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“Ahora, se ha demostrado que no hay país que esté realmente vacunado contra la demagogia, el populismo”. Para el nobel peruano, escribir siempre ha sido un arma contra la desesperanza y el despotismo. Su obra más reciente parece su intento de repeler las olas de nacionalismo y populismo que inundan el mundo hoy en día.
Mario Vargas Llosa, el sobreviviente del boom latinoamericano
POR MARCELA VALDÉS
“¿Nos sentamos afuera?”, me preguntó Mario Vargas Llosa, haciendo un gesto hacia las ventanas de piso a techo de la biblioteca en esa brillante tarde de septiembre. Vargas Llosa, el único peruano que ha ganado el premio Nobel, vive ahora en una mansión de ocho habitaciones en la periferia de Madrid, en un vecindario conocido como Puerta de Hierro. Cuando llegué, un mayordomo con saco blanco me condujo a través del recibidor de dos pisos, sobre brillantes baldosas blancas y negras, hacia una biblioteca con filas de estantes de madera oscura. Había un cenicero de cristal junto a bandejas de plata con chocolates y cigarrillos. Esta imponente casona parecía la residencia adecuada para el último gigante vivo de una época de oro de la literatura latinoamericana, un hombre que bien puede ser el novelista más importante de nuestros tiempos en términos políticos… pero la casa no es propiedad de Vargas Llosa. Sobre la chimenea de la biblioteca cuelga un retrato de su dueña, Isabel Preysler, enfundada en un vestido rojo.
Preysler, quien nació en las Filipinas pero ha vivido en España desde que tenía 16 años, construyó esa casa con su tercer esposo, el exministro de Economía y Hacienda de España Miguel Boyer, quien murió en 2014. A menudo los paparazzi merodean por sus puertas; Preysler, de 67 años, ha sido objeto de la fascinación de los tabloides en español desde que se casó con su primer marido, la estrella del pop Julio Iglesias, en 1971. (Su segundo esposo era un marqués español). Fue un pequeño escándalo que Vargas Llosa tuviese ahora un escritorio con ordenadas pilas de libros y un busto de Honoré de Balzac en un pequeño rincón de su biblioteca, en medio de los viejos libros de ciencias y matemáticas de Boyer. Antes vivía en un apartamento de un piso en el corazón del Madrid histórico, a solo unos pasos del Teatro Real, donde las calles son tan estrechas como trincheras. Sin embargo, en 2015 dejó a su esposa, con quien había estado casado durante cincuenta años, por Preysler. Cuando lo seguí hacia la terraza, por un momento me pregunté si parte del atractivo de Preysler había sido su capacidad de envolverlo en tal lujo.
¿El divorcio es la única solución cuando tu pareja te engaña?
Nos sentamos debajo de un toldo blanco, en un par de sillones del mismo color frente a una piscina aguamarina. Mi café llegó en una delicada taza de porcelana rosa. Mientras hablamos, el sol fue ocultándose detrás de un estrecho bosque de árboles densamente plantados que tapaban la calle. Las altas paredes de piedra y la larga entrada de grava para autos daban al jardín la apariencia de un parque. Conversamos durante más de dos horas sobre el modernista de Misisipi William Faulkner y la superagente española Carmen Balcells, así como sobre las series de televisión The Wire y Vikingos. Durante la mayor parte de nuestra conversación, Vargas Llosa estuvo impresionantemente contenido. Apenas tocó su vaso de agua y prácticamente no movió las manos, aunque dijo todo con una sonrisa y terminó muchas oraciones con una risa. Era como la casa misma: una fortaleza camuflada con la calidez de la gracia social. “Puede dar la impresión de ser una persona muy formal y ha cultivado eso hasta cierto punto”, dijo Marie Arana, una escritora peruana-estadounidense y exeditora de la sección de libros de The Washington Post. “La gente enormemente atractiva lo compensa tratando de ser formal, de verse seria”.
A finales de marzo Vargas Llosa cumplirá 82 años. Alguna vez lució como un John Travolta de ojos oscuros: labios carnosos, una barbilla fuerte, cabello negro y abundante. Ahora su pelo es blanco, pero sus modales serenos y su prodigiosa autodisciplina permanecen. Ha escrito casi todas las mañanas de su vida; ha publicado 59 libros en 55 años, entre ellos algunas de las más grandes novelas del último medio siglo: La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor, La fiesta del Chivo. “Si no escribiera”, dijo a The Paris Review en 1990, “me volaría los sesos, sin ninguna duda”. La última semana de febrero salieron a la venta tres libros de Vargas Llosa: la traducción al inglés de una novela (Cinco esquinas) y de una colección de ensayos políticos (Sables y utopías), así como un nuevo libro en España, La llamada de la tribu. Se trata de la historia condensada de tres siglos de pensamiento clásico liberal, de Adam Smith a Jean-François Revel, que tiene la doble función de ser también una especie de autobiografía intelectual.
Para Vargas Llosa, escribir siempre ha sido un arma contra la desesperanza y el despotismo. La llamada de la tribu parece su intento de repeler las olas de nacionalismo y populismo que inundan el mundo hoy en día. Es un defensor de la libertad individual y la democracia en Latinoamérica. Sus ataques en contra de los autoritarios le han granjeado enemigos entre socialistas y conservadores por igual. Lo que más respeta de una persona, según me dijo, es la integridad: “Coherencia en lo que crees, lo que dices y lo que haces”. Y aunque su insistencia en decir y hacer exactamente lo que él cree ha dejado un rastro de quemaduras en su vida personal, también ha sido lo que ha forjado su carrera.
Hasta sus 10 años, Vargas Llosa disfrutó de una infancia mimada en una casa llena de miembros de la familia sociable y de clase media de su madre, que puede rastrear su ascendencia a los primeros colonizadores españoles. Sus abuelos, tías y tíos toleraban con indulgencia sus travesuras: espiar a las mujeres desde los árboles, traer a todos sus compañeros de aula a casa para tomar té. Jugaba a ser Tarzán con sus primos y memorizaba poesía con su abuelo. Le decían que su padre vivía en el cielo. Besaba una foto de él todas las noches antes de dormir. La verdad era que Ernesto Vargas estaba vivito y coleando, pero había abandonado a la madre de Mario, Dora Llosa, varios meses antes de que este naciera. Luego, en 1946, Ernesto y Dora se reconciliaron y se llevaron a Mario a Lima.
“Cuando yo fui a vivir con mi padre, que me sentía solo, que me sentía completamente aislado, separado de la gente que sentía que era mi familia, la lectura me salvó”, me dijo. Se sumergió en las novelas de Alejandro Dumas, Victor Hugo, Charles Dickens y Honoré de Balzac, a través de las cuales soñaba con una vida llena de aventuras. “Era una forma maravillosa de no vivir la vida horrible que tenía”.
“Cuando [mi padre] me pegaba”, escribe en El pez en el agua, sus memorias publicadas en 1993, “yo perdía totalmente los papeles y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero ni eso lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al Ejército de soldado raso apenas tuviera la edad reglamentaria, para que me pusieran en vereda. Cuando aquello terminaba y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes, sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberle tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera, lo que me mantenía desvelado, llorando en silencio”.
La narrativa y la poesía eran el refugio de Mario contra el despotismo doméstico de Ernesto. También eran su resistencia. “Mi padre vio la literatura como algo peligrosísimo”, dijo Vargas Llosa en el jardín, barriendo sus viejos traumas con una risa. “Pensaba que la literatura era un pasaporte para el fracaso en la vida, que la literatura era para morirse de hambre”. Las novelas, también creía Ernesto, eran obra de homosexuales y bohemios borrachos. Empeñado en hacer de Mario un hombre de verdad, Ernesto lo inscribió en el Colegio Militar Leoncio Prado cuando tenía 14 años. “Yo fui a Leoncio Prado porque mi padre pensó que los militares eran la mejor cura contra la literatura y contra esas actividades que él entendía muy marginales”. Vargas Llosa se ríe ante la paradoja: “Y, al contrario, ¡me dio el tema de mi primera novela!”.
Incluso ahora, La ciudad y los perros (1963) tiene el poder de impactar con sus escenas de acoso y disipación de los cadetes, entre las que destacan la violación en grupo de una gallina, recibir sexo oral a cambio de licor, oficiales que patean a los estudiantes y el asesinato de un chico apodado Esclavo, quien se marca a sí mismo como objeto de humillación especial cuando comete el error de suplicar por clemencia con las manos entrelazadas. Enfurecidos por tal exposición, los administradores del Colegio Militar Leoncio Prado hicieron una pira con mil copias del libro y les prendieron fuego en una ceremonia oficial. Sin embargo, un juez del prestigioso Premio Biblioteca Breve de España la llamó “la mejor novela en lengua española de los últimos treinta años”. La ciudad y los perros fue una de las primeras sensaciones de una época transformadora de la literatura latinoamericana conocida como el boom latinoamericano (sus otros autores principales —Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Donoso, Juan Rulfo, Miguel Ángel Asturias y Guillermo Cabrera Infante— ya murieron).
La obra maestra de Vargas Llosa es Conversación en La Catedral (1966). Es Faulkner entrecruzado con Balzac, técnicas modernistas usadas para retratar un extenso panorama histórico. La estructura de la novela se desarrolla en espiral a partir de un solo punto: un encuentro inesperado en la Lima de la década de los sesenta entre Santiago Zavala, un reportero de 30 años separado de su familia pudiente, y Ambrosio, el exchofer de la familia. Los dos se encuentran en una perrera, donde Ambrosio mata perros a cambio de dinero. Juntos, los hombres se emborrachan en un bar de mala reputación llamado La Catedral y de su conversación surge una visión despiadada de Perú bajo la dictadura militar de ocho años del general Manuel Odría en la década de los cincuenta. Vargas Llosa implica a todos en la catástrofe moral, desde los pendencieros estudiantes disidentes hasta los medios cobardes, pasando por las mujeres de dinero que se ahogan en el chisme y el alcohol.
Es indignante que en Estados Unidos Conversación en La Catedral nunca haya atraído la atención que merece. La traducción al inglés de la novela tiene parte de la culpa. Gregory Rabassa —cuya increíble traducción de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, ayudó a la novela a convertirse en un éxito de ventas en Estados Unidos— da tumbos contra el estilo más complejo de Vargas Llosa, que cambia constantemente entre lo sinuoso y lo coloquial. Conversación en La Catedral nunca será una lectura fácil en ninguna lengua —es un libro para fanáticos de Faulkner, Proust y Bolaño—, pero los errores de Rabassa acartonan su pátina negra y oscurecen sus emocionantes rápidos tonales.
Dos días después de nuestra reunión en el jardín de Preysler, vi a Vargas Llosa en una conferencia de prensa celebrada dentro de la Casa de América en Madrid, un pequeño salón de decoración barroca, con querubines desnudos y chapa de oro. Un busto de Simón Bolívar miraba desde su posición a un lado de las cámaras de televisión. Cuando Vargas Llosa entró al salón, los fotógrafos corrieron hacia él piando “Mario, por favor”, con la esperanza de que se dejara sacar una buena foto. Sin embargo, esa mañana la expresión de Vargas Llosa se acercaba a una de indigestión patricia: la boca hacia abajo, la mirada indiferente. Mientras miraba a los reporteros arremolinados ante él, casi podía verse por arriba de su cabeza un globo que mostraba su pensamiento: “¿Renuncié a una mañana de escritura para esto?”.
El sacrificio fue provocado por el lanzamiento de otro libro en español. Este, Conversación en Princeton, proporciona una mirada a un seminario que Vargas Llosa impartió en 2015 junto con Rubén Gallo, profesor de Lengua y Literatura en la Universidad de Princeton. Durante algunos meses, Vargas Llosa, Gallo y sus alumnos analizaron cinco de los libros más famosos del peruano, incluyendo Conversación en La Catedral. El proyecto, según explicó Gallo, estuvo motivado por su deseo de hacer un cuestionamiento cuidadoso y puntual al “Goethe de nuestra época” en un espacio utópico, “sin ninguna presión ni política ni de otra índole que no sea el propio placer de leer”.
Sin embargo, esa semana en Madrid no era posible escapar a la política. Los dirigentes de Cataluña, la región semiautónoma cuya capital es Barcelona, amenazaban con celebrar un referéndum sobre si los catalanes deberían separarse de España. El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, ya había declarado que ese referéndum era ilegal y el Tribunal Constitucional de España también lo había calificado de inconstitucional. No obstante, el presidente regional de Cataluña, Carles Puigdemont, parecía decidido a llevarlo a cabo.
“¿Como ve usted ahora lo que esta ocurriendo en Cataluña?”, le preguntó el primer reportero durante la sesión de preguntas y respuestas del evento. “Creo que tendríamos que concentrarnos en el libro”, contestó Vargas Llosa de manera amable. Luego transitó a una respuesta de cuatro minutos en la que recordó que los nacionalistas catalanes eran considerados “unos viejecitos reaccionarios ” durante la década de los setenta; opinó que el referéndum era “un anacronismo que no tiene nada que ver con la realidad de nuestro tiempo” y sugirió que el nacionalismo catalán era una especie de “enfermedad”. “Mi esperanza es que el gobierno tenga la energía suficiente para impedir que un golpe de Estado —que es lo que está realmente en gestación— tenga lugar y reciba la sanción que corresponde”, dijo. A las pocas horas, estas declaraciones ya eran titulares en España, Venezuela y Perú.
Es casi imposible imaginar que la misma reacción se diera en Estados Unidos si, por ejemplo, Toni Morrison o Philip Roth pronunciaran una opinión política. Sin embargo, Vargas Llosa se erige como una figura política por derecho propio: fue candidato en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Perú en 1990 y aún se le admira y se le odia como uno de los defensores más influyentes de América Latina del gobierno limitado, la libre empresa, la democracia y el Estado de derecho. Durante los últimos veinticinco años ha escrito una columna de opinión llamada “Piedra de toque” para el periódico El País, que leen ávidamente los políticos de España y Perú. Cuando Casa de América celebró un evento por el cumpleaños número ochenta de Vargas Llosa en 2016, los asistentes incluyeron al ahora presidente electo de Chile (Sebastián Piñera), un expresidente de Uruguay (Luis Alberto Lacalle), dos expresidentes de Colombia (Álvaro Uribe y Andrés Pastrana) y expresidentes del gobierno español (José María Aznar y Felipe González). El evento comenzó con un discurso de Rajoy.
“Las palabras son actos”, dijo Vargas Llosa cuando estábamos en la terraza de Preysler. Enfatizó cada una de esas palabras como si estuviera señalando una oración que flotaba en el aire. Esta frase de Jean Paul Sartre, me dijo, cristalizó su comprensión del papel político del novelista en la década de los cincuenta. En ese entonces era marxista. Las escenas de la resistencia comunista en Conversación en La Catedral se inspiraron en sus propias actividades en la Universidad de San Marcos en 1953.
“Imagínese, en los años cincuenta, cuando yo era muy joven y empecé a escribir”, dijo. “Un joven peruano, chileno, colombiano, vivía en un país donde la literatura significaba muy poco. Era una actividad de una pequeña élite, ¿verdad? Entonces si uno tenía cierta conciencia social del problema de países donde había desigualdades enormes, pues muchas veces ese joven con una vocación literaria se preguntaba: ¿tiene sentido escribir si yo soy peruano, si yo soy chileno, si yo soy colombiano? Bueno, en ese sentido Sartre fue importantísimo, porque Sartre tenía unas ideas sobre la literatura que congeniaban perfectamente con un muchacho de un país subdesarrollado. Él tenía la idea de que la literatura tenía una función social, política, histórica, y que desde luego a partir de la literatura se podrían cambiar las cosas. Se podría actuar sobre la realidad”.
En 1959, Vargas Llosa apoyó con entusiasmo la revolución socialista de Fidel Castro en Cuba. En cierto momento incluso alojó a la madre del Che Guevara en su apartamento. Sin embargo, a medida que evolucionó el régimen de Castro, Vargas Llosa comenzó a inquietarse. Durante un viaje a La Habana, se enteró de que los cubanos homosexuales eran encarcelados junto con los contrarrevolucionarios y los delincuentes comunes en campos de trabajos forzados. “Algunos de ellos tenían esa idea completamente idealista de que la revolución no solo iba a traer el socialismo, sino que iba cambiar las costumbres, que iba a haber una liberación de los homosexuales”, dijo. Me contó que le envió una carta privada a Castro, en la que expresaba su confusión y asombro.
No obstante, para 1971 esa protesta privada parecía insuficiente. Cuando el poeta Heberto Padilla fue sometido a una farsa de juicio estalinista, Vargas Llosa reunió a varios de sus amigos en su casa de Barcelona para redactar una denuncia pública contra Castro. Su famosa “Carta del caso Padilla” apareció en el periódico francés Le Monde y se reprodujo por toda América Latina; estaba firmada por Susan Sontag, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, entre otros. Las repercusiones de su publicación fueron atroces, incluyendo acusaciones de que Vargas Llosa trabajaba para la CIA, así como el comienzo de la desintegración de su amistad cercana con Gabriel García Márquez.
“Pero al mismo tiempo yo sentí una gran libertad, ¿sabe?”, me dijo Vargas Llosa, “porque hasta entonces ‘no había que darle armas al enemigo’. Entonces había que tragarse toda clase de sapos y culebras” —la invasión soviética de Checoslovaquia, los campos de trabajos forzados en Cuba— “pero después del caso Padilla, yo no volví a tragarme nunca más un sapo o una culebra”.
Cuando Vargas Llosa rompió con Castro, se precipitó una reconstrucción fundamental de sus creencias políticas. Para 1982 estaba cenando con la primera ministra de Reino Unido Margaret Thatcher y el filósofo liberal clásico Isaiah Berlin en la casa del historiador Hugh Thomas en Londres. Esta conversión política tuvo un impacto en su reputación literaria. Gerald Martin, quien escribió la biografía definitiva de García Márquez y ahora trabaja en una sobre Vargas Llosa, cree que fue el factor más importante que le impedía ganar el premio Nobel. “De manera general se creía que antes, con Lundkvist” —Artur Lundkvist, miembro influyente de la Academia Sueca— “se prefería a los escritores socialistas, marxistas, comunistas, radicales, progresistas”, me dijo Martin. Vargas Llosa recibió el Nobel de Literatura solo después de que el comité cambió, a principios de la década del año 2000.
No ayudaba que las creencias de Vargas Llosa a menudo se sometieran a una burda distorsión. Carlos Granés, el editor que reunió Sables y utopías, me dijo que una vez escuchó al escritor peruano Dante Castro Arrasco declarar que si Vargas Llosa se hubiera convertido en presidente de Perú, habría sustituido el escudo de armas nacional con una esvástica. En realidad, las ideas políticas de Vargas Llosa se acercan a lo libertario y ha denunciado a todos los dirigentes latinoamericanos autoritarios de su tiempo. Sables y utopías lo muestra no solo vituperando en contra de izquierdistas como Hugo Chávez, sino también en contra del general Augusto Pinochet y el régimen peronista de Argentina.
“Mario Vargas Llosa ha sido una figura central —central, central, central— para la democracia, los derechos humanos y las libertades esenciales”, me dijo José Miguel Vivanco, director de la división de las Américas de Human Rights Watch. “No creo estar exagerando. Es una especie de padre de la democracia peruana actual”.
En las semanas posteriores nuestro encuentro en Madrid, Vargas Llosa viajó a Chile —donde respaldó a Sebastián Piñera para su reelección e insultó a los conservadores del país por tratar de rechazar una nueva ley para legalizar el aborto—, y luego a Moscú y Barcelona, donde se dirigió a miles de españoles que se manifestaban en las calles en contra del prospecto de la independencia catalana. Luego una noche a principios de noviembre, él y Preysler aterrizaron en Nueva York. Antes de sentarse conmigo en el Four Seasons, caminó durante una hora en Central Park, como lo hizo todas las mañanas mientras estuvo en Manhattan. Los paseos diarios matutinos fueron alguna vez un básico en la rutina de Vargas Llosa, pero en Madrid ya no los hace. “El problema es que, estando con Isabel, es imposible tener vida pública”, dijo. “Solo podemos ir de casas a casas”. En cualquier lugar que aparezcan, lo harán también los paparazzi. |
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“Creo que una de las cosas que le encanta de Nueva York”, me dijo Gallo, “es que puede caminar y puede meterse a cualquier restaurante a cenar. Es divertido porque generalmente la gente que lo reconoce, cuando yo he estado con él, son los meseros latinoamericanos”. Poco después de que Vargas Llosa recibiera el Nobel en 2010, sin embargo, Gallo y él prácticamente fueron aplastados en el campus de Princeton por miles de peruanos que se arremolinaron a su alrededor después de un evento público. La mayoría de ellos vivían en el cercano Paterson, Nueva Jersey. Gallo recuerda que gritaban: “Mario, ¡un autógrafo para mi abuelita! Mario, ¡yo voté por ti!”.
Las muchedumbres no eran siempre tan amistosas cuando Vargas Llosa hizo campaña para ser presidente de Perú en las elecciones de 1990. Hubo amenazas de bomba a su casa. Su camioneta sufrió un ataque. Algunos miembros de su partido político, Movimiento Libertad, fueron asesinados. Su candidatura surgió de manera inesperada en 1987, después de que escribiera un mordaz artículo de opinión en contra del plan del presidente Alan García para nacionalizar los bancos peruanos. Poco después, Vargas Llosa dejó de escribir narrativa para crear el Movimiento Libertad. Su hijo mayor, Álvaro Vargas Llosa, entonces de 23 años, se convirtió en vocero de la campaña.
La plataforma de Vargas Llosa atrajo a nueva gente a la política peruana, incluyendo a la ejecutiva empresarial Beatriz Merino, quien más tarde fungió como primera ministra de Perú. Sin embargo, la mayoría de los peruanos estaban hartos de los partidos políticos. Durante la década de los ochenta, la incompetencia de la clase política peruana había convertido al país en una pesadilla. Los grupos terroristas mataron a cerca de 17.000 personas y controlaban grandes extensiones de las sierras. La hiperinflación alcanzó el 7.649 por ciento en 1990. Por lo menos un tercio de la población del país vivía en la pobreza. El llamado de Vargas Llosa a reducir los subsidios del gobierno aterrorizó a muchos de estos ciudadanos, lo mismo que sus conexiones con la élite pudiente y blanca que dominaba Perú como una oligarquía. No obstante, durante gran parte de la campaña, las encuestas predecían el triunfo de Vargas Llosa. Luego, en las últimas vueltas de la campaña, un desconocido ingeniero agrónomo llamado Alberto Fujimori comenzó a acercársele.
Fujimori se burlaba de Vargas Llosa y lo atacaba sin cesar, llamando la atención hacia su agnosticismo, sus conexiones internacionales, su serio intelectualismo y sus novelas eróticas. Hijo de pizcadores de algodón japoneses, se presentaba a sí mismo como alguien ajeno a la política, que defendería a los pobres y la clase trabajadora de Perú de un “shock económico” neoliberal extranjero. Fujimori mismo aparecía a veces en un tractor. Tenía un don para hacer declaraciones vagas, pero emocionalmente resonantes. Sin embargo, Fujimori ganó porque los izquierdistas y centristas de Perú se inclinaron hacia él con el propósito de hundir a Vargas Llosa. Casi inmediatamente después de asumir el cargo, Fujimori giró hacia la derecha e implementó una versión del “shock económico” que Vargas Llosa había recomendado. Este revés dependió de la colaboración de los mismos economistas, abogados y empresarios que se habían manifestado a favor del Movimiento Libertad. Para 1992 —después de que Fujimori usara tanques para disolver el Congreso de Perú puesto que se oponía a sus reformas— se hizo obvio que muchos de los antiguos simpatizantes de Vargas Llosa no defendían tan sólidamente la libertad como él.
Fujimori anticipó una nueva ola de gobernantes autoritarios en Venezuela, Ecuador y Bolivia. Los politólogos Steven Levitsky y Lucan Way han acuñado un término para este tipo de regímenes: “autoritarismo competitivo”. En el papel, se parece mucho a la democracia; en la práctica, funciona más como la autocracia. Aun así, la popularidad de Fujimori siguió siendo alta durante gran parte de la década de los noventa. Como predijo Vargas Llosa, las reformas económicas acabaron con la hiperinflación. Además, en 1992 la policía peruana capturó al líder de uno de los grupos guerrilleros más violentos en la historia de Latinoamérica, Sendero Luminoso, lo que les permitió desmantelar a la agrupación. Estos dos triunfos son la razón por la que algunos peruanos sostienen que Fujimori “salvó” a Perú, aunque su gobierno formó escuadrones de la muerte, suspendió el habeas corpus, aplastó la libertad de expresión, hizo un torpe manejo de una epidemia de cólera, esterilizó a miles de mujeres indígenas, amenazó a sus oponentes y fomentó una corrupción generalizada.
Sentado frente a un vaso de jugo de tomate en el Four Seasons, Vargas Llosa enfatizó que nunca hizo nada en contra de Fujimori, sino hasta que este comenzó a usar tanques. “Yo no solo respeté el resultado de las elecciones, sino que fui uno de los primeros en felicitar a Fujimori, en desearle suerte”, dijo Vargas Llosa. “Y durante los dos años que él gobernó dentro de la legalidad como presidente, yo no hice la más mínima oposición”. Sin embargo, cuando Fujimori disolvió el Congreso, Vargas Llosa se convirtió en su enemigo. Pidió a la comunidad internacional que suspendiera toda ayuda a Fujimori y señaló (correctamente) que los ejércitos latinoamericanos a menudo están a favor de los golpes de Estado. En respuesta, el jefe de las fuerzas armadas de Fujimori, Nicolás de Bari Hermoza Ríos, sugirió que Vargas Llosa estaba dañando voluntariamente a los peruanos. Álvaro Vargas Llosa me dijo que se enteraron de un plan para despojar a toda la familia Vargas Llosa de su ciudadanía peruana. Mario solicitó la española y, en 1993, se le concedió. En Perú muchos percibieron este evento como la traición petulante de un perdedor ardido.
La última obra maestra de Vargas Llosa (hasta ahora) fue escrita en medio de esta batalla con Fujimori. La fiesta del Chivo relata los últimos días del oprobioso dictador dominicano Rafael Trujillo, un hombre que modernizó y violentó a la República Dominicana durante tres décadas hasta su asesinato, ocurrido en 1961. Vargas Llosa estudió por primera vez a Trujillo en 1974, cuando visitó República Dominicana durante unas cuantas semanas para trabajar en un documental francés sobre ese país. Sin embargo, fue solo después de 1992 cuando sintió la compulsión por escribir una novela sobre el dictador narcisista y su amor por los espectáculos macabros.
Si no has leído nada de Vargas Llosa, esta novela es un buen lugar para comenzar. Magnífica y horripilante, La fiesta del Chivo es también la más accesible de sus grandes narraciones políticas. Aquí su gusto por la narración múltiple y barroca está simplificado a solo un puñado de perspectivas. Trujillo, según escribe Vargas Llosa, es un “astuto aprovechador de la vanidad, la codicia y la estupidez de los hombres”. Casi todos los personajes colaboran con él siempre y cuando crean que los puede ayudar a obtener dinero o poder. Incluso el hombre que organiza el asesinato de Trujillo primero es guardián de la vida del dictador. Sin embargo, Trujillo asesina a su hermano y destruye su reputación. Lo mató por partes, según reflexiona luego el hombre, “quitándole la decencia, el honor, el respeto por sí mismo, la alegría de vivir, las esperanzas, los deseos, dejándolo convertido en un pellejo y unos huesos atormentados por esa mala conciencia que lo destruía a poquitos desde hacía tantos años”.
El régimen de Fujimori cayó el mismo año en que se publicó La fiesta del Chivo. El 14 de septiembre de 2000, los medios transmitieron imágenes del jefe de la inteligencia secreta de Fujimori, Vladimiro Montesinos, pagando 15.000 dólares a un congresista para que se cambiara al partido de Fujimori. Dos meses después de que se diera a conocer ese video, Fujimori hizo un viaje no programado a Japón y envió por fax su renuncia desde la habitación de un hotel de Tokio. Para entonces, se localizaron más de 50 millones de dólares en cuentas de banco extranjeras a nombre de Montesinos. Cinco años después, Fujimori fue arrestado en Chile y, finalmente, extraditado a Perú. En 2009 fue sentenciado a veinticinco años de cárcel por, entre otras atrocidades, su papel en la creación de un escuadrón de la muerte que asesinó a un niño de 8 años.
Álvaro se mudó de regreso a Lima durante el último año del régimen de Fujimori para unirse a la resistencia democrática. Después de la caída del mandatario, la influencia de Vargas Llosa aumentó en Perú. En 2011, padre e hijo usaron su nuevo capital político para estropear las esperanzas presidenciales de la hija de Fujimori, Keiko. Para derrotarla, los oponentes de Keiko se agruparon tras Ollanta Humala, un hombre al que Hugo Chávez respaldó en las elecciones peruanas de 2006. Después de entrevistar a Humala en la oficina de Vargas Llosa, Álvaro ayudó a arreglar un encuentro público en el que Humala hizo un juramento democrático. Vargas Llosa envió su respaldo grabado en un video que se reprodujo en el evento. “Si Vargas Llosa no hubiera apoyado a Ollanta Humala contra Keiko Fujimori, Humala no habría ganado”, me dijo el politólogo peruano Alberto Vergara. “Lo moderaron a Humala para que pudiera ganar la segunda vuelta”.
“Nos odió medio país, obviamente”, dijo Álvaro. “Y hasta hoy en día no nos perdonan eso. Pero al final yo creo que lo que no nos perdonan es que teníamos razón”. Humala no se convirtió en un gobernante autoritario. Cuando su periodo presidencial terminó, dejó el cargo. Ahora está en la cárcel, esperando un juicio por corrupción.
Una semana después de nuestro encuentro en el Four Seasons, el Getty Trust ofreció medallas de listón azul a Vargas Llosa y al artista alemán Anselm Kiefer en la Biblioteca Morgan, en Manhattan. La noche comenzó con un coctel en un salón que parecía un sumidero gigante con libros raros. Vargas Llosa y Preysler permanecían de pie uno junto al otro en una esquina del salón. Ninguno de ellos sostenía una copa (a Vargas Llosa no le gusta tomar licor). Preysler, famosa por su guardarropa a la moda, apareció deliberadamente sencilla con un vestido modesto color azul marino que combinaba con la corbata del mismo color de Vargas Llosa. Álvaro y su esposa, Susana Abad, también estaban ahí, conversando con Carlos Pareja, el embajador de Perú. Tres de las nietas de Vargas Llosa estaban paradas en grupo, una de ellas en un mono blanco brillante que la hacía lucir como la reencarnación de Bianca Jagger en los tiempos del Studio 54.
A medida que se extendía la hora del coctel, Vargas Llosa se iba poniendo inquieto. “Es una maravilla estar sentando o caminando,” dijo, “pero estar de pie es horrible”. Es un hombre al que le gusta estar haciendo algo, no esperando, y tuve la sensación de que para él y para Preysler toda su encantadora charla previa a los premios era un tipo de trabajo que hay que hacer. Por fin tocaron las campanas para anunciar la cena. Vargas Llosa llevó a Preysler del brazo hacia allá.
En nuestras conversaciones, Vargas Llosa se negó a hablar de sus enredos amorosos. Cuando le pregunté qué había fracturado su matrimonio con Patricia Llosa, con quien tuvo tres hijos, dejó de sonreír y bromear. “Mire”, dijo, “ese tema tiene que ver con el amor. El amor es la experiencia probablemente más enriquecedora que tiene un ser humano. Nada transforma tanto la vida de una persona como el amor. Al mismo tiempo, el amor es una experiencia privada. Si se hace pública, se abarata, se empobrece, se llena de lugares comunes. Por eso es tan difícil escribir sobre el amor en la literatura. Hay que buscar las maneras más astutas para que no pierda su autenticidad y se vuelva lugar común. Entonces yo que creo que una persona no debe hablar del el amor precisamente si el amor es tan importante en su vida”.
Usted es un romántico, le dije.
“Yo creo que todos los somos. Creo que el romanticismo ha marcado muchísimo nuestras vidas; que es muy difícil no ser romántico de alguna manera, aunque muchos no nos demos cuenta. La experiencia del amor es o uno la vive o uno la rechaza, se vacuna contra ella. Diríamos que yo no la he rechazado. Cuando ha ocurrido, la he vivido”.
La primera vez que la vivió fue en 1955, cuando se fugó con la hermana de su tía, Julia Urquidi Illanes. En ese entonces, Vargas Llosa era un universitario de 19 años y Urquidi era una divorciada de 29. Ernesto Vargas estaba tan enojado con su matrimonio que amenazó con matar a Mario, pero la pareja se rehusó a divorciarse. El día en que Ernesto aceptó el matrimonio, según escribe Vargas Llosa en sus memorias, marcó la “definitiva emancipación” de su padre. Sin embargo, nueve años después se divorciaron y, un año después, en 1965, se casó con su prima hermana Patricia Llosa Urquidi, la sobrina de Julia. En sus memorias, Lo que Varguitas no dijo, Julia sugiere que los primos comenzaron su romance cuando Patricia los visitó en París en 1960; entonces Mario tenía 24 años y Patricia, 15.
A los 45 años de casados, Vargas Llosa declaró en su discurso de aceptación del premio Nobel que Patricia “lo hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que hasta cuando cree que me riñe me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que sirves es para escribir'”. Sin embargo, el año en que ella cumplió 70, él la dejó por Preysler.
“Lo que hay que entender en él es que es una persona que se entrega con absoluta pasión a lo que cree, incluso cuando se equivoca”, me dijo Álvaro. De todos los hijos de Vargas Llosa, Álvaro ha sido el que mejor ha aceptado la nueva relación de su padre, quizá porque sus vínculos van más allá de lo familiar. La hija de Vargas Llosa, Morgana, fotógrafa y cineasta de documentales que vive en Perú, me dijo que le impactó que Vargas Llosa apareciera con Preysler en la revista semanal sobre celebridades ¡Hola! a los pocos días de que la familia entera se hubiera reunido para celebrar el aniversario de bodas número cincuenta de Patricia y Mario. Ahora toma la situación de manera más estoica. “Viendo que los matrimonios se deshacen a los dos, a los tres, a los cinco o diez años, a mí ya me parece un éxito absoluto haber compartido una vida juntos durante cincuenta años”, dijo.
Por su parte, el hijo menor de Vargas Llosa, Gonzalo, quien trabaja para la ONU en Gran Bretaña, aún está dolido por la forma en que Mario manejó el divorcio. “Teníamos una relación muy especial y muy cercana, y yo lo quiero muchísimo”, me dijo. Sin embargo, lo decepcionó profundamente el que Mario dijera a la revista ¡Hola! que su primer año con Preysler había sido el más feliz de su vida. “Si el año en que dejas a tu esposa de cincuenta años y no le hablas a tu hijo es el año más feliz de tu vida, bueno, eso no dice mucho sobre lo que haya podido sentir de verdad”, me dijo Gonzalo. “Y, bueno, está bien que lo piense, pero ¿por qué decirlo públicamente? Esto es lo que me parece falto de tacto y también muy hiriente”.
El divorcio y sus dolorosas consecuencias pueden darse en cualquier familia. Sin embargo, lo que irrita a muchas personas, incluyendo a Gonzalo, es que Preysler es la encarnación de la cultura del entretenimiento y las celebridades que durante tanto tiempo Vargas Llosa dijo aborrecer. Una mujer de belleza y elegancia felina, que ha aprovechado sagazmente la atención de los tabloides para hacerse de una especie de carrera proto-Kardashian: ha sido presentadora de programas de televisión, ha anunciado objetos lujosos como las joyas Rabat y los revestimientos cerámicos Porcelanosa. Su vida social ahora está documentada de manera extensa por ¡Hola!, en la que alguna vez trabajó Preysler, así como por otras publicaciones de chismes menos elegantes. Una búsqueda rápida en internet arroja imágenes de la pareja navegando en la Costa Azul, viendo corridas de toros en Sevilla y asistiendo a fiestas en Dumfries House con el príncipe Carlos.
“Son cientos de publicaciones, de programas de radio y de televisión que alimentan una curiosidad morbosa que consiste básicamente de revelar la intimidad de las personas”, me dijo Vargas Llosa en Madrid. “Muchas personas están encantadas. Al contrario, es una verdadera profesión demostrar su intimidad. Es una especie de estriptís, ¿no?, de una vida, sobre todo, sexual, erótica. Y es un mundo que a mí me produce literalmente horror”.
Sin embargo, esta “profesión” es la de Preysler y mientras estén juntos será, de alguna manera, también la de Vargas Llosa. En diciembre, la edición en línea en español de la revista Harper’s Bazaar publicó un video de la pareja abrazándose y hablando sobre su vida juntos —precisamente el tipo de cosas que, en palabras de Vargas Llosa, “le produce, literalmente, horror”—. Esta enorme y repentina brecha entre lo que Vargas Llosa dice y lo que hace me recuerda una conversación que tuvimos acerca de su personaje travieso Fonchito, un niño con cara de ángel y gusto por la obra de Egon Schiele. En El héroe discreto (2013), Fonchito desarrolla un interés por la religión y le pregunta a su padre, don Rigoberto: “¿Me podrías decir qué es eso de Sodoma y Gomorra, papá?”.
A veces me pregunto si Fonchito es su alter ego, le dije a Vargas Llosa. “¿Quién sabe?”, dijo, con una risa. “Es un personaje que a mí me inquieta un poco porque no acabo de entenderlo muy bien”. Un momento después añadió: “Yo no me doy cuenta si es tan inocente de verdad o disimula o es una manera de comportarse que es astuta, ¿no?”.
Fonchito apareció por primera vez en las novelas de comedia erótica de Vargas Llosa El elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1977). La mayoría de los críticos ignoran estas novelas libertinas cuando analizan la obra de Vargas Llosa. Sus propios fanáticos tienden a considerarlas con disgusto o hilaridad. Sin embargo, el nerviosismo en torno al sexo ha impedido que tanto los lectores como los críticos aprecien que el erotismo está presente en toda la narrativa de Vargas Llosa. Incluso las novelas más conocidas por sus disecciones políticas están llenas de una especie de realismo sexual transgresor: escenas en burdeles, relaciones homosexuales secretas, violaciones. “La gente no tiende a considerarlo un escritor erótico, pero su proyecto literario es tan interesante en parte por la forma en que conecta la sexualidad con la política”, me dijo Gallo. “Creo que está la idea, y él ha contado esto, de que una dictadura afecta todos los niveles de la vida de los ciudadanos, incluyendo la esfera sexual”.
En ninguna otra parte esta conexión ha sido tan explícita, o gráfica, como en la última novela de Vargas Llosa, Cinco esquinas. La historia comienza con las mejores amigas Marisa y Chabela en la cama. En pocas páginas encontramos las palabras “transpirar”, “clítoris”, “escarbando” y “felicidad”; su noche platónica se ha transformado en una relación lésbica. En opinión de Vargas Llosa, esta escena, y los otros giros XXX de la trama, captan de manera realista las aventuras que ocurrieron durante la parte más oscura del gobierno de Fujimori. El toque de queda autoritario en Lima convirtió muchas cenas y fiestas en pijamadas espontáneas, me dijo, con algunas consecuencias inevitablemente sexuales.
“En esos periodos de una tensión, de una exacerbación terrible, brota muchas veces el erotismo como una compensación, ¿no?”, dijo. “Es una manera de distraerse, perderse. Es como la idea del fin del mundo. Va a terminar el mundo: se pueden cometer todos los pecados”.
La última vez que vi a Vargas Llosa fue en una noche helada en el Cato Institute en Washington. Se veía exhausto. Él y Álvaro habían pasado todo el día planeando la siguiente ronda de encuentros, debates y conferencias para la Fundación Internacional para la Libertad, la organización que usan para apoyar su agenda política por toda América Latina. Después de unas catorce horas de trabajo, se presentó en el Hayek Auditorium —un espacio de alta tecnología de paredes blancas y sillas de terciopelo rojo— ante una audiencia multinacional de reporteros, diplomáticos, miembros del personal del Cato y amigos, que esperaban que explicara el ascenso global del populismo.
“El comunismo se ha destruido a sí mismo por su total incapacidad para satisfacer las expectativas puestas en este sistema respecto de brindar prosperidad, justicia, felicidad y cultura a la sociedad”, dijo en inglés. “Sin embargo, el populismo es mucho más difícil de combatir porque no es una ideología, no es un sistema con principios, con ideas que podamos refutar racionalmente”.
Hace tan solo tres años, parecía como si los valores políticos de Vargas Llosa hubieran conquistado el mundo. Casi en cualquier parte de Latinoamérica, los regímenes totalitarios a los que se oponía habían caído, mientras que el libre mercado, la democracia y la liberación sexual se veían favorecidos. Sin embargo, en 2016, la marea pareció cambiar. En nuestras conversaciones recordó sentirse asombrado durante una visita a Inglaterra poco después del voto por el brexit. Para Vargas Llosa, Londres había sido desde hacía tiempo un modelo de cómo el pluralismo políglota, la democracia y el libre mercado debían funcionar en conjunto. Pero ahí estaba Boris Johnson, en la televisión del hotel, declarando penosamente que los pagos del Reino Unido a la Unión Europea subsidiaban las corridas de toros en España.
“Mentir de esa manera tan descarada, tan cínica”, me dijo Vargas Llosa. “Bueno, yo me quedé maravillado”. Nunca se imaginó que tales tácticas retrógradas pudieran funcionar en el Reino Unido. “Ahora”, dijo, “se ha demostrado que no hay país que esté realmente vacunado contra la demagogia, el populismo”. En Europa es fácil nombrar a figuras políticas importantes, como Angela Merkel de Alemania, que aceptan los principios de la economía liberal al tiempo que defienden la sociedad liberal. Eso es inusual en América Latina. “La atracción por un caudillo es una característica que comparten muchos países latinoamericanos”, me dijo el periodista peruano Diego Salazar. “Y no solo los latinoamericanos. De hecho, si lo miramos de ese modo, el presidente Trump es el primer presidente latinoamericano de Estados Unidos”.
En 2016, Keiko Fujimori perdió la presidencia por solo un 0,2 por ciento de los votos, y su partido, Fuerza Popular, ganó una mayoría en el Congreso que ha utilizado, de una manera verdaderamente autoritaria y competitiva, para atacar a sus oponentes más fuertes. A finales de diciembre, Fuerza Popular casi depuso al presidente Pedro Pablo Kuczynski en un golpe de Estado legislativo. Kuczynski se salvó solo por la intervención de Kenji Fujimori, quien convenció a nueve congresistas de abstenerse en esa votación clave. Poco después, Kuczynksi otorgó a Alberto Fujimori un indulto humanitario en Nochebuena. Se cree que las abstenciones fueron un toma y daca por su liberación.
“Siempre hemos tenido que escoger al menor de dos males”, dijo sobre los peruanos Gustavo Gorriti, editor del medio de investigación IDL-Reporteros. “Y hemos tenido candidatos democráticos por debajo del estándar, que escogimos solo para evitar el regreso de la dictadura de Fujimori”. Sin embargo, ahora los Fujimori básicamente detentan el poder —la supervivencia política de Kuzcynksi depende de que ellos lo favorezcan— y la coalición informal peruana de fuerzas con ideas democráticas quizás no conseguirá otra victoria en las elecciones de 2021.
El papel de Vargas Llosa en estas batallas está disminuyendo. El dolor y las fricciones por su inesperado divorcio lo han alejado de Perú y han hecho tirantes muchas de sus viejas amistades. No viaja a Lima tan a menudo ni se queda mucho tiempo cuando va. El apartamento donde Álvaro se reunió con Humala ahora pertenece solo a Patricia Llosa, que desmanteló la oficina de Mario y la está convirtiendo en una sala de cine. Sus opiniones políticas siempre importarán en Lima, pero ahora que ha optado por unirse al jet set de Preysler, tendrán menos peso. Gonzalo Vargas Llosa predijo este cambio al comienzo de la aventura amorosa de su padre. “Para mí era un dios, no solo porque lo quería como padre”, me dijo, “sino porque pensaba que era el intelectual más brillante, importante e inspirador que alguna vez hubiera conocido o sobre el que hubiera leído. Y cuando veo a un ganador del premio Nobel dando entrevistas para la revista ¡Hola!, me entristece que se haya permitido convertirse en parte de un mundo que es absolutamente pobre en términos intelectuales”.
Quizás nada transforme tanto la vida como el amor, pero Vargas Llosa siempre ha sido difícil de comprender. Es un modernista y un humorista, un político y un esteta, un intelectual y un libertino. Escribir no fue solo un refugio y una rebelión contra Ernesto, me dijo en el jardín de Preysler; fue “una manera de revelarme diferente a lo que él quería que yo fuera”. Toda su vida ha sido una serie de revelaciones inesperadas como estas. Quizá todos somos muchos en uno, pero Vargas Llosa ha llevado sus contradicciones a la acción, tanto en su vida como en sus páginas.
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