Crónica del escritor cubano Carlos Olivares Baró, residente en la Ciudad de México, sobre el reciente temblor ocurrido en el país.
Hotel "Ane Centro" en Matías Romero, estado de Oaxaca
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Hace exactamente 32 años que la tierra bramó sobre el centro de México en una tragedia natural que nos marcó de manera irremediable a todos. Después de aquel 19 de septiembre de 1985 México fue otro. Teñimos la catástrofe con afectos, y la muerte no pudo empinarse con la victoria. Codo a codo, nos alzamos sobre la sangre. Codo a codo barrimos la sombra y nos metimos en el vientre del horror. No importó nada. Solo tomó partida lo humano. Ser hermano era un vicio que brotaba en cada gesto. La solidaridad es hermana de lo fraterno y lo fraternal huele a zumo de cundiamor y entra por las rendijas del dolor para que la música de la amistad pronuncie anhelos en los resquicios de la lluvia.
El poeta T. S. Eliot (1888 – 1965) inicia su célebre poema La tierra Baldía (1922) así: “Abril es el mes más cruel: engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces en lluvias primaverales…”. Los mexicanos no estamos de acuerdo con el bardo británico-estadounidense: parece que elengendro de lilas de la tierra muerta se produce en septiembre.
Aquella vez, a la 7 y 19 de la mañana, del 19 de septiembre de 1985, una espesura gris se impuso en las dársenas: esta vez, 19 de septiembre de 2017, los ancladeros recibieron el golpe a la 1 y 14 del mediodía. Había sol, solo faltaba la espuma. Una niña cantaba una balada y dos enamorados señalaban el albor de la tarde con un beso en la fila del cine. Duró el pánico 60 segundos. La lágrima corrió suspendida por la explanada de la prolongada pausa. Septiembre es el mes más cruel. Estábamos acopiando viandas y colchas y medicinas para los hermanos de Chiapas y Oaxaca cuando llegó un engendro de lilas que zarandeó la tierra otra vez, exactamente después de 32 años.
Todos nos mirábamos consternados. La voz de César Vallejo se repetía en los ecos. Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Una niña lloraba y preguntaba por su hermanita. ¿Y papito dónde está?, gritaba en medio de la bruma y el polvo. Una señora es rescatada del edificio de Álvaro Obregón y Yucatán: “¡Un botiquín!”, grita alguien. Corre un señor con pico y pala. Se apresura una enfermera entre el tumulto. Veo a unos muchachos cargando escombros. En la escuela de Peten y Zapata en la Benito Juárez alguien rescata del polvo un tomo de una novela de Balzac y un cuaderno de Alicia en el país de las maravillas.
En la calle Puebla los militares acordonan la zona, pero me cuelo en la confusión hasta la fachada: sudan los voluntarios: se desesperan en la faena porque no pueden de una vez levantar la mole de cemento y varilla para jalar al vecino, a quien por la mañana vieron asomado en la ventana escuchando a José Alfredo Jiménez. La plancha de la azotea del edificio de viaducto parece una piedra plana y voluminosa sobre el borde de la acera. Una señora me dice que ahí “vivía su hermano, Sigfrido, con su esposa, Elsa, mi cuñada, y Julita, mi sobrina. Ella no salía porque estaba incapacitada y mi sobrina la cuidaba por las mañanas porque iba al colegio por la tarde. No he podido comunicarme con Sigfrido, su celular me manda al buzón”. La mudez me abriga. Lloro con impotencia. Veo la plancha de la azotea sobre el pavimento y me escabullo. ¿Qué hacer? Septiembre es el mes más cruel.
Ámsterdam es una avenida redonda. Dicen que una condesa tenía un hipódromo en esa calle. Ámsterdam es hoy un campo donde muchachos se pelean por cargar una cubeta de escombro. Gritan en medio de la oscuridad. Se frotan las manos. Huele a gas y están apagados los celulares. Van repartiendo bocaditos de atún y agua y refresco. “Pero, por favor no enciendan cerillos. Podemos volar y ni contarlo” grita una mujer casi llorando con un cartel en el pecho que reza: “Queremos linternas. Ya tenemos suficiente agua y pan vinvo” (qué importa en medio de todo esto la ortografía).
Y me viene a la cabeza septiembre de 1985: el Centro Histórico y los topos escarbando en los despojos: cada vez que alguien salía a la luz la gente lloraba y aplaudía. En Tlatelolco aprendimos a deletrear las cinco coordenadas del amor. Y ahora aquí en Medellín en la colonia Roma tres muchachos se arrastran como culebras y huelen la ilusión en medio del cataclismo que se apoderó de la Ciudad de México al mediodía.
“Parecía que todo se me iba encima. Yo me aguanté y sentí un bandazo sobre la espalda y salí escalera abajo hasta la calle a esperar a mi hija que gracias a Dios ya había salido de la escuela”, me comenta una señora en Gabriel Mancera donde se cayó al lado de su edificio un verificador de contaminación automovilística. Hay aroma de gasolina: reparten cubreboca a los voluntarios. T. S. Eliot vivía en Londres bajo el cobijo de una melancólica llovizna fría. Por eso abril. Por eso laslilas y la tierra muerta. Septiembre es el mes máscruel: qué puede saber un lord de calamidades terrestres y agonía sin abrasos.
Cozumel y Parque España. Tiene el cabello cubierto de gotas de cal. En la mano izquierda el teléfono celular con el timbre interrumpido. Un anillo. Una pulsera de plata y un suéter tejido de algodón. En la mano derecha un amuleto de piedras de Oaxaca. La muerte no tiene nombre. La muerte se burla de cualquier adjetivo. No valen los talismanes. Vale solo la incertidumbre y la sombra.
Paseo de la Reforma. El Ángel de la Independencia. El semáforo paralizó el rojo. Los ejecutivos de la Casa de Bolsa bajaron de sus oficinas en camisa y corbata. Los coches no avanzan. Hay una pausa prolongada en la sorpresa, en el pasmo de la siesta no ejecutada. “Demasiada coincidencia. Por la mañana realizamos el simulacro de todos los años. ¿Quién iba a imaginarse todo esto? ¿Por qué Dios mío, por qué?”, exclama el limpiabotas de la esquina de Nápoles y Reforma, Zona Rosa.
Este país sigue siendo el mismo que una vez supo cantar sobre la lobreguez y calificar a la patria en la sutileza de sus aguaceros. Ésta es una nación de nobleza precipitada sobre la adversidad. / De momento las calles se llenaron de voluntarios. Nadie llamó a nadie. Nadie convocó a nadie. La sociedad civil otra vez en su civilidad amorosa. Cubetas llenas de escombros. Picos y palas. En la escuela de Peten salvar un niño se convertía en alegría y desmesura. Cuerdas que se tienden sobre el abismo de la desgracia para atar la solidaridad y tejer un lienzo de querencia.
“Y ustedes para dónde van: ¿podemos ayudar?”. “Hace falta agua”. “Venimos de relevo, ustedes coman algo”. Se escuchan voces untadas de esperanza. No hay susurro ni miedo. No hay titubeo. Ha llegado una camioneta, el chofer trae cuerdas: aquí un pedazo de hilo vale una vida. Aquí la sonrisa se amarra en el amago de un sobreviviente que se asoma a la ventura de la luz. “Venimos a ayudar: ¿qué hacemos?”. “Trajimos sándwiches de queso: ¿donde los ponemos?” “Aquí están las linternas que pidieron”. Y el amor se derrama. Y la voluntad es una caricia que vence el infortunio.
Amalgamas de varillas dobladas. Los remanentes de las columnas se dispersan en la planicie desolada: pero es tanto el entusiasmo de la gente que sacar un pedazo de piedra es como encontrar oro. Un kilo de escombro sacado: la posibilidad de una vida que se columpia en la cantata del sol que la trepidación de la tierra quiso oscurecer este martes infausto. Este martes en que Dios suscribió otro rostro.
“Ya estoy viejo. Pero recuerdo que en 1985 me fui directo al centro y ayudé en todo. Qué alegría cuando escuché a uno llorando en un edificio y pudimos salvarlo. Cuando salió de aquella oscuridad lo esperaba su hija y fui testigo del beso que se dieron. Hoy mis hijos y mis nietos se fueron a ayudar al edificio que se cayó en la calle de Puebla. ‘Soy heredero de todos aquellos que participaron como voluntarios en 1985’, me acaba de decir mi nieto”, me comenta un señor de la colonia Portales.
Ayer. 19 de septiembre de 2017. Los azares se abrazan. Las coincidencias se abrasan. Hay una sonata de muchachos en la calle Ámsterdam de la Condesa. Suscribo el valor en los gestos de cientos que van y vienen. En Álvaro Obregón la multitud corrió a recibir a un sobreviviente que sólo decía adiós cuando la ambulancia se lo llevaba. Ayer. 1985. Hoy México demuestra su hidalguía otra vez, una vez más crecemos en la tribulación. Hay polvo, mucho polvo acumulado en los ecos. Polvo enamorado que nos hace enamorarnos de la vida. Polvo que se sublima en una sonata de prosodia interminable. Un saxofón y un violín escoltan el vuelo de una mariposa naciendo del polvo enamorado. “De aquí no me voy hasta que no vea a mi nieta: ¿puede la muerte tomar el mando en medio de tanto amor derramado por estos muchachos con sus cubetas y sus palas edificando la vida en medio de esto parajes sombríos?”, lo dice un señor de unos 80 años en la calle de Peten, donde se desplomó una escuela primaria y obtuvieron de los escombros un libro de Sor Juana Inés de la Cruz.
Septiembre es el mes más cruel. ¿Han visto cómo las varillas se retuercen y se hacen cómplices de la desgracia? El olor a gas entume los anhelos. ¿Han visto cómo la cal derramada tiñe la esperanza? El olor a gas se cuela por las rendijas. ¿Han visto cómo en México un unto de amor recorre los espacios en septiembre? “Solo el amor engendra melodías”, escribió José Martí bajo el influjo del relincho de un caballo de crin hirsuta. El martes volvió a campear el infortunio, en esta tierra sufragada bajo un volcán de lumbres carcomidas. Águila y serpiente en un espejo que se arropa en el rojo, el verde y el blanco. Septiembre es el mes más cruel. Nos han llegado en este mes varias adversidades (dos sismos, tormentas, aluviones…) pero aquí andamos en el epicentro. En la ventura. ¿Han visto cómo las varillas se retuercen cómplice de la desgracia? ¿Han visto cómo la vida sobrevive en el resuello de la carcoma? Hay golpe en la vida, tan fuerte… ¡Yo no sé! Hoy lo confirme montado en una motocicleta observando a la ciudad herida con toda su gente en la volanta de la querencia: ¿Han visto cómo se levanta y recorre los callejones oscuros para volver a ser en los resquicios del polvo enamorado de una sociedad civil arropada en los ecos del mismísimo amor?Amor con amor se paga.
ACERCA DEL AUTOR
Carlos Olivares Baró: nació en 1950 Guantánamo, Cuba. Licenciado en Lenguas Hispánicas por la Universidad de La Habana y maestro en Lingüística por la Universidad Autónoma Metropolitana. Escritor, columnista y crítico musical. Fundador de la Razón de México, ha sido colaborador de los medios mexicanos “El Nacional”, “La Jornada”, “Reforma” y de Cuba Encuentro. Es autor de la novela La Orfandad del Esplendor y el libro de textos periodísticos Un Sintagma por Aquí, un Estribillo por Allá. Profesor universitario y conferencista de música y literatura en varias instituciones culturales de México. Sus textos han aparecido en publicaciones de Cuba, España, Puerto Rico y Los Estados Unidos. Residencia actual, Distrito Federal México.