LÍDERES HEGEMÓNICOS
Chávez, Uribe y Lula aprendieron no solo a imponer sus reglas entre chistes y amenazas, sino a dominar a través de terceros. Instauraron sus hegemonías a partir de una obscena concentración de poder, lograron fanatizar a sus seguidores a partir del odio a un enemigo —tangible o abstracto— y construyeron una dirección suprema, elevada casi a un plano metafísico.
La fascinación latinoamericana por los líderes hegemónicos LEO FELIPE CAMPOS BOGOTÁ — Desde que Chávez, Uribe y Lula fueron presidentes de Venezuela, Colombia y Brasil, respectivamente, estos países han recorrido caminos disímiles, pero la sombra descomunal de sus figuras, bien sea a través de la memoria o de una presencia incesante, ha determinado el devenir político de sus repúblicas.
Ser un hombre controvertido al extremo, venerado hasta las lágrimas por sus seguidores, odiado con ferocidad por sus adversarios: esa es la estrategia. Y, por lo visto, rinde frutos. Si no, que le pregunten a Donald Trump.
El candidato del centro en las recientes elecciones presidenciales de Colombia, Sergio Fajardo, quedó tercero y a menos de dos puntos de pasar a segunda vuelta. La mayor crítica que le hacen es que parece “tibio”. En el perverso juego electoral las mayorías desprecian la moderación y la cortesía. Nada de posturas ambivalentes, atrae más la polarización. El discurso habrá de ser altisonante o no será.
Aprendieron no solo a imponer sus reglas entre chistes y amenazas, sino a dominar a través de terceros. Instauraron sus hegemonías a partir de una obscena concentración de poder, lograron fanatizar a sus seguidores a partir del odio a un enemigo —tangible o abstracto— y construyeron una dirección suprema, elevada casi a un plano metafísico.
Luiz Inácio Lula da Silva, figura del Partido de los Trabajadores (PT), símbolo del movimiento sindicalista y la izquierda en Brasil, fue presidente desde 2003 hasta 2011. Culminó su segundo mandato con índices de popularidad cercanos al 80 por ciento y le levantó la mano a quien fuera una ministra eficiente, la exguerrillera Dilma Rousseff. Ella ganó las siguientes elecciones, pero desde 2013 se desataron protestas en decenas de ciudades, entre muchas razones porque Dilma nunca fue Lula. Le faltaba su carisma, su simpatía, esa capacidad de despertar un cariño casi gratuito.
Si bien las protestas no impidieron que Dilma fuera reelecta, en agosto de 2016 el Senado la destituyó. Lo peor para el PT es que en abril el Supremo Tribunal Federal condenó a Lula a doce años de prisión por corrupción. Sin embargo, el exsindicalista aún lidera sondeos de intención de voto para los comicios presidenciales de octubre, según las encuestas más recientes de Datafolha. Está en la cárcel, pero nadie le hace sombra y los petistas lo inscribieron como su precandidato. No tienen plan B, dicen, pero hay una pregunta que se hacen sus electores: si en definitiva Lula no puede optar al cargo, ¿ a quién apoyará?
Del lado opuesto, la opción con más peso es el diputado y exmilitar de ultraderecha Jair Bolsonaro, miembro del Partido Social Liberal. Este hombre enfrenta una acusación formal por racismo e incitación al odio. Sus declaraciones son una oda a la polémica, el desprecio y la falta de ética.
Las hegemonías se han convertido en un problema grave para buena parte de estos países, pero las soluciones no están a la vista. ¿Por qué el centro político flaquea, ni siquiera como antídoto ideal, sino como fórmula convincente que garantice mínimamente la supervivencia de la democracia?
Hugo Chávez gobernó Venezuela casi a su antojo desde 1999 hasta 2013. Sustentado en un discurso anticapitalista de reivindicaciones sociales, supo explotar el desprestigio de los partidos tradicionales y los altos precios del petróleo para alimentar la borrachera del patriotismo con medidas asistencialistas. Se apropió de los poderes públicos y logró un apoyo incuestionable. Cambió la constitución: amplió el periodo presidencial y aprobó la reelección inmediata; luego la reelección indefinida. Ganó todas las elecciones y referendos, menos uno. En su última campaña, mortalmente enfermo y rodeado de una nutrida marea roja, gritó emocionado: “¡Viva el pueblo, carajo! ¡Y viva Chávez!”. Solo él, en tercera persona, podía encarnar la Revolución bolivariana.
Antes de morir ungió como su “heredero” a Nicolás Maduro, quien ganó la siguiente elección por un margen de apenas 1,4 por ciento, pese al evidente ventajismo que le otorgó el Consejo Nacional Electoral. Maduro tampoco fue Chávez, por eso endureció sus posturas. Ha sido hábil en el manejo de conflictos internos y logró la reelección hace semanas en unos comicios carentes de legitimidad. Hoy, adversado por gobiernos de la región, es un tirano salpicado de escándalos y violaciones de derechos humanos, que se aferra al poder a como dé lugar. El chavismo hizo aguas como movimiento hegemónico, pero aún vive, y la oposición en Venezuela no ha sabido elaborar un relato convincente capaz de desmontar todo su poder.
Álvaro Uribe, quien ideológicamente se ubica en la acera contraria, presidió Colombia con mano firme desde 2002 hasta 2010. Su dominio, popularidad e influencia en los sectores conservadores de la política colombiana son indiscutibles. Al igual que Chávez, fungió como caudillo, se apropió de un discurso beligerante y construyó una imagen de hombre duro y administrador eficiente al que no le temblaría el pulso para doblegar a sus adversarios al costo que fuera; un redentor de derecha cuya premisa fue acabar con la guerra desde la misma guerra.
De este modo aglutinó el agradecimiento de una masa que en adelante lo ha respaldado sin importar las acusaciones que lo ubican como una ficha clave del poder paramilitar, un político vinculado con el narcotráfico, responsable directo o indirecto de operaciones de espionaje y grabaciones ilegales —conocidas como chuzadas— e incluso de asesinatos a campesinos por parte del Ejército durante su mandato.
En 2004, logró que se aprobara la reelección inmediata y antes de culminar un segundo periodo quiso modificar la constitución para presentarse a una nueva reelección, pero la Corte Constitucional rechazó su referendo. Obstinado en asegurar su supremacía, impulsó la candidatura de quien fuera su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. Este convenció a los colombianos de que votar por él equivalía a votar por Uribe. Y ganó, pero Santos nunca fue Uribe. Se distanció tanto de su mentor que los uribistas se sintieron traicionados y hoy lo tildan de “castrochavista”.
El uribismo, sin embargo, puede volver a gobernar si Iván Duque, ganador de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia, derrota el domingo 17 de junio al izquierdista Gustavo Petro.
Estos dos candidatos despertaban el mayor rechazo entre el electorado, según la encuesta de la firma YanHass. Duque se arropa con el manto de Uribe. Petro se vende como alguien capaz de implantar cambios casi imposibles en una sociedad dominada por profundas desigualdades y lo comparan con Chávez.
En este siglo, en Venezuela, Colombia y Brasil solo triunfan propuestas lideradas por hombres carismáticos, fuertes y populistas que visibilizan un enemigo, sin importar que pongan en riesgo las instituciones democráticas. La paradoja en el caso colombiano es que Duque y Petro dependen de los 4,6 millones de votos que obtuvo Sergio Fajardo en la primera vuelta. Esa parece, por ahora, la única opción que le queda al centro: ser apenas la segunda fuerza de oposición y determinar con sus votos cuáles serán las nuevas hegemonías en esta tradición del poder latinoamericano.
ACERCA DEL AUTOR Leo Felipe Campos es editor y periodista de investigación. Fue fundador del portal de noticias Contrapunto.com y corresponsal del diario El Espectador.
Fuente: The New York Times, Español |