TODO EL MUNDO ODIA EL PLAN TRIBUTARIO DE TRUMP
Es un mal programa y una mala política, que empeorará cuando los votantes conozcan mejor los datos
PAUL KRUGMAN
Viendo las reacciones a los planes tributarios republicanos, recordé lo que se decía del exsenador Phil Gramm, cuyas ambiciones presidenciales nunca llegaron a ninguna parte, pero que sí ayudó a causar la crisis financiera de 2008: “No gusta ni siquiera a sus amigos”.
Lo mismo ocurre con la reforma tributaria republicana, en especial la versión presentada en el Senado, que subirá los impuestos a la mayoría de los ciudadanos, en especial a la clase media y a los trabajadores, y sumará unos 13 millones de estadounidenses a las filas de personas sin seguro médico, todo para pagar las grandes rebajas en el impuesto de sociedades. La opinión pública en general las desaprueba categóricamente, por mayoría de 2 a 1, según Quinnipiac, aunque esta mayoría sería aún más amplia si los ciudadanos entendiesen realmente lo que ocurre. Pero sin duda, al menos a los consejeros delegados de grandes empresas les gusta el plan, ¿no?
Lo cierto es que no tanto. Hace unos días, Gary Cohn, asesor económico jefe de Donald Trump, se reunió con un grupo de altos ejecutivos. Pidió que levantasen la mano los que pensaran que una reducción de impuestos les llevaría a aumentar los gastos de capital; solo unos cuantos lo hicieron. “¿Por qué no se levantan las otras manos?”, preguntó Cohn en tono lastimero.
La respuesta es que los consejeros delegados, que viven en el mundo real de los negocios, no en el imaginario de los ideólogos de derechas, saben que los tipos impositivos no son un factor tan importante en las decisiones de inversión. De modo que son conscientes de que ni siquiera una enorme rebaja tributaria elevaría demasiado el gasto.
Y con eso en mente, la lógica de este plan tributario, en su forma actual, se pierde, y se queda simplemente en un plan para hacer que los ricos –en especial los que sacan tajada de sus inversiones en ver de ganarse la vida trabajando– se enriquezcan aún más, a costa de todos los demás.
Por si sirve de algo, esto es lo que cuentan el gobierno de Trump y sus aliados. Afirman que reducir el impuesto de sociedades desembocará en una explosión de la inversión privada y acelerará el crecimiento económico. Es más, los frutos de este crecimiento llegarán a los trabajadores estadounidenses en forma de subida salarial, y el aumento de las rentas de las personas físicas incrementará la recaudación de impuestos, de modo que las rebajas fiscales acabarán pagándose a sí mismas.
Aun cuando parte de la historia fuese cierta, tendría efectos secundarios que ellos se cuidan de no abordar. Después de todo, si hablamos de un gran aumento del gasto en bienes de capital, ¿de dónde vendrá el dinero para ese gasto? Nada de lo introducido en la ley hará que los estadounidenses consuman menos y ahorren más. De modo que el dinero tendría que proceder del extranjero: de la venta de acciones, de obligaciones y de otros activos a extranjeros, a escala masiva.
Y esta afluencia de dinero extranjero impulsaría al alza el valor del dólar y provocaría enormes déficits comerciales: según mi análisis de la proyección más optimista que circula por ahí, el déficit superaría los 6 billones de dólares a lo largo de la próxima década. Estos déficits comerciales tendrían un efecto devastador para el sector de la fabricación –recuerden esos puestos de trabajo que Trump prometió recuperar– con una pérdida del orden de dos millones de empleos. Ah, y acerca del crecimiento económico: los inversores extranjeros obtendrían beneficios y se los llevarían a su país. Por lo que buena parte –probablemente la mayor parte– del posible crecimiento que obtuviésemos gracias a la reducción del impuesto sobre sociedades acabaría beneficiando a los extranjeros, no a los estadounidenses.
Pero no se preocupen demasiado por todo esto. Los análisis económicos serios coinciden mayoritariamente con esos consejeros delegados que decepcionaron a Gary Cohn: en realidad, la bajada del impuesto de sociedades no hará gran cosa por que aumente la inversión. Sí disparará, sin embargo, el déficit presupuestario. Y así, en un intento de limitar esa explosión del déficit, los republicanos del Senado proponen un significativo aumento de los impuestos a las familias trabajadoras. De hecho, según la propia Comisión Tributaria Conjunta del Congreso, los impuestos subirán de media para todos los grupos con rentas inferiores a los 75.000 dólares anuales, y sin duda para muchas familias de grupos de rentas incluso más altas. Los únicos que saldrán ganando serán quienes perciben más de 1 millón de euros al año. ¡Eso es populismo!
Ah, y esto ni siquiera tiene en cuenta el sabotaje a la atención sanitaria que forma parte integral del plan presentado en el Senado. Al revocar el mandato –la obligación de que la gente adquiera un seguro– el plan provocará, como he dicho, que 13 millones de personas pierdan la cobertura; esa pérdida de cobertura, y de las subvenciones públicas asociadas, es lo que hace que la revocación del mandato ahorre un dinero que puede darse a las grandes empresas.
Pero la medida también hará que suban las primas de los que mantengan su seguro, porque los que se saldrán tenderán a ser las personas con menores costes sanitarios. De modo que eso supondría un impuesto indirecto adicional y oculto para la clase media.
Y tampoco tiene en cuenta lo que inevitablemente ocurrirá después: que los déficits inducidos por la reducción de impuestos dispararán, por ley, recortes en el sistema de Medicare, que proporciona atención sanitaria a mayores, y esto no sería más que el comienzo de un asalto republicano a programas como el seguro de discapacidad, que brinda una red de seguridad crucial a millones de estadounidenses de clase trabajadora. Todo lo cual suscita la pregunta de por qué los republicanos intentan hacer esto. Es un mal programa y una mala política, y la política empeorará cuando los votantes conozcan mejor los datos. Pues bien, la semana pasada, un congresista republicano, el neoyorquino Chris Collins, descubrió el pastel: “Mis donantes básicamente me dicen que lo hagamos o que no vuelva a llamarles”.
De modo que hablamos del gobierno del pueblo, no por el pueblo y para el pueblo, sino por los donantes ricos y para los donantes ricos. Todos los demás odian este plan, y con razón.
© THE NEW YORK TIMES COMPANY, 2017
PAUL KRUGMAN ES PREMIO NOBEL DE ECONOMÍA