'Cambios migratorios' en Cuba: el ruido y las nueces
Armando Chaguaceda| Ciudad de México
La decisión se toma en un momento crítico, como una maniobra utilitaria para mantener el flujo de los miles de millones de dólares de los emigrados.
El canciller Bruno Rodríguez anuncia nuevas medidas migratorias que, dice, muestran que "Cuba abre mientras EEUU cierra". Suprime la prohibición a cubanos que salieron ilegalmente del país; cancela el impedimento a entrar por vía marítima; elimina los trámites de "habilitación" y "avecindamiento" para quienes, respectivamente, deseen visitar o nacionalizar a sus hijos nacidos fuera de la Isla. Eso sí: seguirá implementándose (arbitrariamente) el veto por razones políticas.
El pasaporte cubano sigue siendo de los más caros del mundo y hay que prorrogarlo (pagando) cada dos años; además de ser insustituible para entrar al país, al no reconocerse la doble ciudadanía de los emigrados. El vaso medio lleno o vacío, según lo vea cada quién.
Todo esto obedece a una coyuntura, un contexto y un futuro. La elite política cubana quiere exhibirse ante el mundo como la antítesis aperturista de un Trump agresivo; en medio de la crisis generada por los supuestos ataques acústicos a diplomáticos en la Isla. Pero, sobre todo, Raúl Castro y sus herederos necesitan aliados menores que sostengan el naciente capitalismo autoritario y compensen la crisis económica y demográfica nacional.
Como ha hecho con el capital extranjero —al que seduce con un proletariado mal pagado, instruido y dócil— la dictadura lanza un guiño a esos cubanos —mayormente blancos, de clase media y dotados de diversos capitales— que andan desperdigados por el mundo, como resultado de sus erráticas políticas. Quiere empresarios y consumidores que reconstruyan, con habitus globalizados, los circuitos metropolitanos de una Habana gentrificada y sus equivalentes en el resto de la Isla. Gente hábil, que le coja la vuelta al sistema, dispuesta a adaptarse a sus limitaciones y aprovechar sus oportunidades. Siempre al filo de la navaja, en ausencia de las garantías e instituciones de un Estado de derecho. Inmersos en la orfandad ciudadana.
Si alguien, que se ha insertado y crecido en una sociedad abierta y democrática, decide volver a aquel redil, es su soberana decisión. Así como hay quien vuelve al casino donde lo esquilmaron o a una relación abusiva y humillante —con la esperanza de que el bingo y el amor ahora sí le favorecerán— algunos irán con la esperanza de montar su negocito. Otros para exhibir, adolescentes, una imagen de éxito y consumo. Muchos para ver y ayudar al pariente que dejaron atrás. Y aquel Gobierno, ajeno a los escrúpulos y las presiones, aprovechará nuevamente nuestra nobleza y cálculos, nuestra ansia y dolor. Como siempre.
Ahora mucha gente obtendrá algo parecido a la felicidad; por ellos me alegro. Respirarán aliviados por la gracia que el hacendado —deseoso de plata y protagonismo— concede a sus cimarrones. Pero la llave del barracón —y el recuerdo y amenaza del látigo— permanecen en manos de los mismos viejos dueños. Dispuestos a cerrar y abrir, sin recato y a conveniencia. Saquen cuentas, quienes han disfrutado el valor y la dignidad de vivir bajo eso que llamamos —sin apreciarlo demasiado— libertad.
Las nuevas medidas migratorias: ¿qué aplaudían los cubanos reunidos con el canciller?
La decisión se toma en un momento crítico, como una maniobra utilitaria para mantener el flujo de los miles de millones de dólares de los emigrados.
Todo lo relacionado con la emigración es, por diversas razones, un tema de primer orden en la actualidad política cubana. En primer lugar, porque los emigrados tienen un rol fundamental —económico, cultural y político— en el presente insular y será creciente en el futuro. En segundo lugar, porque esta migración ha sido rehén del diferendo entre los gobiernos de Cuba y de Estados Unidos, país este último que acapara el 90 % de todos los emigrados cubanos. Y, por último, porque cualquier relajamiento es novedoso, si tenemos en cuenta que la política del Gobierno cubano frente a sus emigrados ha sido regularmente hostil, expoliadora y despectiva, y los migrantes fueron descriptos por varias décadas como una escoria moral y política que no cabía en la nueva obra revolucionaria. Al menos, hasta los años 90, en que los emigrados se convirtieron en el soporte principal del consumo familiar en medio de la crisis desencadenada entonces y que no termina, y un soporte clave de la carcomida balanza de pagos cubana.
Ahora el tema vuelve a ser noticia, cuando el canciller cubano —uno de los seres más grises del zoológico político oficial— ha anunciado medidas de apertura: 1-se eliminó la llamada “habilitación”, consistente en un permiso bienal para visitar la Isla por un máximo de 90 días; 2-Los que posean yates pueden entrar con ellos a algunas marinas disponibles; 3-Los hijos de cubanos nacidos en el extranjero pueden nacionalizarse sin avecindarse en la Isla; y 4-se les reconocen algunos derechos a los cubanos que salieron de Cuba irregularmente —ilegales les llama el documento oficial— que hasta el momento no podían visitar la Isla. Se realizó el anuncio en una reunión con personas y organizaciones cubanas proclives al Gobierno cubano y radicadas en Estados Unidos, muestra parcializada y sectaria que el Gobierno cubano acostumbra a definir como representantes de los emigrados.
El canciller afirmó que Cuba se abre, mientras Estados Unidos se cierra, en alusión a las medidas punitivas, hasta el momento injustificadas, del Gobierno de Trump. Pero olvidó aclarar que Estados Unidos “cierra” en una relación internacional —no importa ahora cuan deplorable haya sido su política— mientras que el Gobierno cubano “abre” respecto a sus propios ciudadanos. Y que solamente abre una breve hendija en una habitación cerrada, oscura y llena de humo.
Hay dos cuestiones que vale la pena observar.
Primero, que los cambios que ha anunciado el canciller siguen dejando a Cuba en el peor lugar de las relaciones de un Estado con sus emigrados, de los que depende económicamente. Ninguno de los cambios tiene que ver con una perspectiva de derechos, como tampoco ocurrió cuando se produjo la reforma migratoria de 2013. Se trata, como entonces, de medidas pragmáticas destinadas a mantener el flujo de cubanos a la Isla en momentos en que la embajada cubana —dados los recortes de personal— no puede procesar las decenas de miles de permisos de entrada que se otorgan a los ciudadanos cubanos emigrados para que puedan visitar el país en que nacieron por 90 días al año como máximo.
Se trata, sin lugar a duda, de un paso administrativo positivo, pero que no implica el derecho de los cubanos emigrados a visitar libremente su patria, a radicarse en ella sin permiso, a tener propiedades o derechos civiles y políticos en ella, etc. No es difícil advertir, por ejemplo, que la eliminación del permiso para visitar la Isla está severamente constreñida por la ley vigente. Esta ley establece que no podrán entrar a la Isla los emigrados que hayan (lo escribo casi textual) organizado, estimulado, realizado o participado en acciones hostiles contra los fundamentos políticos, económicos y sociales del Estado cubano. Enunciado que no aclara ni que significan los verbos de involucramiento, ni que debe interpretarse como actos hostiles, menos aún que implica el orden existente. Y que obviamente mantiene un derecho de exclusión en manos del Estado cubano, favorable a su gobernabilidad autoritaria pero lesiva a la noción de ciudadanía. No hay derechos: solo permisos más relajados.
La segunda cuestión es el contexto internacional en que se produce la decisión. Esta no es el resultado de una perspectiva aperturista al calor de un relajamiento de tensiones bilaterales. Ello hubiera sido así si la medida hubiese sido adoptada cuando Barack Obama abrió relaciones, eliminó múltiples medidas restrictivas y visitó La Habana en señal de buena voluntad, cuando, al contrario, la reacción gubernamental cubana fue arreciar la represión y denunciar al presidente demócrata como un enemigo de guantes de seda. La decisión se toma en un momento crítico, como una maniobra utilitaria para mantener el flujo de los miles de millones de dólares de los emigrados, sin los cuales millones de cubanos quedarían reducidos a la más terrible miseria y el Gobierno a una bancarrota al nivel del estropicio económico que ha generado. Las crónicas hablan de vítores y aplausos de los cubanos emigrados invitados a la reunión con el canciller. ¿Qué aplaudían?
*Haroldo Dilla Alfonso, Santiago de Chile para Cuba Encuentro.
El artículo, 'Cambios migratorios' en Cuba: el ruido y las nueces; Apareció originalmente en el diario mexicano La Razón. Se reproduce con autorización del autor Armando Chaguaceda.