Curioso que el mandatario estadounidense que amplió el embargo parcial de 1960 contra el régimen de La Habana sea uno de los más odiados por el exilio de Miami.
John F Kennedy
Trump dice estar a favor del embargo, pero ¿pondrá en vigor el Capítulo III?
Alejandro Armengol
Algunas de las razones actuales para el levantamiento del embargo son malintencionadas en sus pronunciamientos y lógicas en su práctica. Detrás de ellas se encuentran intereses comerciales, que solo buscan vender unos cuantos productos.
Otros motivos de rechazo pueden ser rebatidos con argumentos similares, pero de signo contrario. Entre ellos, la afirmación de que el embargo es inmoral, que hay que suprimirlo para quitarle una excusa al régimen castrista y la acusación de que la medida es la causante de buena parte de la miseria en Cuba.
Desde el punto de vista político o militar, los embargos —incluso los bloqueos en el caso de guerras— no son morales e inmorales, porque la ética nunca ha formado parte de la estrategia. También al Gobierno de La Habana le sobran las excusas y la pobreza que impera en la Isla es una de las mejores tácticas con que cuenta, al utilizar la escasez como un instrumento de represión.
Pero a estas alturas el embargo no es una medida que se valora de forma positiva, en el país donde un mandatario la promulgó en 1962, luego de tener a buen resguardo una provisión tal de tabacos que le sobreviviría. Kennedy no vivió lo suficiente para conocer que no era violar la ley, sino el tabaco cubano lo que resultaba dañino. Fidel Castro lo supo a tiempo y dejó de fumar. Por su parte, el embargo no parece que se hará humo pronto.
Curioso que el mandatario estadunidense que decretara lo que se concibió como la primera de una serie de políticas destinadas a asfixiar económicamente al Gobierno de Fidel Castro —un embargo comercial contra el régimen de La Habana— sea uno de los más odiados por el sector que se auto titula más radical contra el sistema imperante en la Isla. Valdría la pena preguntarles a esos férreos anticastristas quienes consideran ellos como los padres de la política de aislamiento: ¿Reagan, Bush, padre e hijo, ahora Trump? La historia de Cuba y el exilio —con su herencia española de charanga y pandereta, de rabo y sacristía, de espíritu burlón y de alma quieta— reclama que se nombre al padre de una medida, que tras los años fue modificándose, y que ahora muchos de esos exiliados de supuesta ”línea dura” prefieren no nombrar ―el apellido Kennedy es quizá el más odiado en la Calle 8 de Miami, por supuesto detrás de Castro, aunque en la actualidad el de Obama apuesta duro en las quínelas― y que todavía espera una definición clave para el Gobierno de Donald Trump: ¿pondrá en vigencia el Capítulo III de la ley Helms-Burton?
El Capítulo III contempla que los ciudadanos norteamericanos (incluidos los cubanos nacionalizados), demanden a las firmas que realizan negocios con bienes expropiados a partir de 1959 en Cuba.
La cuestión fundamental, que favorece el mantenimiento del statu quo comercial con la Isla, con independencia de quien esté en la Casa Blanca sea un Bush, un Obama o un Trump, es que se trata de un mercado menor. Si Cuba fuera China, ya hace rato no habría embargo.
Más allá de todas las consideraciones que han gravitado con mayor o menor fuerza a la hora de opinar sobre el embargo; de todos los juicios que pueden inclinarse en un sentido u otro de acuerdo a las preferencias políticas; con independencia de la ideología de quienes los esgrimen y la situación reinante en los países implicados y en otros que se han sumado al panorama nacional e internacional en que se definen los usos y alcances de la ley; lo fundamental —vale la pena enfatizarlo— sigue siendo que Cuba no es China, ni siquiera Vietnam.
La valoración positiva del embargo encierra por lo general dos equívocos: uno es la subordinación mecanicista de la política a la economía, que se traduce en aplicar un criterio estrecho al caso cubano. Repetir aquello de “lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo”.
Esta actitud siempre ha chocado contra la realidad cubana. Durante los largos años de Gobierno de Fidel Castro, este siempre actuó como un gobernante, de forma dictatorial y despótica, pero nunca como un empresario. Fue un político que se movió mejor en las situaciones de crisis que en las épocas de “bonanza” (las comillas obedecen a que el régimen nunca ha conocido ni le ha interesado establecer en Cuba un período de “vacas gordas”). Hasta cierto punto Raúl Castro ha modificado ese criterio, y ha adoptado la actitud de disminuir o eliminar la retórica —apenas algunos comentarios en la prensa oficial para consumo interno y las respuestas al uso en la arena internacional por parte de su canciller— mientras intenta avanzar en el terreno de la colaboración económica internacional y busca atraer la inversión extranjera.
El segundo error es hacer depender la evolución política del país de una medida económica dictada desde el exterior, por otro gobierno y en otra nación. El embargo es una ley hecha en Estados Unidos, no es una creación de los opositores a Castro en la Isla.
Desde hace años el embargo ha perdido —si alguna vez tuvo— su valor de palanca para impulsar la democracia. Al ceder o estar reducido al máximo el poder presidencial para cambiar la ley, quienes la defienden no dejan de repetir unas exigencias que, de por sí, sitúan su final en un momento utópico, cuando tras la desaparición de los hermanos Castro se establezca en Cuba una democracia perfecta y un respeto a los derechos humanos intachable, además de un comercio sin barreras y una industria privada sin límites. Muy bonito, pero también poco práctico. Cierto que, en su intolerancia, el régimen de La Habana no responde a incentivo alguno; verdad también que hay un largo historial en que el Gobierno castrista ha puesto obstáculos y trampas a cualquier avance en las relaciones con Washington, pero la ausencia de un plan manifiesto y conocido de incentivos parciales no hace más que ayudar a las fuerzas reaccionarias en ambas orillas del estrecho de la Florida. De lo que se habla aquí es de un problema que, en buena medida, tiene que ver con la imagen. Para los ojos de buena parte del mundo, Estados Unidos es la nación de las restricciones y el embargo. Basta solo consultar cualquier votación en Naciones Unidas, incluida la última.
Es verdad que un levantamiento total o parcial del embargo, de forma incondicional, no traerá cambios políticos de inmediato. En igual sentido, la falacia de que una mayor entrada de productos norteamericanos conllevará una mayor libertad es otra utopía neoliberal, que tiende a asociar la Coca-Cola con la justicia y a la democracia con los McDonald’s. Mentira es también que el pueblo de Cuba está sufriendo a consecuencia del embargo y no por un régimen de probada ineptitud económica.
Nada de lo anterior contradice el hecho de que continuar respaldando al embargo es batallar a favor de la derrota. Algo que nunca hacen los buenos militares. Defender una trinchera que es un blanco perfecto para el enemigo, desde la cual no se puede lanzar un ataque y que solo protege un pozo sin agua custodiado por un puñado de soldados sedientos. Se trata de una herramienta poco efectiva para lograr la libertad en Cuba. Su ineficacia ha quedado demostrada por el tiempo; su significado reducido a un problema de dólares y votos.
Otra cosa muy distinta es el otorgamiento de privilegios comerciales y el reconocimiento de la participación del Gobierno cubano en organismos internacionales, porque tales medidas darían una legitimidad que este no se merece. Pero el levantamiento del embargo no implica tales privilegios, con independencia de que ese sea el interés, en última instancia, del régimen de La Habana.
Hay que establecer el deslinde necesario entre las medidas económicas y las políticas. Diferenciar la función del exilio y el papel de Estados Unidos como nación. En el mundo actual, los embargos han demostrado ser de poca utilidad, y en parte han servido para el enriquecimiento de las clases gobernantes, a las que supuestamente intentaban derrocar. Esto es algo que, con una testarudez donde se mezclan la ignorancia con el revanchismo, suelen ignorar algunos exiliados cubanos.
ALEJANDRO ALMEGRO, MIAMI