John Kelly en el Despacho Oval de la Casa Blanca
La doctrina de la infalibilidad trumpiana
Por Paul Krugman
La semana pasada John Kelly, el jefe de Gabinete de la Casa Blanca, trató de defender al presidente Donald Trump después de que lo acusaran de mostrarse sumamente insensible con la viuda de un soldado estadounidense muerto en combate. En el proceso, Kelly acusó a Frederica Wilson —miembro del congreso y amiga de la familia del soldado, quien divulgó lo que Trump había dicho— de haberse comportado mal anteriormente durante la inauguración de un edificio del FBI.
Sin embargo, el video de la inauguración muestra que el reclamo de Kelly era falso, y que los comentarios de Wilson en la ceremonia fueron totalmente adecuados. Así que Kelly, un exgeneral y hombre de honor, admitió su error y se disculpó encarecidamente.
¿Vieron? ¡Era una broma!
En realidad, claro está, Kelly ni admitió su error ni se disculpó. En cambio, la Casa Blanca declaró que era una falta de patriotismo criticar a generales; esto, además de ser una postura bastante antiestadounidense, resulta absurdo debido a la cantidad de veces en las que Donald Trump ha hecho justamente eso.
Sin embargo, vivimos en la era de la infalibilidad trumpiana: nos gobiernan hombres que nunca admiten un error, nunca se disculpan y, lo más importante, nunca aprenden de sus errores. Evidentemente, los hombres que piensan que admitir un error los hace ver débiles siguen cometiendo errores cada vez más grandes; los delirios de infalibilidad acaban por llevarlos al desastre, y solo podemos esperar que los desastres que vienen no supongan una catástrofe para todos nosotros.
Lo cual me lleva al tema de la Reserva Federal. ¿Cómo?
La verdad es que lo que he dado en llamar “infalibilidad trumpiana” —la insistencia en aferrarse, pase lo que pase, a ideas falsas y declaraciones refutadas— es una enfermedad que infestó al Partido Republicano moderno antes de Trump. Una de las áreas en las que los síntomas son particularmente serios es la política monetaria.
Verán: cuando estalló la crisis financiera de 2008, la Reserva Federal, que en aquel entonces dirigía Ben Bernanke, echó mano de acciones extraordinarias. Recortó las tasas de interés a cero e “imprimió dinero” a gran escala; no literalmente, sino que compró bonos por un valor de billones de dólares al crear nuevas reservas bancarias.
Muchos conservadores estaban horrorizados. Los críticos de la televisión hiperventilaron con la hiperinflación, y hasta voces aparentemente más respetables denunciaron las acciones de la Reserva Federal. En 2010, la crema y nata de los economistas y los críticos conservadores publicaron una carta abierta que advertía que las políticas de la Reserva Federal ocasionarían inflación y “devaluarían el dólar”.
Cosa que nunca ocurrió. De hecho, la medida predilecta de la inflación de la Reserva Federal se ha quedado corta en relación con su meta de un dos por ciento anual.
Ahora bien, todo economista hace malas predicciones de vez en cuando; en caso contrario, no está tomando suficientes riesgos. En lo que a mí respecta, he cometido los míos incluyendo un mal cálculo de mercado en la noche de las elecciones, del que me retracté tres días después, reconociendo que mi consternación política había nublado mi juicio analítico. Sin embargo, siempre trato de enfrentar mis errores y aprender de ellos.
Supongo que soy chapado a la antigua. Cuatro años después de aquella carta abierta a Bernanke, Bloomberg buscó a varios de los firmantes para preguntarles qué habían aprendido. Ninguno de ellos —ni uno solo— estuvo dispuesto a admitir que se había equivocado.
¿Y qué pasa con los economistas que nunca admiten sus errores y nunca cambian de opinión en virtud de la experiencia? La respuesta, aparentemente, es que se les pone en la lista de los futuros directores de la Reserva Federal.
Pensemos, por ejemplo, en el caso de John Taylor, de Stanford (uno de los firmantes de esa carta). A diferencia de los otros nombres en la lista de la que se habla, es un economista académico ampliamente citado.
Sin embargo, desde la crisis financiera, ha exigido una y otra vez que se aumenten las tasas de interés de la Reserva Federal de acuerdo con una norma política que desarrolló hace un cuarto de siglo. Se suponía que no seguir esa norma ocasionaría inflación, lo cual no fue así, pero siete años de equivocarse reiteradamente no lo han motivado a reconsiderar su postura.
Lo que sí ha motivado es el empeoramiento de las razones, cada vez más extrañas, por las que la Reserva Federal debería aumentar las tasas a pesar de la baja inflación. El dinero fácil, declara, era parte de una conspiración para “el rescate de la política fiscal”; es decir, un esfuerzo para ayudar al presidente Barack Obama. O quizá era como el equivalente monetario del control de rentas, que desalienta el préstamo, igual que el control de rentas desalienta la construcción de apartamentos, un análisis extraño que dejó a los colegas rascándose la cabeza.
Lo que estas intervenciones cada vez más extrañas tenían en común era que siempre ofrecían algún fundamento para que lo equivocado fuera lo correcto. ¿Por qué Taylor hizo bien en advertirnos sobre las políticas de dinero fácil aun cuando la mayor inflación, el problema que predijo como resultado de estas políticas, nunca se materializó? Además, nunca admitió que existiera la posibilidad de que su análisis inicial fuera erróneo.
Repito, todos cometemos errores en las predicciones. Si nos equivocamos una y otra vez, eso ciertamente tendría que afectar nuestra credibilidad, pues el historial cuenta. Sin embargo, es todavía peor si no somos capaces de admitir los errores pasados y aprender de ellos.
Este tipo de comportamiento hace que sea muy probable que sigamos cometiendo los mismos errores; pero además de eso, muestra que tenemos un problema de carácter. Los hombres con un defecto de carácter nunca deberían ocupar cargos en los que son responsables de las políticas públicas.