¿Viaje de «escombros»?
Hugo García
Son las seis de la mañana de un domingo con temperatura fresca. Todas son expectativas. Por vez primera nuestra familia, gracias a la invitación de unos amigos, va a un hotel por dos noches. El destino es el Meliá Jardines del Rey, ubicado en la cayería norte de la provincia de Ciego de Ávila.
Llega el ómnibus y el guía dice que él no va, que no hay mucho que contar en ese trayecto. El chofer precisa que no sabe cómo llegar a ese lugar. Al reservar en el Buró de Turismo hubo que pagar por varios asientos vacíos, porque de lo contrario no salía el ómnibus, y también por el servicio de guía, que ahora no tendríamos. Un viaje un poco azaroso, preguntando, fijándonos en los carteles informativos de tránsito...
Ante nuestras protestas, el chofer, que trataba con educación de ayudarnos a superar el primer impacto del viaje, finalmente explicó: «Para los guías turísticos, los cubanos son un viaje de escombros». Todos nos quedamos perplejos, no entendíamos: «Porque no dan propinas ni nada y a veces se ponen malcriados», acotó, cuando reconoció que no comprendíamos bien lo primero que había dicho.
El término humillante, casi surrealista, que estigmatiza a nuestros compatriotas, me hizo reflexionar en el sentido de que muchas veces nos privamos o perdemos estas oportunidades de ser mejores seres humanos y más cubanos.
Nadie exige privilegios por ser nativos, pero los servicios siempre se deben a los clientes, procedan del lugar que sea.
Ya en el hotel hubo sus desavenencias también, pues nos colocaron en un bloque que no estaba preparado y que fue activado ante la avalancha de casi 2 000 turistas.
Los cubanos se hacían notar, y el trato hacia aquellos de apariencia foránea se diferenciaba lo mismo en la barra que en el restaurante bufé. Incluso, escuché a una joven criolla protestarle al cantinero ante la demora para atenderla, mientras él se desvivía en sonrisas y floreos con los extranjeros que llegaban después que ella: «se ve que yo no tengo los ojos azules», le increpó la muchacha.
Aspiro a que algún día en esos lugares donde existen estos desatinos aprendamos a brindar un servicio sin discriminación, para disfrutar todos: unos como clientes y otros como trabajadores.
Para colmo, en la recepción donde se da la bienvenida a los clientes, en los televisores de pantalla plana se ponía un video promocional con el humorista Omar Franco (conocido como Ruperto), quien todo el tiempo se asombraba ante cada oferta, y supongo que los foráneos no entendían ni jota sobre aquel hombre que disfrutaba de las bondades hoteleras con una bolchevique, vestido con ropa inadecuada y espejuelos.
Todo transita por la profesionalidad del personal, que en algunas ocasiones se esmera para complacer al extranjero, y descuida el trato armonioso y cálido con el coterráneo.
No sé cuándo mi familia pueda tener otra vez la oportunidad de volver a un sitio turístico de esta categoría, invitada por alguien con solvencia económica, y en el mejor de los casos, nuestros propios recursos.
Lo cierto es que, después de esta lamentable experiencia, lo haríamos temerosos de que nos traten en nuestra linda Isla como «bichos raros» o, más tristemente como «escombros», aunque nos digan que son excepciones, que existen lugares donde se le brinda un buen trato al turista nacional.
Cómo es posible que acabemos haciéndonos sentir mal entre nosotros mismos, lacerándonos la autoestima, esa con la que hemos lidiado con tantos demonios, incluyendo los de las subestimaciones de algún arrogante extranjero.
A los cubanos, que a lo largo de siglos nos hemos batido hasta con la vida por la igualdad, no nos interesa para nada imponernos sobre nadie. Pero tampoco nos resignaremos a renunciar a nuestra condición de iguales. Eso debería enseñarse entre quienes tienen en sus manos el destino de una industria que, como locomotora económica, no solo fue concebida para obtener dinero, pues también se aspira que sea espejo de la altura moral y social de Cuba.