¿Estamos con Putin o con Trump?
Bachar al Assad, formado en Londres en los más exquisitos y caros modos occidentales, iba para oftalmólogo. Cuando tenía 28 años, su hermano Basel, señalado como heredero de la dictadura de Hafez al Assad, murió en un accidente. Su padre, el sátrapa sirio, reclamó al joven médico que retornase a Damasco de inmediato y entrase en política. Siempre se ha contado que el joven Bachar, de exquisitos modales, apariencia pusilánime y casado con la hermosa londinense de origen sirio Asma, aceptó la orden con muy poco agrado. Pero el joven oculista se fue endureciendo en el cargo. Tras las amenazas que desató la mal llamada Primavera Árabe y la crecida del Estado Islámico, Assad tomó la decisión que está marcando su destino: resistir a cualquier precio en el poder. Y esa resistencia incluye masacrar a su propio pueblo si es menester, incluso con los más crueles ataques con armas químicas. El pusilánime y académico Obama nunca se atrevió a cortarle las alas a tiempo a Assad, sabedor también de que la alternativa no era mucho mejor (radicales islámicos divididos en varias familias y a veces abiertamente terroristas). El dictador sirio se buscó entonces dos padrinos de hombros anchos, la Rusia de Putin e Irán, y acabó ganando la guerra tras infringir un sufrimiento horrible a los sirios, los nuevos parias del planeta y protagonistas de un éxodo inagotable. Para Putin, Siria fue solo un tablero oportunista en el que jugar al ajedrez contra Obama, al que claramente tomó el pelo con soltura.
Ahora ha llegado el imprevisible Donald Trump. Hace un año lanzó 70 misiles sobre Siria en represalia por un ataque con armas químicas. Esta madrugada, ayudado por Gran Bretaña y Francia, han sido más de un centenar de cohetes sobre arsenales químicos de Homs y Damasco. Era la respuesta al escándalo de la semana pasada, cuando Assad gaseó a medio millar de vecinos de Duma, zona rebelde al Este de Damasco. Las imágenes de aquel espanto eran injustificables: niños inanes, abatidos por el gas nervioso, 70 muertos, quinientas personas vagando desestabilizadas por unas armas proscritas en todas las convenciones de guerra. Assad es un carnicero y Putin e Irán son quienes lo sostienen en el poder. Trump, moderado por el inteligente y cultivadísimo general Jame Mattis (al que apodan «Perro Rabioso» pero tiene muy poco de eso) dio anoche una respuesta posibilista ante los desmanes del tirano sirio: bombardear tres fábricas de gas bélico de Assad, como un aviso de que el uso de armas químicas no va a quedar impune, pero cuidándose al tiempo de evitar una escalada con Rusia que podría abrir una caja de Pandora de honduras apocalípticas.
¿Han hecho bien Francia, el Reino Unido y Estados Unidos al bombardear las instalaciones donde Assad fabrica armas químicas? Theresa May ha recordado en su alocución de esta mañana de sábado que ese gas que hoy martiriza a los sirios podría acabar también en nuestras felices calles de Occidente. Y es cierto. Vivimos, como siempre, en un mundo peligroso, y como decía aquella película de Clint Eastwood, «hay corderos, hay lobos y debe haber pastores que protejan a los corderos». Assad, Putin y la teocracia iraní no son nuestros aliados. Son lobos. Representan una visión del mundo contraria a nuestros valores, los que nos permiten hablar con libertad, gozar de seguridad jurídica, criticar a nuestros gobernantes y reírnos de ellos cuando se lo merecen. En resumen: el Estado de Derecho que ha venido construyendo con tanto éxito Occidente desde el siglo XVIII, que ahora se contrapone a unos regímenes donde impera la arbitrariedad del poder, la mutilación de las libertades personales, el culto ridículo al líder, la ineficacia económica, la inseguridad en los derechos de propiedad y comerciales y la más cruda represión y eliminación física del adversario.
¿Con quién debemos estar? ¿Con Putin o con Trump? Políticos de férreo dogma izquierdista como Pablo Iglesias, el jefe laborista inglés Jeremy Corbyn o la líder separatista escocesa Nicola Sturgeon, mudos ante las escabechinas de Assad contra su gente, ya se han apresurado a condenar el ataque de Occidente contra tres fábricas de muerte. Produce repugnancia ver cómo el dogmatismo sigue llevando a personas que disfrutan de nuestro modo de vida a alinearse con quienes aspiran a liquidarlo. Quintacolumnistas de lo peor del planeta instalados plácidamente en un mundo que proclaman que no les gusta, el nuestro. Pero por lo pronto no se van a vivir ni a Moscú ni a Teherán, aunque algunos, como Iglesias, cobren de los ayatolás desde una televisión donde juegan –dentro de su pequeñez y sus limitaciones- a escupir cada día a las libertades de Occidente, todavía el mejor mundo posible.