Pobre Cuba
Verónica Vega | La Habana | Diario de Cuba El panorama que ha dejado el rastro de Irma en Cuba encoge el corazón de cualquiera que haya nacido en la Isla.
La Habana, una ciudad de por sí roída por décadas de desidia, a sus aceras rotas y vegetación maltratada, sus baches de medio siglo y casas que se sostienen por milagro, añade ahora más escombros, frondosos árboles arrancados de cuajo, y cuadras de desperdicios.
La reacción gubernamental al desastre y a la moral caída de la población, aparte de la invasión mediática sobre la rapidez de las restauraciones y el supuesto, sempiterno agradecimiento popular, fueron jeeps llenos de boinas negras.
Cómo no recordar a un amigo pintor, quien, citando la consigna con que crecimos —"Estudio, trabajo, fusil"—, se preguntaba en qué lugar de la vida nacional estaban el arte, el entretenimiento, el placer.
Para un pueblo asolado por la naturaleza y entristecido, nada de grupos repartiendo donaciones, mucho menos gratuitas. Nada de operaciones caritativas, de mensajes de consuelo. Nada de activar la alegría por medio de acciones oficiales que despierten la esperanza.
No. La respuesta al infortunio es más control, más rigidez, más ortopedia. Con el pretexto de que los soldados están para evitar saqueos a la propiedad estatal (¿particular?), siembran más amenazas que el huracán y nos recuerdan que sobre nosotros, siempre gravita una guerra.
Una de las fallas más caras al comunismo es ese enfoque aberrado de la existencia humana. La militarización del pensamiento, la rigidez de una política fundada en el miedo (de los que lo inducen y de los inducidos), la exaltación del martirio, exactamente como la visión del cristianismo de la otrora desacreditada y fustigada Iglesia Católica.
Como si la preocupación objetiva por el pueblo, el apoyo material a los damnificados (una ayuda que no los encadene en pactos tácitos de dependencia), la aceptación abierta a la cooperación internacional ante una situación de contingencia, la repartición transparente y equitativa de las donaciones, no fuera capaz de despertar espontáneamente la confianza, la aquiescencia y hasta la lealtad política.
Fidel Castro se ganaba los corazones con falacias de bondad, histriónicas performances donde se beneficiaban unos pocos de manera muy pública, y él era siempre el Mesías redentor, blanco de todas las miradas embelesadas y los aplausos.
Pero la gente cubana, de risa y lágrima fácil, le hubiera entregado su alma íntegra y con inocencia total si hubiera sido un guía auténtico, un guía noble. Si hubiera respetado la historia, la pluralidad del pensamiento y la necesidad humana de prosperidad y libertad. Si hubiera construido un país, en lugar de destruirlo. Si hubiera desarrollado la riqueza natural, de la tierra, y las especies, y de ese inefable misterio que constituye el espíritu del hombre.
El resultado habría sido una nación, no una ruina estética y ética. Mirando los vídeos del embate de Irma en la Habana, y en Miami, el contraste que ofrecían ambas ciudades bajo los aterradores vientos, era aplastante. Alguien dijo que Miami es la Cuba proyectada en la Isla y materializada a 90 millas.
Lo que no pueden hacer décadas de exaltados discursos, promesas y justificaciones, por más que sugestionen en masa, es cambiar el universo tangible.
Los rascacielos de Miami contra esa Habana reconstruida a pedazos por los intereses estatales, donde los exprimidos cuentapropistas (en intermitentes cuotas de autonomía), han restaurado locales y abierto negocios que alivian la vista, pero hacen resaltar el detrimento colindante.
Hasta en los vídeos de las protestas posciclónicas, entre las casas rotas, despintadas, los cubanos lucen mal vestidos, vulgares y envilecidos.
Pobre país, pobre ciudad, pobre gente que desafía la paranoia implantada y consanguínea, para reclamar lo mínimo que aún nos confiere el rango de civilización en un mundo regido por el progreso tecnológico: electricidad y agua en las casas.
Como tras el Maleconazo, la respuesta al descontento popular, y en algunos casos a la indigencia, es el recordatorio marcial del peligro que implica la subversión.
Lo único esperanzador es notar que, para este pueblo de sueños estafados, los espejismos futuros ya no convencen, ni bastan. La decadencia es demasiado palpable y paladeable. Demasiado incómoda. Está llegando el momento de ver para creer.
VERÓNICA VEGA
|