Nostalgias cubanas: los cantantes chilenos
Por mucho que nos duela una época, por recio que la llevemos en nuestro análisis lógico e intelectual, por atrozmente cruel que haya sido para algunos, la nostalgia de esa época es, como dice la cuentista y novelista británica Zadie Smith, un lujo, una pompa y circunstancia gratuitas que nos podemos dar de vez en cuando, aunque no tengamos ni un centavo partido por la mitad en la cuenta de banco.
La palabra nostalgia viene del griego clásico: nostos = regreso (al hogar) / algos = dolor. Nos dice el ciego Homero que eso sintió Ulises inmediatamente después de haber jo…robado de mala manera a los troyanos con su famoso caballo de madera hueco por dentro. Pero para muchos —entre los que me encuentro—, la nostalgia no significa regreso ni a un hogar perdido ni a ninguna parte, ¿para qué? Ese retorno probablemente sería poco agradable o incluso espantoso, y además la susodicha nostalgia no se siente realmente como dolor —por lo menos en mi caso— sino, como una sensación bastante dulce y atenuada que trae recuerdos mitificados, recuerdos tamizados por la memoria que muy poco tienen que ver con las realidades evocadas, o para decirlo con mayor precisión: son evocaciones aparentes de sucesos y sentimientos reconstruidos con mucha imaginación y buena voluntad.
¿O es que acaso al mañoso Ulises le fue tan bien en Ítaca después del trabajoso y prolongado regreso a su islita y a su (no tan suya) Penélope? Mejor ni hablemos de eso.
Quizás es que me he puesto viejo, pero para mí la nostalgia es un recuerdo más o menos agradable, amable, que se desencadena cuando oigo —en mi caso casi siempre el efecto es auditivo— y algunas veces huelo algo que me retrotrae a tiempos idos que fueron muy vitales y más o menos felices debido a la juventud —y la inexperiencia— de entonces pero que no necesariamente fueron tan buenos.
¿Qué recordar es volver a vivir? Me dicen. Umm, sí y no.
Sí, porque pasaron unas cuántas cosas, unas pocas, indudablemente ciertas y generalmente buenas. No, porque la mitad de esas cosas están reconstruidas por mi memoria y porque de ninguna manera quiero volverlas a vivir al completo. Como dice un viejo y buen amigo mío comentándome antiguas aventuras habaneras:
Recuerdo con agrado, con nostalgia, la tarde aquella en que estuve con quien tu sabes, pero no quiero volver a verla tal y como está ahora y no quiero volver a hacer la cola del hotelito, que estuve a punto de morirme de pena ajena y ansiedad en ella, para encontrarme, al final, con que no había agua, se oían ruidos raros desde las habitaciones aledañas (¿mirahuecos?) y las sábanas y las toallas tenían manchas oscuras de origen incierto, en fin, tu sabes cómo era aquello.
Dicho de otra forma, más académica; administramos «nostálgicamente» ese pasado, aplicando estrictas medidas de contención, desde el presente, que es, quien lo duda, lo único que realmente tenemos.
Una vez puestos en claro esos aspectos personales del complicado fenómeno recordatorio, hablemos un poco —con nostalgia, por supuesto— de un puñado de cantantes que hicieron historia en una época cubana ya ida para siempre y sin remedio. Hablemos, para dar inicio a esta serie, de los cantantes y músicos chilenos que nos dulcificaron, alguna vez, y a unos cuantos que vamos quedando rezagados, el oído.
El escritor Guillermo Cabrera Infante, como era habitual en él, un nostálgico irónico y con muy mala leche, nos dejó una frase lapidaria y epatante: «El poeta de Chile no es Neruda, sino Lucho Gatica».
De ser así, comencemos entonces esta breve crónica por el señor Luis Enrique Gatica Silva (Rancagua, 1928), conocido en todas las Américas y buena parte de Europa como Lucho Gatica, «La Voz Eterna del Bolero» (La segunda parte del nombre no fue obra de sus padres sino de su compañía disquera).
Fue el locutor, productor, avispado empresario y visionario televisivo hispanocubano Gaspar Pumarejo el que trajo a Cuba, por primera vez, a un juvenil y muy amable y sonriente Lucho Gatica en el año 1954. Después Gatica volvería en siete ocasiones más, arrasaría en la radio, la televisión, los cabarés más renombrados, las fiestas de copete e incluso llegaría a cantar en el Estadio del Cerro, algo muy poco común entonces y que obligó al atildado y siempre correcto bolerista a tirarse, hasta cierto punto, para el chapeado, como dicen los cubanos que hablan claro. Venir a cantar boleros, y triunfar haciéndolo, en tierra caliente de boleristas es como ir a bailar a casa del trompo, pero a Gatica le salió muy bien el envite, que digo, increíblemente bien.
Lucho Gatica comenzó a cantar más o menos profesionalmente en su natal Chile en 1946, a los 18 años de edad, y allí, en 1951, conoció personalmente a la bolerista cubana Olga Guillot —se ha dicho, sin pruebas fehacientes, que hubo un primer encuentro en 1949—, que influyó mucho en su naciente repertorio y un poco en su estilo, pero realmente en Cuba nadie lo conocía. Fue ese primer viaje a la Isla el que lo proyectó meteóricamente a la fama y no solo entre los cubanos. Cuba lo puso en el mapa internacional y México, otra tierra de grandes boleristas, le dio el espaldarazo definitivo. Y allí, en el DF, procreó una familia con la puertorriqueña Mapita Cortés, y se quedó a vivir.
Tanto la voz como el estilo de Gatica se han estudiado y discutido, por verdaderos entendidos y otros no tanto, hasta la saciedad. En general se reconoce que su estilo era bastante afectado y un tanto sensiblero y se acepta que no tenía una gran voz. ¿Qué lo llevó a alcanzar entonces el tremendo éxito artístico y comercial que tuvo en su momento?
Según los estudiosos Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado fueron tres los factores fundamentales que proyectaron al chileno al estrellato:
Modernizó el repertorio bolerístico, ya un poco monótono en aquel momento, para lo que se valió de una pléyade de compositores jóvenes, sobre todo cubanos (César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez, por citar algunos) y mexicanos (Vicente Garrido, Álvaro Carrillo, Roberto Cantoral y Armando Manzanero), muy permeados de nuevos ritmos y formas de hacer relacionadas con el jazz y la cancionística norteamericana.
Desarrolló la ya para entonces vieja técnica del “crooner” americano (Rudy Vallée, Bing Crosby, Frank Sinatra) en la que el cantante, de poco volumen de voz, utiliza el micrófono alto y pegado a la boca para irse por encima de la orquesta (canto declamado), lo que da un toque muy atrayente de intimidad y cercanía al público, sobre todo en las grabaciones.
Se dirigió concienzuda e inteligentemente a un público más joven, sobre todo el femenino, que supo ganarse sin alardes de machismo.
Un detalle interesante es que Gatica rompe en sus boleros el esquema tradicional de cargar las culpas (del abandono, del rompimiento, del atroz cuerno) en la mujer. Sus temas, los de sus compositores escogidos, son el amor y el desamor, pero compartido: «Tú te vas y yo, aunque se me parta el corazón, lo acepto, que remedio». «Y no te vas porque eres una mala mujer sino porque la vida lo quiso así y esas cosas pasan, fatal que soy».
Otro detalle a tener en cuenta es la gran aceptación que tuvo el chileno en la comunidad gay, por entonces muy encubierta, muy en el closet. Escúchense con detenimiento: «Tú me acostumbraste» del cubano Frank Domínguez y «Alma Mía» de la mexicana María Grever, ambas con letras muy ambiguas, poco claras en cuánto al género y se comprenderá mejor la observación.
El punzante y deslenguado escritor chileno Pedro Lemebel, un gay ostentoso que destruyó el closet, su closet, a mandarriazos cuando eso era impensable, describió este fenómeno, refiriéndose al éxito de Gatica en Buenos Aires, así:
Alguna vez le gritaron «canta como hombre», y Lucho tuvo que tomarse un Aliviol para pasar el mal rato. Y aunque trataba de enronquecer la felpa de su garganta, el “quizás sería mejor que no volvieras” igual le salía amariconado, aunque intentaba ensuciar el raso opaco de su laringe, el “quizás sería mejor que me olvidaras” provocaba molestias entre los machos tangómanos, que, por esos años, imponían el acento marcial de los ritmos porteños. Y era que el Lucho, o Pitico, como le decían, era demasiado romántico y su corazón se había inclinado por el bolero, que contrastaba con el tan tan de la virilidad argentina.
Con el tiempo, el cineasta español Pedro Almodóvar le sacaría jugo a esto en sus películas, sobre todo en Entre Tinieblas, donde un apasionado amor lésbico entre una madre superiora y su amada se concreta, más con señas que con actos carnales, con la sugerente voz de Lucho cantando, de fondo, «cariño como el nuestro es un castigo».
Lucho Gatica, y ese acto de valor hoy nos parece completamente natural, pero estamos hablando de los años cincuenta del siglo XX, no tuvo reparos en cantar y grabar composiciones de muchas mujeres creadoras: La Grever, Consuelo Velázquez, Sylvia Rexach, Carmen Lombardo, Myrta Silva, Tania Castellanos y otras.
Fue Gatica un triunfador nato, también en muchos sentidos un precursor. Después, alrededor de 1961, por problemas con su garganta, y por desencuentros con el Gobierno de Castro, su voz se fue apagando, tanto en la Isla (por culpa de Castro) como fuera de ella (por culpa de la garganta y el tiempo). Pero su amable y dulce recuerdo, y sus discos de la época de oro (los posteriores no valen la pena) siguen ahí.
O sea, que la disquera, al fin y al cabo, acertó con lo de eterno.
«Hoy que faltas tú», «Envidia», «Adiós» (mi favorita, los invito a buscarla en YouTube), «Al morir la tarde», «La enorme distancia», «Peregrina», «Qué te has creído», «Remate», «Seguiré mi viaje», «Ojos tristes», «Ven a mí», entre otras. Fueron grandes éxitos, en la radio y la televisión cubanas de fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, de las hermanas chilenas Sonia y Miriam (von Schrebler).
Carismáticas, finas, cultas, dotadas de una simpatía natural que les ganaba inmediatamente el favor de grandes sectores del público, pero con un toque de clase, de sutileza burguesa (provenían de la rancia y europeizada colonia alemana chilena), nunca llegaron a conquistar plenamente ese mundo bullicioso y rumbero que había más allá de «Jueves de Partagás, El Casino de la Alegría, El Parisien, Sans Souci, Montmatre y Tropicana». Ni tampoco ellas parecían tener demasiado interés en conquistarlo.
En el 59 hasta Fidel Castro las invitaba a comer comida china en la madrugada y las aburría con su incansable monólogo. En el 60 y 61 algunos funcionarios las encontraban demasiado refinadas, poco proletarias y no querían pagarles debidamente sus actuaciones. Para el 62 ya resultaban demasiado burguesas y naricitas paradas, aunque ellas, chicas de cuna, se hicieran las desentendidas y siguieran adelante con su estricto repertorio. En el 63, que remedio, las borraron de un plumazo del mapa musical cubano y se despidieron, con un adiós educado, para siempre. Después, a fines del 1964, se separaron, por razones personales y se nos perdieron del radar.
Lamentablemente, pocos, muy pocos las recuerdan ya.
Si la llamamos Ana Nora Escobar (Santiago de Chile, 1938) nadie la reconoce, pero si decimos Monna Bell ya es otra cosa.
Aunque cantaba con el conjunto de Roberto Inglez en el Hotel Waldorf Astoria de Nueva York desde el año 1956, el éxito internacional de Monna Bell vino con el primer premio del Primer Festival de la Canción de Benidorm, España, 1959. Su extraordinaria interpretación de «El Telegrama», de los Hermanos Gregorio y Alfredo García Segura, se convirtió en un fenómeno radial y discográfico de gran magnitud en toda Iberoamérica e incluso en los Estados Unidos hispanoparlantes.
En el cabaré Pasapoga, el más importante de Madrid y uno de los más conocidos de la jet set mundial en esa época, donde la contrataron con exclusividad, la bautizaron como Lady Crooner. Inmediatamente después del «Telegrama» vinieron en sucesión «Silencio Corazón», «La Montaña» (otro exitazo que sería regrabado una y mil veces, incluso por el cubano Vicentico Valdés, que hace toda una creación), «Aún te sigo amando», «My Prayer» (Mi oración) grabada primero en solitario y luego, en 1959, con el conjunto norteamericano The Platters, «Tómbola», «Ola, ola», «Comunicando», «Envidia», «Siempre en Domingo» (Los chicos del Pireo), «En el Azul del Cielo» (Volare), «Nuestros Años Felices», «Noche de Ronda», «Acompáñame», «El Día de los Enamorados», «Don Quijote» «Dime Platerito» (con letra del Premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez) y un montón más.
¿Y Cuba?
El éxito de Monna Bell en Cuba fue rotundo, aplastante, pero fue solo radial. Recuerdo, en mi época de instituto, que casi nadie sabía de donde era realmente Monna Bell (¿argentina, española, francesa, italiana?) y muy pocos habían visto una foto con su rostro o un disco de la diva.
Juan Gabriel, el cantante y gran compositor mexicano recientemente fallecido, contaba en sus entrevistas que vio cantar personalmente a Monna Bell cuando él tenía quince años de edad y trabajaba como mesero en un restaurante de lujo al que invitaron a actuar a la chilena. Fue el detonante, lo dice él, para dedicarse en cuerpo y alma a la música. Quizás el divo exagera un poco pero, que nadie dude que en aquella mujer pequeñita habitaba una artista de la canción de cuerpo entero.
Hizo cine en México, pero el resultado fue mediocre. Lo de ella era el canto. Directores orquestales de la talla de Ray Conniff, Augusto Algueró, Bebo Valdés y Gregorio García Segura la invitaron a cantar con ellos. Había algo en Monna Bell que hacía difícil encasillarla. Era latina, chilena, pero costaba trabajo encasillarla en una nacionalidad. Y eso le abría las puertas del éxito en lugares donde otros lo habían intentado y no habían podido lograrlo.
Pero todo pasa. Con el tiempo, malas decisiones disqueras, matrimonios fallidos y el implacable paso de los años Monna Bell fue pasando de moda. Murió en el año 2008. Para muchos, entre los que me encuentro, la voz un poco ronca y nada común de la cantante ha sido una de las mejores voces femeninas del pop del siglo XX.
El chileno Oswaldo Gómez (1921) probablemente no sea ni indio ni araucano, pero con ese nombre, El Indio Araucano, ha tenido una de las carreras artísticas más largas y más errantes de la historia.
Ha cantado en todas partes y en lugares que cuesta trabajo encontrar en el mapa, pero fue en Cuba, que en aquel tiempo era así, donde conoció el verdadero éxito. Con su vincha (banda de tela para la cabeza), su poncho y su tambora con dos palos llegó a la isla en 1955 (ya no tan joven) y se quedó por 15 años.
«La Batelera», «Recuerdos de Ipacaraí», «Soy Marinero», «El Pájaro Choguí», «Ódiame», «Regalo de Amor», «Rencor», «Cuando muere la Noche», «Un viejo amor», «Lamento Mapuche» son algunas del alrededor de 800 canciones que grabó, en su larguísima carrera, el Indio Araucano.
Después se cansó de pasar trabajos y disgustos en Cuba y siguió rodando, cantando, grabando y creando familias en diversos lugares del mundo. Un tenor spinto, como dicen los que saben, que pudo haber llegado lejos incluso en la ópera, pero lo de él era el folclore y su romanticismo supuestamente indígena. ¡Ah, y todos coinciden en que es una buena persona y un hombre a todas! Tengo entendido que hoy, con casi cien años de edad, vive plenamente lúcido y activo en New Jersey.
Quizás fueron Violeta Parra y el magnífico grupo folclórico Quilapayún los últimos artistas chilenos, ya muy matizados políticamente, que quedan trabados en esas nostalgias adolescentes y juveniles. Para finales de los 60 y principios de los setenta las cosas se invirtieron. Fueron entonces los músicos y cantantes cubanos los que comenzaron a conquistar Chile.
Pero esa es otra historia.