del elenco de La Corte Suprema del Arte, un concurso radial de donde salieron futuras luminarias del canto y la actuación. En esa época, la Fornés no pensaba transformarse en la vedette de Tin Titán en La Habana (1953) ni la juvenil María Antonieta Pons presentía que poco después de su actuación en Siboney (1940) le aguardaba su gran momento mexicano.
 
En el caso de Ninón Sevilla, su paso por la compañía teatral de Leopoldo Fernández,'Tres Patines', en 1940, llamó la atención de un empresario azteca que la contrató para una temporada en el Teatro Lírico en su país; para su sorpresa, allí la esperaba una gira exitosa nacional junto a Libertad Lamarque. El llamado del cine no se hizo esperar y enseguida la sensual Ninón se puso ante las cámaras en Carita de cielo (1947), sin darse cuenta que había ingresado en el pantéon de los dioses de la época de oro del cine mexicano. Basta echarle una ojeada a Aventurera (1950) y Sensualidad (1951) para medir el impacto de su baile inimitable y su natural desparpajo.
 
El solar habanero se trasladó al cabaret deVíctimas del pecado (1951), un melodrama de rumberas dirigido por El Indio Fernández invadido por el ritmo de Pérez Prado y el refranero cubano del bajo mundo. Ninón se lució como siempre y salió como pudo del duelo fílmico con Rita Montaner. Una artista en pleno dominio de su oficio, que jugó a su antojo con el doble sentido del tema ¡Ay!, Don José. Muchos antes del estreno de esa atrevida historia de prostitutas, la Pons arrebataba con su belleza y sus curvas rotundas en La reina del trópico (1946), La bien pagada (1947) y El ciclón del Caribe (1950).
 
Rosa Carmina no se quedó atrás. Llegó a México, bailó y venció. Fue una de las musas de Juan Orol en La diosa de Tahití (1953), Sindicato del crimen (1954) y Sandra, la mujer de fuego (1954). Su gracia y la fuerza de su baile garantizaron su boleto sin escala al olimpo de esas deidades tropicales, amenazadas por matones en los antros de cartón.
 
El espíritu rumbero se posesionó con tal fuerza de la mexicana Meche Barba, que muchos dudaron de su nacionalidad cuando la vieron desafiar los timbales en Negra consentida (1949), Amor de la calle (1950) y Ambiciosa (1953). Tanto ella, como las cubanas, se formaron en las tablas, el fogueo de las carpas y la penumbra del night club. Su reto consistía en mostrar el vientre ondulante y el trasero apetitoso, a contrapelo de la censura que les impedía exhibir el ombligo. Como nadie, esas vedettes sabían que al primer toque del tambor, la imaginación de los espectadores soltaría sus amarres.
 
A su manera, estas mujeres perpetuaron los ritmos de la isla en los mismos melodramas donde también se escuchaban las melodías de Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig y Eliseo Grenet. Esas películas no sólo sirvieron de vitrina para exhibir la belleza y la sensualidad de las vampiresas de la rumba.
Sin proponérselo, ese cine fue un refugio más del acervo musical cubano.
 
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