Tony Montana. El mundo lo conocería por otro nombre… SCARFACE
La Cuba del 80: Arnaldo Tamayo y Scarface
La revolución no creyó, o al menos lo fingió, en lo singular e irrepetible que resulta cada individuo
En una escena de Madagascar, película de Fernando Pérez, Laura se auxilia de una lupa para hurgar en fotos de viejos periódicos; intenta reconocerse en medio del gentío de esas grandes concentraciones a las que todavía son convocados los cubanos para apoyar a la “revolución”, y en las que se celebra algún hecho de la historia cubana posterior a 1959. Laura se busca, pero a pesar del empeño, y del cristal de aumento de la lupa, no consigue descubrir su rostro en medio de la vasta multitud.
“¿Dónde estoy yo? ¿Dónde estoy yo, Dios mío?”. Creo recordar que era esa la pregunta que se hacía Laura con insistencia mientras hurgaba en los diarios. Si ahora recuerdo empecinado esa escena es porque en estos días también yo me puse a indagar en fotos de la prensa, todas relacionadas con aquellas manifestaciones que repudiaban a quienes habían entrado en la embajada de Perú intentando recibir un asilo que les permitiera largarse para siempre del país.
He mirado una y otra vez esas fotos en las que aparecen rostros exaltados y bocas abiertas que, fijadas en la imagen, parecen chillar improperios todavía. “Escoria, traidores, vende patrias…” Así se gritaba a quienes no comulgaron con eso que el gobierno suponía como una revolución. Muchas veces he mirado esas fotos y siempre me pregunto a dónde fueron a dar esos que increparon tan alto, y con tan ruines modales.
La respuesta no se hace esperar. Si Laura no se encuentra es porque la revolución la había convertido en un puntico que se compactaba con otro y otro…, en medio de alguna plaza, en la que la revolución le había robado su individualidad con una castigadora maza, porque esa revolución había hecho creer a todo el mundo que en Cuba la masa era indivisible, a riesgo de reconocer que la pluralidad no estaba entre sus presupuestos.
Eso se propuso desde 1959 el gobierno. Cuba sería una masa única y compacta, y se convirtió en carne sin rostro. Y tanta fue la aparente uniformidad que se disiparon esos rasgos distintivos, y que se perdieron en medio de una multitud enardecida. Eso sucedió en aquellos días de abril de 1980, y también en mayo, y en los meses que siguieron transcurriendo hasta llegar a septiembre.
La revolución no creyó, o al menos lo fingió, en lo singular e irrepetible que resulta cada individuo, pero al final se probó el desproporcionado equívoco y sus patrañas, se descubrieron las verdades. Esa revolución que creía que los cubanos éramos solo una masa compacta, puso en cada uno de aquellos barcos que viajaron al norte a sus hijos “descarriados”. Ladrones, asesinos, homosexuales, fueron obligados a largarse porque el gobierno creyó que solo así conseguiría el equilibrio de esta nación y la inestabilidad del Norte. Si se les gritaba escoria, los estadounidenses tendrían que creerlo: y junto a la gente honrada que viajó, decidió el gobierno poner su lacra, esa que no le convenía dentro y que tenerla fuera resultaría más que productiva. Los comunistas creyeron que esa, una de las mayores crisis migratorias, sería entendida únicamente como la escapada de una recua de delincuentes, de vagos, de quienes no comulgaban con una revolución “generosa”, y “próspera”.
Y hasta una película salió de todo aquello. Scarface fue inesperadamente útil a la “revolución”. La película mostraba eso que en gran medida legó El Mariel a los Estados Unidos. Ese, el terrible narcotraficante, el asesino, pudo viajar en una de esas lanchas que salieron de Mariel y llegaron a los Estados Unidos. Todo estaba muy bien pensado. Quienes viajaron traicionando a la revolución no eran más que “criminales”…
Y al final de la historia, el 26 de septiembre de 1980, el mismo día en que se cerraba el puerto de Mariel a los traidores, regresaba victorioso a la tierra, después de una breve estancia en el cosmos, el cubano Arnaldo Tamayo; hombre negro, guantanamero y de pobre familia, que solo gracias a una revolución pudo situar bien alto el nombre de Cuba, y su bandera. Tamayo no era un hombre cualquiera.
Tamayo venía de una familia muy humilde de la parte más oriental del país, y para colmo su piel era negra. Solo una revolución podía conseguir tal proeza. Los traidores, los delincuentes, se marchaban, el hijo pródigo, el tan humilde y abnegado, estaba de regreso. Y esta vuelta podría hacer olvidar la enorme escapada, las decepciones. Cualquier cubano podía llegar a lo más alto gracias a la “revolución”, mientras que a los “descarriados” le esperaba la cárcel en los Estados Unidos.
“Pimpón fuera, abajo la gusanera”, así se gritó en Cuba con una fuerza atroz, y despiadada. Y muchos fueron los que durante esas jornadas escondieron sus esencias, y chillaron improperios a sus coterráneos… Fueron muchos; pero, ¿cuántos, a pesar de sus propias infamias, abordaron, solo unos días después, algún barco que los llevara a las costas de Florida? ¿Cuántos olvidaron todo cuanto se desgañitaron en La Habana?
ACERCA DEL AUTOR
Jorge Ángel Pérez - (Cuba) Nacido en 1963, es autor del libro de cuentos Lapsus calami (Premio David); la novela El paseante cándido, galardonada con el premio Cirilo Villaverde y el Grinzane Cavour de Italia; la novela Fumando espero, que dividió en polémico veredicto al jurado del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005, resultando la primera finalista; En una estrofa de agua, distinguido con el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2008; y En La Habana no son tan elegantes, ganadora del Premio Alejo Carpentier de Cuento 2009 y el Premio Anual de la Crítica Literaria. Ha sido jurado en importantes premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Casa de Las Américas.