Hubo una época en que tanto la homosexualidad era asunto de la Seguridad del Estado
Por Ernesto Pérez Chang | La Habana, Cuba | Cubanet Llamamos a algunos escritores que viven en Cuba para invitarlos a opinar sobre Reinaldo Arenas. Algunos nos esquivan con pretextos para ocultar que temen; otros ni siquiera responden el teléfono. Suponemos que a 25 años del suicidio (7 de diciembre de 1990) y en un supuesto ambiente de aperturas, ya habría quien se atreviera a mencionar su nombre y hablar de lo que pasó frente a una grabadora sin primero asegurarse de que le han dado permiso para hacerlo, pero sobre todo para conversar con nosotros, periodistas bajo sospecha por escribir para un medio de prensa no oficialista, individuos marcados por la policía política a causa de nuestras opiniones y, tal vez, por nuestra “conducta impropia”.
Quizás deba usar formas verbales en tiempo presente para construir esta frase: Hubo una época en que tanto la homosexualidad, así como escribir o expresarse desde la autenticidad, eran asuntos de la Seguridad del Estado. Ambas cosas integraban, y se pudiera decir que hasta encabezaban, la lista de los peores crímenes “contra la revolución”. Bajo esas causas fue reprimido, juzgado y expulsado de Cuba Reinaldo Arenas. En virtud de esos “delitos”, la palabra, los deseos, el placer, las individualidades, las diferencias fueron convertidas en propiedad del gobierno y el país se transformó en una finca de pastoreo.
Esos tiempos y esos absurdos, tal como los describió el escritor cubano en sus obras, para algunos han terminado o van terminando, sin embargo, para otros, en la isla, la homosexualidad y el ejercicio de la libertad de expresión siguen siendo objetos de lo que pudiera denominarse una “Desconfianza de Estado”.
Un joven poeta y narrador, me argumentaba, en una conversación por el chat de Facebook, su rechazo a hablar sobre Reinaldo Arenas: “Ya bastante tuve con ser maricón y problemático en la universidad, así que cuando dije en la facultad [de Letras] que haría mi tesis sobre Reinaldo Arenas, todos se espantaron, es como si hubiera mencionado al Innombrable. La hice de a Pepe [a capricho] y porque fue sobre Celestino [Celestino antes del alba, 1967], porque no me dejaron hacerla sobre El color del Verano [1991] . Todavía no he podido publicar ni un capítulo. Tengo un libro de cuentos que está por salir y no quiero que la cosa se complique, tú sabes cómo es esto aquí, ya lo de la tesis fue bastante desagradable”.
Te recogían en la calle, como a un delincuente, y te encerraban en un calabozo o en
un campamento. Artículo en la prensa de la época elogiando los campamentos de la UMAP
“Clandestinidades, precauciones, autocensura, han definido el ejercicio de la literatura en Cuba en los últimos 50 años”, me escribe a mi correo Yordanis Berrio, escritor holguinero actualmente residente en Alemania: “¿El ambiente ha cambiado desde los tiempos de Reinaldo Arenas? Por supuesto que sí, pero no ha dejado de ser opresivo y la literatura necesita de libertad total, absoluta, no de libertades a medias, porque entonces haces algo parecido a la literatura pero que no lo es. Si te sueltas mucho, enseguida te recogen las riendas y como solo dos o tres pueden darse el lujo de publicar fuera de Cuba, la mayoría termina obedeciendo la orden de silencio que está sobreentendida. ¿Por qué los cineastas se sublevan y los escritores no? Porque si no les dejan hacer cine en Cuba se van a otra parte a hacerlo pero si a un escritor desconocido le cierran las puertas, se muere de hambre, y ese temor lo paga sacrificando la autenticidad, el oficio mismo. En la literatura cubana hay mucha contención, demasiadas imposturas; a Reinaldo no lo querían y no lo quieren porque era incontenible, indomable, escandaloso, espontáneo y nuestros dirigentes, para colmo, son homofóbicos y odian la espontaneidad”.
“No son los mismos tiempos que los de Reinaldo Arenas, quizás el ambiente no sea tan hostil, sin embargo, se sigue pensando bajo ese mismo esquema basado en las posiciones políticas, en bandos de fieles e infieles”, opina el escritor santiaguero Carlos Fournier: “De ese pasado no se habla abiertamente, lo cual es indicio de que aún se pasean entre nosotros los mismos fantasmas que marcaron la vida de muchos escritores, y por tanto a la cultura misma. Algunos se suicidaron, otros decidieron irse, otros fueron obligados a hacerlo, y hay un grupo que optó por el silencio o por el olvido tal vez porque no tenían la fe en la escritura que tuvo Reinaldo Arenas. (…) No creo en una reconciliación con el pasado basada en el silencio, eso es derrota, cuando no complicidad u oportunismo, mediocridad. No se puede hablar de la obra de Reinaldo Arenas como si fuera solo texto nacido de lo estéril, sin hacer alusión a su tragedia personal y sin señalar a los que hicieron el daño, así que habrá de pasar mucho tiempo para que se publiquen sus obras en Cuba”.
Pensar que Reinaldo Arenas fue la víctima de una época ya superada y que ser gay hoy es menos censurable que ser disidente, según algunos, evidencia una perspectiva distorsionada de lo que sucede en realidad. Jorge Milán, actor y activista por los derechos de los homosexuales, afirma que la represión contra los homosexuales no ha cesado sino que, más bien, “ha evolucionado”:
“Pudiera decir “involucionado” pero no sé si la sofisticación tenga que ver con el retroceso. Y de eso se trata, de hacer más sofisticado el control, de hacerlo pasar por tolerancia, que es una palabra que a mí me molesta muchísimo. El paradigma sigue siendo el mismo de aquellos años, con el Che como ejemplo de la más cruda homofobia. En los tiempos de Reinaldo, que se puede decir que fue ayer mismo, te recogían en la calle, como a un delincuente, y te encerraban en un calabozo o en un campamento de la agricultura para convertirte en macho varón masculino pero hace poco, porque son muy brutos, aprendieron que no se puede controlar lo incontrolable, pero que sí se puede disfrazar de otra cosa, y es lo que pasa con el movimiento [LGTBI] en Cuba, que parece auténtico pero no lo es porque a la cabeza no está ninguno de nosotros sino quien todos sabemos. ¿Te imaginas que mañana pudiéramos marchar con las fotos de tantos y tantos homosexuales que fueron perseguidos, encarcelados, ultrajados, obligados a dejar la universidad, a irse de Cuba, separados de sus familias, reclamando trasparencia, reivindicaciones, disculpas? ¿Pensar en una organización independiente, actuar y marchar como tal? Eso es imposible, todo se controla desde el CENESEX, es decir, la moraleja, y el chiste, es que continuamos siendo un problema de Salud Pública [el CENESEX, Centro Nacional de Educación Sexual, dependencia del Ministerio de Salud, es dirigido por Mariela Castro, hija de Raúl Castro]. Es que no pueden perder el control de nada, y los gay somos disidentes por naturaleza, y peor que los disidentes porque, según ellos, disentimos en cuerpo y alma”.
Expulsado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, prohibidas sus obras hasta el día de hoy, perseguido y condenado como un bandido, obligado a retractarse de sus ideas como en los tiempos de la Inquisición, Reinaldo Arenas es venerado y odiado al mismo tiempo, dentro y fuera de la isla, a causa de su autenticidad y su fe en la literatura. Él mismo, como escribiera apenas unos meses antes de morir, en Antes que anochezca, “era una especie de paradoja y, a la vez, ejemplo de las circunstancias trágicas que han padecido todos los escritores cubanos, a través de todos los tiempos; en la isla éramos condenados al silencio, al ostracismo, a la censura y a la prisión; en el exilio, al desprecio y al olvido por parte de los mismos exiliados”.
A uno, los medios oficialistas cubanos dedicarán numerosas reseñas. Al otro, solo silencio
Jorge Ángel Pérez | La Habana | Este 7 de diciembre se cumplen 119 años de la caída en combate de Antonio Maceo en las cercanías de La Habana, y yo supongo a cada medio de esta isla reseñando las luchas del Titán. Puedo imaginar el discurso que exalta la fortaleza del patriota y su carácter férreo. No faltará quien disponga hacer comentarios sobre la decisión de unirse a Carlos Manuel de Céspedes, acompañado por sus hermanos y con la venia de su madre, después del alzamiento en La Demajagua. Lo más seguro es que se escriba sobre el Pacto del Zanjón, de la Protesta de Baraguá y de la invasión desde Oriente hasta Occidente. Toda la iconografía del héroe será desempolvada; dentro de un óvalo, engalanada y recia, la figura del mambí. No faltará el daguerrotipo que muestre al hombre uniformado y presto a montar en su caballo. Veremos nuevamente esa obra de Menocal, el pintor mambí, que detalla la caída en combate del coloso. Habrá discursos y minutos de silencio en cada rinconcito de la isla. Estaremos de luto los cubanos por la caída en combate de Antonio Maceo. Eso ocurre cada año.
Pero hay algo que no se atreverá a mencionar ninguno de los diarios de esta isla, algo que será olvido voluntario para los noticieros de televisión, que callarán, incluso, las revistas culturales. Y es que este 7 de diciembre se cumplen veinticinco años de la muerte de alguien a quien muy pocos reconocen como héroe, aunque lo sea. Debe ser porque no consiguió esa heroicidad de la unión de un Dios con un mortal y tampoco se hizo enorme por su valor físico, mucho menos gracias a las bondades de su alma. Este héroe no fue un vidente ni un diestro guerrero, como Alejandro, como Napoleón o Maceo. Aunque lo asistieran pasiones tan grandes como las de aquellos héroes clásicos, en Cuba muy pocos lo recuerdan, al menos no más allá de eso que un amigo llama: La república de las letras. Para Reinaldo Arenas no habrá otra cosa que mutismo, y que nadie crea que se trata del silencio místico que se dedica a Dios. El silencio será de…, porque sí, de porque a mí me da la gana, porque de él no se puede hablar, porque lo mejor será callar.
Aunque Reinaldo Arenas sea sin dudas un hombre de la historia de Cuba, un instrumento, como diría algún filósofo, de las más altas realizaciones, fue condenado al olvido. Gracias a esas realizaciones y a su homosexualidad, sufrió los peores maltratos. Por su escritura, por su empeño en hacerla conocer, sufrió la cárcel que curtió para siempre su espíritu. Todavía son comunes las diatribas que intentan definirlo, y solo un libro suyo visitó una editorial cubana para llegar luego a la imprenta. Reinaldo Arenas sigue siendo un desconocido para los lectores de esta isla. Aunque escribiera una obra mayúscula, la imprenta cubana recibió únicamente Celestino antes del Alba. Y el silencio se hizo más grande.
Escribiendo estas líneas puedo suponer la reacción de aquellos que toman decisiones en el Granma mientras hurgan en la iconografía del autor de El mundo alucinante. Supongo el rubor, las molestias, los improperios que prodigarán mientras revisan sus imágenes fotografiadas, tan diferentes a las que se conservan de Maceo. Me gusta pensar en lo que harían al ver el cuerpo semidesnudo del escritor homosexual sobre la arena de una playa o en medio de un paisaje campestre.
Nadie se atrevería a comentar a estas alturas su inicial entusiasmo con la revolución triunfante. Por qué hacerlo si habría que reconocer más tarde que esa revolución terminó decepcionándolo, qué unirse a ellos fue solo un pretexto para huir de casa o, como dicen otros, para estar cerca de aquella recua de machos barbudos, viriles, sudorosos…
Habría sido mucho más conveniente mentir, decir que dio sus primeros pasos en una casa de elegante arquitectura levantada en alguno de los centros de poder de esta isla pequeñita, y que pertenecía a una poderosa familia dueña de centrales azucareros, que se había educado en exclusivísimos colegios religiosos. Su moral burguesa justificaría sus maneras “vergonzosas”, y sería mucho mejor a tener que reconocer que Reinaldo Arenas nació en Aguas Claras donde tuvo una infancia humildísima, amparada por discretos sembradíos y árboles frondosos, que allí trazó grafías en el tronco de los árboles. En el campo, en la madera de los árboles dejó sus primeras huellas. Allí desnudó por primera vez su cuerpo para entregarse a un hombre. Desde entonces unió la pasión que sentía por los libros a la de enredar su desnudez con la de un cuerpo semejante. Y tal atrevimiento, tan grande injuria a la moral revolucionaria, le costó muy caro. Lo llevó a la cárcel. La revolución no le perdonó que quisiera mostrar sus esencias y que exaltara sus índoles “impropias”. No pudieron dispensar su sexualidad sin fronteras, la delineación de una realidad grotesca capaz de mostrarnos “el horror, el desamparo, la incomunicación y la soledad que se siente cuando se está encerrado”.
El escritor se vio obligado a abandonar su tierra. Partió hacia los Estados Unidos desde el puerto de Mariel, y volvió a la isla amada, únicamente, en la ficción. Algunas veces me puse a imaginar ese regreso, tan distinto al de la condesa de Merlín. Lo he visto recorrer las zonas de “ligue”, aquellas que frecuentó cada día. Imaginé su reacción ante el hermoso efebo, posiblemente llegado también de Aguas Claras, que le propone un rato de placer a cambio de unos dólares. Consigo ver su asombro, la exaltación, la tristeza enorme ante la seguridad de que había vuelto a una Habana peor que aquella que se vio obligado a abandonar.
Arenas no quiso comulgar con una ciudad prostituida. Prefirió enredarse con el macho escondido entre el follaje de las faldas del Castillo del Príncipe, en el bosque de La Habana, antes que desembolsar algún dinero a cambio de un poco de placer. No iba a renunciar a esa libertad que tanto defendió. Elegiría cada vez los encuentros en la Playa del Chivo, en el Parque Lenin. Aceptar lo que el muchacho le ofrecía era someterse a una nueva humillación, aceptar la prostitución era la peor degradación, otra vez la cárcel. Y decidió volver a Nueva York.
Fue extranjero en todas partes. Desde que nació en la Cuba de Batista, hasta que salió de la isla huyendo de la Cuba de Fidel, Reinaldo Arenas pagó cara su condición gay. Ahora tiene la nacionalidad de ciudadano del mundo.
LA CUBA MALA DE REINALDO ARENAS
Por Oscar Guisoni Reinaldo Arenas tenía apenas quince años cuando Fidel Castro y sus rebeldes se hicieron fuertes en la Sierra Maestra y derrocaron al dictador Fulgencio Batista el 1 de enero de 1959. Tenía treinta años cuando fue internado en una prisión cubana por homosexual y escritor disidente. Treinta y siete cuando se fugó de la isla durante la crisis de los “marielitos”. Cuarenta y cuatro cuando le diagnosticaron el SIDA en Nueva York y cuarenta y siete cuando se suicidó el 7 de diciembre de 1990 al no poder soportar los estragos del dolor que le provocaba una enfermedad en aquel entonces devastadora y fuera de control. Su vida bien puede ser leída como la cara más oscura de la revolución, mientras que su obra se sigue leyendo como lo que es:un prodigio de desenfado caribeño, un mundo alucinante, plagado de aventuras carnavalescas, última muestra de lo que supo ser Cuba antes de precipitarse en el abismo gris que trajo consigo la exigencia realista del socialismo y la persecución a los intelectuales díscolos.
La breve e intensa vida de Arenas coincidió de manera trágica con la revolución que sacudió los cimientos de la sociedad de su Cuba natal desde que era un niño campesino pobre en Holguín.
San Isidoro de Holguín era la pequeña ciudad de provincias a la que su madre se había mudado intentando huir del hambre y la miseria en la que la había dejado su marido, un aventurero que la abandonó tres meses después de casarse con ella cuando ya estaba encinta de Reinaldo. En su autobiografía, Antes que anochezca(Tusquets, 1992), llevada al cine por el director Julian Schnabel y protagonizada por Javier Bardem, Arenas habla de una infancia pobre en la que los abuelos le enseñaron a odiar a un padre ausente y en la que tuvo que convivir con una madre frustrada que había decidido enterrar su sexualidad a los veinte años, asumiendo una “castidad peor que la de una virgen”.
Apenas se oyeron los rumores de la revolución, Arenas que por ese entonces era aún un adolescente, dejó la casa natal y la barahúnda de mujeres que lo habían criado y se fue a la sierra en busca de acción. Era tan niño que ni los guerrilleros dejaron que combatiera. Cuando volvió a la casa se había armado un gran alboroto. “Cometí la imprudencia de dejar un papel sobre la cama donde decía que me iba con los rebeldes, pero que no dijeran nada a nadie. Dando gritos, las diez mujeres que había en la casa divulgaron la noticia por todo el barrio. Ahora la policía de Batista me buscaba”, recuerda en Antes que anochezca. Por fortuna, unos días después triunfó la revolución y Arenas pudo volver a su casa, donde fue recibido como un pequeño héroe.
Junto al incipiente socialismo el futuro novelista descubrió también las inclinaciones de su sexualidad. El ambiente machista en el que se había criado lo forzó durante un tiempo a mantener pseudo enamoradas, pero luego de su primera experiencia con un hombre en un lugar tan poco íntimo como un bus público, Arenas se sacó las máscaras para siempre en una sociedad que no estaba preparada para enfrentarse a ese tipo de desnudez.
Sus simpatías por la revolución duraron lo que duró la algarabía de los primeros meses. Nunca se había visto, recuerda en su biografía, tanto erotismo en las calles como en esos días de 1960. Pero cuando el régimen castrista comenzó a perseguir a los homosexuales con saña, Reinaldo comprendió que el socialismo era apenas una cáscara de libertad, y si acaso había alguna, se trataba de una libertad que a él le negaba la suya.
La prisión y las letras Instalado en La Habana durante los primeros años del gobierno de Castro, Arenas da rienda suelta a su pasión por la literatura. Escribe poemas, cuentos, y gracias a un amante influyente entra a trabajar en el Instituto del libro. Escribe Celestino antes del alba (Tusquets, 1996), su primera novela, que no tarda en ser reconocida por el todavía efervescente mundillo literario cubano. Protagonizada por un niño que no deja de escribir por todas partes para exasperación de su familia y que vive en un territorio de alegorías, la novela es una “defensa de la libertad y de la imaginación en un mundo contaminado por la barbarie, la persecución y la ignorancia”, según el propio Arenas.
Fruto de esos años es también El mundo alucinante (Tusquets, 1997), una barroca novela de aventuras caribeña que le valió un amargo enfrentamiento con el establishment socialista. Presentó el libro a un concurso en el que se encontraban entre los miembros del jurado Alejo Carpentier, incondicional de la Revolución, y Virgilio Piñera, poeta, homosexual y anticomunista que no tardaría en ser perseguido por el castrismo. El premio fue declarado desierto. “Te lo quitaron” le diría Piñera más tarde. A Arenas el disgusto se le quedó atragantado. En esos años comenzaron también las redadas de los policías del régimen en los lugares frecuentados por homosexuales. En esos años agitados conoce a José Lezama Lima, que comparte con él el gusto por los hombres y una erudición interminable, capaz de alimentar largas horas de insólitas tertulias. Lezama era ya la bestia negra de la Revolución y se encontraba bajo perpetua vigilancia. “En cierta ocasión -relata con ácido humor- Lezama y Virgilio coincidieron en una especie de prostíbulo para hombres que había en La Habana Vieja y Lezama le dijo a Virgilio: “Así que vienes tras la caza del jabalí”. Y Virgilio le contestó: “No, he venido, simplemente, a singar con un negro”.
La doble persecución a la que se ve sometido, por homosexual y escritor crítico con el gobierno, hace que Arenas termine en la cárcel, más precisamente en el Castillo del Morro, “una fortaleza colonial que fue construida por los españoles para defenderse de los ataques corsarios y piratas”, “un lugar húmedo enclavado en una roca”, un infierno medieval. Durante esos años su escritura languidece. Ya en libertad sale a la luz su tercer libro, El palacio de las blanquísimas mofetas (Tusquets, 2001), un recuerdo desaforado de sus breves días en la guerrilla, un catálogo de lo que pudo ser la revolución y no fue, otro personal ajuste de cuentas de Arenas con el régimen.
Luego de unos años de horror, en los que se fugó y volvió a entrar en prisión, soportando cuando no estaba entre rejas la inmensa cárcel a cielo abierto en la que se había vuelto la isla, la llamada “crisis de los Marielitos” en 1980 le dio la oportunidad que esperaba para abandonar definitivamente Cuba. Se introdujo entre los candidatos a abandonar el país por su condición de homosexual, pero antes de pasar el último control fronterizo temió –con razón– que su nombre estuviera en la lista de los que no podían marcharse y falsificó el pasaporte cambiando la “e” de Arenas por una esperpéntica “i”. Así fue como convertido en Reinaldo Arinas llegó a Estados Unidos.
Ya célebre, el exilio en Estados Unidos no le sentó bien. Aquella era una sociedad demasiado fría para su alma caribeña. En medio de esa desolación vuelve a la escritura. Su última década es la más fructífera. En 1982 sorprende con Otra vez el mar (Tusquets, 2002), una novela sobre una pareja vencida, escrita a dos voces. Ella, una mujer temerosa de perder a su marido; él, un poeta y ex revolucionario frustrado. En esos años publica también Arturo, la estrella más brillante, una obra menor y El Portero (Tusquets, 2004), la historia de un exiliado cubano en Manhattan, portero de un gran edificio de apartamentos con grandes dificultades para adaptarse al american way of life. En esa década publicó también El Asalto, una historia atroz de un hombre que busca a su madre para matarla con sus propias manos y termina transformado en un agente de la seguridad del Estado y El color del verano(Tusquets, 1999), su última novela, que transcurre en una Cuba gobernada por un esperpéntico dictador de nombre Fifo en la que todas las ilusiones se han desvanecido y el horror se ha instalado como único mundo posible.
Esas obras sombrías las redactó en Nueva York, donde se instaló y en la que en 1987 le diagnosticaron SIDA, “un mal perfecto —escribe en el prólogo de Antes que anochezca— porque está fuera de la naturaleza humana y su función es acabar con el ser humano de la manera más cruel y sistemática posible”. La peste que golpea a los homosexuales en aquellos años no tiene cura, por lo que las enfermedades más terribles se ceban con su indefenso organismo. De su regreso de una de las tantas excursiones al hospital durante el año en que le hicieron el diagnóstico, cuenta: “me arrastré hasta una foto que tengo en la pared de Virgilio Piñera, muerto en 1979, y le hablé de este modo: ‘Óyeme lo que te voy a decir, necesito tres años más de vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano’”. El 7 de diciembre de 1990, harto de soportar la humillación de la enfermedad y el dolor, Reinaldo se suicidó. “Me voy sin tener que pasar primero por el insulto de la vejez”, escribió en sus últimas páginas de extrema lucidez.