Este año se conmemora el 150 aniversario del inicio de las guerras de independencia de Cuba, una guerra que comenzó en 1868, y terminó en 1898 con la intervención norteamericana. En esa guerra los cubanos tuvieron que enfrentarse al ejército más poderoso que cruzó el Atlántico antes de la Segunda Guerra Mundial, como recordaría Manuel Moreno Fraginals y se enfrentaron solos, con pocas armas y sin ninguna ayuda de ejércitos amigos que cruzaran el océano. En la bibliografía de estas guerras que han ido acumulando ambas partes por más de un siglo, faltan sin embargo ensayos que aborden los conflictos sociales o culturales que trajeron consigo estos enfrentamientos. Abundan, sí, trabajos historiográficos que rememoran los combates, citan estadísticas o analizan eventos traumáticos como la reconcentración de Valeriano Weyler (1838-1930), pero faltan ensayos que analicen cómo esas políticas fueron implementadas o apoyadas con razones por una y otra parte o cómo se reflejaban en la literatura de la época.
Entre estas justificaciones, la más importante fue la del racismo, que aparece en ambos lados, pero que se destaca más en los textos pro-integristas, que apoyaban las políticas coloniales o las medidas de fuerza de Valeriano Weyler. Como sabemos, la política de Weyler estuvo motivada en la superficie por el deseo de quitarle a los cubanos el apoyo material que recibían de los guajiros en los campos, pero en la práctica estaba sustentada sobre la creencia de que los cubanos eran gente inferior, mezclada con africanos y que su beligerancia justificaba cualquier medida violenta contra ellos.
Para cerciorarnos de este racismo justificativo basta leer los periódicos y las novelas que se publicaron durante el enfrentamiento o ver las caricaturas que aparecían en la prensa pro-española ya sea en Cuba o en la metrópoli. En estos textos los cubanos eran representados como sujetos abyectos, marcados por cruzamientos étnicos o como diría José Martí, por el “veneno de la sangre”. Uno de estos ideólogos fue Francisco Vidal y Caretas (1860-1923), un catedrático de paleontología de la Universidad Central de Madrid (hoy Universidad Complutense), quien fue también profesor de la Universidad de La Habana. En medio de la violencia de Valeriano Weyler, Vidal y Caretas publicó su Estudio de las razas humanas que han ido poblando sucesivamente la isla de Cuba (1897), donde condenaba la mezcla racial en la Isla y decía, que si los españoles hubieran hecho lo mismo que los ingleses y los norteamericanos aislando “las razas inferiores como si se tratara de focos de viruela, a estas horas estaríamos mucho mejor de lo que estamos, porque no hubiéramos producido lo que podríamos llamar el mestizaje. El mestizaje en sus resultados es malo, no para las razas inferiores, sino para las razas superiores”.
Tales argumentos, apunto, no eran extraños en su tiempo porque la última guerra de independencia coincide con el ascenso del prestigio de la antropología, la ciencia criminalística, la teoría darwiniana, y las leyes de la herencia, todo lo cual conspiraba según estos escritores contra los cubanos. En tal sentido nadie mejor que Eduardo López Bago, para atacar a los independentistas basándose en estas mismas ideas que fundamentaban la inferioridad de los criollos. En El Separatista (1895), novela publicada en La Habana, adonde había ido el escritor, López Bago echa mano a la teoría de Cesare Lombroso (1835-1909), y las supuestas afectaciones que producía el medio ambiente en los isleños para explicar sus ansias de independencia. En las palabras del narrador, los independentistas eran:
Criminales políticos, matoides y locos, afectados de una verdadera locura moral, hubiéralos juzgado Lombroso; revolucionarios por pasión, que obraban obedeciendo a los altruismos histero-epilépticos, a los mandatos de la raza, del clima, de la presión barométrica, a los factores individuales y a los sociales políticos y económicos, que con aquellos se combinaban. ¡Una enfermedad! - Una enfermedad, que producían el sol y el aire, las flores con su embriagador perfume, y las mujeres con su incitante hermosura.
No por gusto, López Bago apoyó la política de reconcentración de Weyler que convirtió la población civil en un objetivo militar, como hicieron después los fascistas en la Alemania nazi. Una política racista, guiada por una agenda supremacista blanca que deshumanizaba a los otros y los convertía en sujetos sin derechos. Es decir, en categorías de personas sobre las cuales se podía aplicar una lógica de la crueldad que ellos mismos no hubieran usado contra sus semejantes. Una lógica que justificaba sus acciones por el simple hecho de ser los cubanos diferentes, lo cual les permitía matarlos o dejarlos morir de hambre sin remordimiento.
En el fondo, es la misma lógica que guio la campaña de exterminio de Julio Roca (1843-1914) contra los indígenas de la Patagonia en la década de 1880 en Argentina, o que fundamentó la esclavitud de los africanos durante tres siglos en el Nuevo Mundo, porque sus vidas, como diría Judith Butler, no eran “dignas de duelo”. Ellos no eran del todo humanos. Eran “bárbaros,” “premodernos,” “caníbales”. No entraban dentro de ciertos marcos epistemológicos que reconocía la racionalidad occidental, religiosa, imperial, blanca, y por eso sus victimarios no podían sentir el mismo horror o indignación ante sus muertes (Marcos de la guerra, 69). Esta es la razón también por la cual el negro es otro de los motivos fundamentales de esta literatura, cuya figura se utiliza como un arma arrojadiza sobre los que aspiraban a la independencia. Al extremo que otro de los ideólogos del integrismo en Cuba, Juan Bautista Casas y González, el gobernador esclesiástico de la Diócesis de La Habana, sostenía en La guerra separatista de Cuba, sus causas, medios de terminarla y de evitar otras (1896), que “La raza negra sufre las consecuencias de un castigo y de una maldición que el Pentauteco nos refiere al hablar de Noe y de sus hijos; su inferioridad viene perpetuándose a través de los siglos”.
En todos los casos, tanto los criollos blancos como los negros eran “inferiores” o “enfermos” que no merecían un país, ni serían capaces de mantenerlo. A 150 años de haber comenzado la guerra de independencia en Cuba creo importante recordar como decía Martí que las guerras no se hacen solamente con balas, sino que van montadas sobre papeles, sobre justificaciones que en muchos casos son muy difíciles de detectar porque estamos inmersos en una gramática sígnico normativa que nos impide reconocerlas. Tal vez ahora que comenzamos a revaluar la historia, y a salirnos de estos marcos restrictivos, la historia del racismo colonial nos ayude a tomar mejores decisiones y evaluar mejor las personalidades que participaron en estos conflictos.
JORGE CAMACHO:
Para más detalles sobre los discursos que esgrimieron ambas partes en las guerras de independencia de Cuba véase mi libro Amos, siervos y revolucionarios: la literatura de las guerras de Cuba (1868-1898), una perspectiva transatlántica (2018).