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General: Hablan los héroes de Stonewall, donde comenzo el Orgullo Gay
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De: BuscandoLibertad  (Mensaje original) Enviado: 25/06/2018 19:41
 HISTORIA DEL ORGULLO EN NUEVA YORK
Los protagonistas de las revueltas de Stonewall de 1969 recuerdan los días de lucha que dieron origen al Orgullo Gay. "Aquella noche, los más marginados dentro del grupo homosexual —afeminados, trasvestidos, marimachos — fueron quienes tuvieron el coraje de luchar para crear un cambio social definitivo".
 
Participantes en la marcha del Orgullo Gay 1975 en Nueva York
HABLAN LOS HÉROES DE 
STONEWALL;  ASÍ PLANTAMOS CARA A LA HOMOFOBIA
   Alberto Ferreras  Vanity Fair
Richard Segalman oyó los gritos desde su ventana: “Mi estudio de pintura estaba en Sheridan Square, justo frente al Stonewall Inn, pero yo jamás había entrado. Me daba terror que me vieran ahí”. ¿Y a quién no? El Stonewall era el tipo de bar que podía arruinarte la vida. Segalman ha vivido tanto tiempo en Nueva York que no hay vecindario donde no haya tenido un piso o un estudio de pintura. Ha cumplido 82 años pero se mantiene atlético gracias a largas caminatas en las que se pierde por la ciudad tomando fotos. Sus ojos azules y su pelo plateado contrastan con el uniforme negro típico de los artistas neoyorquinos. Solo sus vaqueros permanentemente manchados de pintura delatan su oficio.
 
Ese verano de 1969 tenía 30 años y comenzaba una carrera de éxito en la pintura que lo llevaría a la galería Marlborough de Nueva York, al Metropolitan Museum y al Hirschorn Gallery en Washington DC. Su técnica impresionista y su manejo de la luz eran comparadas con las del maestro Joaquín Sorolla y el icónico Edward Hopper. Alguien con el potencial de Segalman no podía permitirse que lo vieran en un bar como el Stonewall Inn. Si te arrestaban en un lugar así podías terminar en la cárcel, o sometido a un tratamiento de electrochoque o a una lobotomía para sacarte los demonios homosexuales del cuerpo. A menudo los periódicos publicaban los nombres de los arrestados y hasta su dirección, para que la comunidad los hostigara. “Cazar maricones” era el deporte nacional en Estados Unidos.
 
Eran tiempos en los que la vida homosexual era furtiva, en edificios abandonados, cines oscuros y baños malolientes. Nada de hotelitos románticos para los encuentros gays. Debían esconderse en los camiones que llevaban las reses a las carnicerías del Meat Packing District. Segalman prefería tener sus aventuras en Central Park, tras los arbustos. “El misterio y el peligro siempre eran parte de los encuentros y yo me terminé acostumbrando a eso, hasta el punto que ahora lo echo en falta”, cuenta con una sonrisa resignada.
 
A los 17 años lo pilló la policía en Central Park, y aunque no lo encarcelaron por ser menor de edad, meses después, en el servicio militar, le informaron de que le habían abierto un expediente que le perseguiría para siempre. El mundo era cruel con los gays, pero los gays también eran crueles entre sí. Muchos que podían pasar por heterosexuales huían de los amanerados como de la peste. No era una frivolidad sino un mecanismo de supervivencia: quien era capaz de manejar una doble vida temía que la presencia de un travesti le pusiera en evidencia.
 
Esos precisamente eran los que asistían al Stonewall Inn: jóvenes afeminados, descastados, que no tenían nada que perder. “Éramos ratas callejeras”, escribió el artista norteamericano Thomas Lanigan-Schmidt, quien aparece retratado con sus amigos en Christopher St. en la noche del motín: “Puertorriqueños, negros, blancos del sur y del norte, estaba Debby la Tortillera, y una loquita asiática que se hacía llamar Jade East. Vivíamos en hoteles baratos, edificios ruinosos y hasta en las calles. Tu hogar era donde estuviera tu corazón. A la mayoría nos habían echado de casa antes de terminar el bachillerato”. Las ratas de la calle no tenían nada, solo juventud.
 
El Stonewall Inn era un bar sórdido, manejado por la Mafia, donde servían licor adulterado: “Solo tenías que encontrar una botella de cerveza vacía para que el camarero creyera que ya habías pedido un trago”, recuerda Lanigan-Schmidt. “Los travestis controlaban la rockola, que tenía música de la Motown, y en la parte de atrás había una habitación con luces tenues donde a veces te dejaban bailar abrazados”, cuenta el reconocido escultor Martin Boyce, otro veterano del Stonewall que participó en la revuelta.
 
No era fácil dar con un lugar así en Manhattan en 1969. Amparados por una ambigua ley contra la “conducta escandalosa”, los bares se negaban a permitir que los homosexuales se congregaran y se les sirviera alcohol. Asociaciones como la Mattachine Society habían iniciado años atrás un lento recurso legal para abolir las restricciones. La inspiración vino del movimiento de Martin Luther King que organizaba “sit ins” (sentadas) en las que los afroamericanos tomaban asiento en un local de blancos para obligar a la policía a sacarlos a la fuerza. Mattachine organizó “sip ins” (sorbidas).
 
Para ello citaban a periodistas a que presenciaran cómo al ir a un bar y anunciar “somos homosexuales y queremos que nos sirvan un Martini”, los camareros se negaban a atenderlos. Esto les permitía poner una demanda contra el local y así establecer un precedente legal contra la discriminación. Pero la estrategia de la Mattachine no había aminorado las palizas, el acoso y las emboscadas de la policía contra los homosexuales.
 
Las redadas en Christopher St. eran frecuentes. La Mafia coordinaba con la policía una cuota de arrestos que usualmente se producían los martes o miércoles, para que los fines de semana los dueños de los bares pudieran forrarse cómodamente, pero manteniendo el ambiente de miedo. Los policías allanaban el local y exigían identificación. A los jóvenes de aspecto masculino los dejaban ir, y se llevaban siempre un camión cargado de travestis que no oponían resistencia.
 
Pero la noche del viernes 27 de Junio de 1969 todo cambió. No se sabe cuál fue la gota que desbordó el vaso. Pudo ser el descontento por la guerra de Vietnam, el movimiento hippy, la represión contra los afroamericanos o incluso la muerte de Judy Garland, santa patrona de los gays. Lo cierto es que cuando esa noche la policía invadió el bar, las “ratas callejeras” no se dejaron intimidar.
 
“Salgan todos, muestren su carné de conducir y súbanse al camión”, anunció uno de los policías. Era viernes, y el bar estaba lleno. Había más gays que agentes, y aunque salieron ordenadamente, una vez en la calle, nadie subió al camión. Dicen que una lesbiana a la que trataban de arrestar fue la que lanzó el primer puñetazo. “Los fuimos acorralando”, recuerda Martin Boyce, quien apenas había cumplido 21 años. “Los policías trataban de disimular su miedo con risitas, pero la cosa se fue poniendo más y más seria hasta que les obligamos a meterse en el bar para protegerse”.
 
Los agentes quedaron atrapados dentro del Stonewall mientras afuera se armaba un motín. Les lanzaron piedras y botellas, pincharon las ruedas a las patrullas, y trataron de prenderle fuego al local. Hasta arrancaron un parquímetro de la acera y lo usaron para embestir las puertas del bar. Los policías temblaban de miedo. “Los gays nunca habían sido una amenaza para la policía. Se esperaba que fuéramos débiles, incapaces de defendernos. Pero ahí estábamos, peleando y atácandolos”, cuenta el escritor estadounidense John O’Brien, quien también participó en el asalto.
 
Richard Segalman oyó los gritos desde su estudio pero no bajó. Pensó que sería una manifestación contra la guerra: “Recuerdo que dejé la ventana abierta porque quería que la energía de la calle entrara en mi habitación y que esa fuerza quedara plasmada en lo que estaba pintando”. Segalman no se imaginaba que la historia del mundo estaba cambiando al pie de su ventana: “Hoy es difícil explicar que en esa época ser gay era despreciable. Si eras negro, parecía que la sociedad entera estaba en tu contra. Pero si eras gay, la sociedad entera y hasta tu propia familia estaba en tu contra. Nadie se quedaba en el armario por gusto, simplemente nadie podía vivir fuera de él”.
 
Mientras tanto, en la calle la batalla seguía. Llegaron refuerzos y los agentes formaron una línea de ataque que sacó a los manifestantes hasta la avenida, pero no se dieron cuenta de que los gays corrían alrededor de la manzana para sorprenderlos por detrás y seguir peleando. Los enfrentamientos duraron toda la noche. “De un lado estaban los policías alineados y del otro los travestis hacían una línea de coristas, burlándose de los policias en su cara. Yo me sentí como un gladiador. Me sentí más hombre que nunca”, dice Martin Boyce.“Esa noche—escribió Lanigan-Schmidt —las ratas callejeras brillaron como el oro más precioso”. Los más marginados dentro del grupo homosexual —afeminados, travestidos, marimachos— fueron quienes tuvieron el coraje de luchar para crear un cambio social definitivo.
 
La noche siguiente unas mil personas volvieron a Christopher St. para pelear otra vez contra la policía y ese encuentro fue más sangriento, con bombas lacrimógenas y docenas de heridos. Pero a la siguiente noche volvieron una vez más. A raíz del levantamiento se organizaron nuevos grupos que repartieron panfletos, escribieron cartas a la prensa, exigieron justicia y finalmente, en el aniversario de los disturbios, organizaron una marcha: se haría el 28 de Junio de 1970, a plena luz del de día, subiendo por la Sexta Avenida desde Christopher St. hasta Central Park. “Me enteré de la marcha y, la verdad, no pensaba ir —cuenta Segalman—. Pero varios amigos míos que ni siquiera eran gays estaban entusiasmados y me convencieron de que fuéramos. Querían apoyar el derecho de todos a ser como somos. El ambiente de la marcha fue festivo, no violento, y atrajo a una multitud que nadie se esperaba. Yo estaba aterrado de que mi madre me viera en televisión y había muchos que desfilaban con bolsas de papel sobre la cabeza porque tenían miedo de perder sus trabajos”.
 
La marcha empezó con menos de cien personas, pero por el camino se fueron uniendo más hasta llegar a unas dos mil. “Recuerdo que la cobertura del motín de Stonewall fue un poco rara. La prensa la ridiculizó, y lo que pusieron en televisión no te dejaba entender muy bien qué había pasado”, cuenta el músico Rick Pascual, quien apenas tenía 16 años en esa época.
 
Pascual crecía en un barrio de clase obrera en Queens, a un par de estaciones de metro de Manhattan. Veneraba a los Beatles y antes de terminar el bachillerato ya sabía que no iría a la universidad: su pasión era la música y aunque aprendió a tocar varios instrumentos eligió el más discreto: el bajo. “A mí me gustaban los hombres, pero el único gay que conocía era un peluquero amigo de mi madre, un hombre que unos días se pintaba el pelo de rosa, otros de azul, y al que todos llamaban mariquita. Seguramente era un tipo maravilloso, pero yo pensaba que para ser gay tenía que ser como él, y yo no quería ser como él”.
 
Las fotos de la marcha de 1970 cambiaron por completo la percepción que Pascual tenía de lo que podía significar ser gay: “Cuando vi las imágenes del desfile en el periódico, y descubrí a tanta gente de todo tipo, me di cuenta de que yo podía ser gay y seguir siendo yo mismo”. Los bajistas tienen fama de introvertidos, pero Pascual es abierto y simpático. Me cita en el Neptune Diner en Astoria, una cápsula en el tiempo de los años cincuenta, situado a la sombra de las vías del metro “N”. Rick es un hombretón maduro y masculino, que no titubea a la hora de decir quién es y qué es lo que piensa. “Recuerdo ir al Julius —otro bar gay del Greenwich Village— a principios de los sesenta y no atreverme a entrar, y dar la vuelta a la manzana diez veces, y aun así irme a casa sin haber intentado cruzar la puerta. Pensaba que una vez que entrara a un sitio así mi vida iba a cambiar y no sabía qué me iba a pasar. Pero poco a poco empezaron a aparecer personajes gays en películas y en la televisión, y ya no los mataban como antes, ahora sobrevivían hasta el final. La cultura gay fue permeando las artes y el entretenimiento”, explica Pascual.
 
Esta influencia se manifiestó particularmente en la música: David Bowie, Roxy Music, Queen y Elton John tenían éxito masivo con canciones más que ambiguas. En el escenario se permitían amaneramientos nunca vistos. Mientras tanto, artistas como Bette Middler, Barry Manilow, Patty Labelle y Sarah Vaughan se presentaban en saunas gays como The Continental en Manhattan.
 
La liberación sexual, la liberación femenina y la revolución gay confluyeron en la vida nocturna neoyorkina: la famosísima discoteca Studio 54 presumía de acoger clientes tanto gay como straight [heteros]. Para Pascual el mejor club de Manhattan era el Galaxy 23, ubicado donde ahora están los cines de la calle 23 y la Octava Avenida: “Eran cuatro pisos llenos de gente muy intensa, donde a nadie le importaba quién eras ni con quién te estabas besando. Éramos hombres, mujeres, gays y straight reunidos gracias al poder de la música”.
 
“Confieso que yo no participé en el desfile gay. No formaba parte de mi personalidad. Sentía que con ser abiertamente homosexual en el mundo de la música, que era notoriamente masculino y homófobo, ya estaba haciendo mi parte”. Un día de otoño en 1979, mientras la banda en la que tocaba Pascual, Filthy Rich, grababa un disco en RPM Studios en la calle 12, Ron Johnson, quien había sido productor de Kiss, les presentó a un cantante excepcional con el que grabarían dos álbumes: Klaus Nomi. Nomi era un contratenor alemán que de día trabajaba como repostero y de noche cantaba en los clubs underground del East Village. Su registro vocal iba de barítono hasta soprano, y su repertorio desde baladas de los años cincuenta hasta arias de ópera barroca. “Más que gay, Klaus era una rareza, parecía un extraterrestre. Sus canciones estaban llenas de ambiguedades. No hacía falta que dijera que era gay”.
 
Su primer álbum “Klaus Nomi”, publicado en 1981, fue un éxito rotundo. Pero al año siguiente, mientras hacía la gira de promoción de su segundo disco, “Simple Man”, Klaus empezó a sentirse enfermo. “Lo vi toser mucho antes del concierto que hicimos en París. Cuando estaba interpretando “The cold song”, un aria de Henry Purcell, y llegó el momento de cantar la nota más aguda de la canción, la nota nunca salió de su garganta. Todos nos miramos alarmados”. En 1983, Klaus fue uno de los primeros famosos en morir de sida. “A veces parece una conspiración. Es como si alguien hubiera decidido que los gays éramos demasiado populares. Que la gente nos estaba aceptando demasiado rápido. Esta era la manera de hacer que nos odiaran de nuevo”, reflexiona Pascual.
 
El primer caso de la enfermedad se documentó en 1981, pero Ronald Reagan no mencionó la palabra sida en público hasta octubre de 1987, cuando casi 60.000 casos y más de 27.000 muertes se habían reportado. El gobierno se negó a informar al público de cómo se transmitía la enfermedad, y a los grupos que tomaron la iniciativa de educar a la comunidad les negaron fondos federales. “Fue ahí cuando finalmente salí a manifestarme”, explica Pascual. “No tiré ladrillos ni me pelee con la policía, pero iba a las reuniones de Act Up. En ese momento todos hacíamos falta en la calle”. Una vez más los homosexuales se convertían en intocables, y una vez más, salieron a exigir que se reconocieran sus derechos. La consigna de esta generación fue “silencio = muerte”.
 
Han pasado 47 años desde el levantamiento del Stonewall, y el desfile del orgullo gay en Nueva York ha crecido y sigue creciendo. Hoy atrae aproximadamente a un millón de personas, aunque los de Sao Paulo y Madrid duplican y casi triplican ese número. El desfile en Manhattan se ha vuelto predecible y hasta comercial. Ya no te hace ruborizar como en los años setenta, y ya no tiene la urgencia epidémica que tenía en los ochenta, pero nos recuerda que la lucha sigue.
 
El antiguo Stonewall Inn ya no existe, lo cerraron poco después del motín. El local original constaba de dos casas contiguas en el 51 y el 53 de la calle Christopher, los locales fueron separados y en 1990 un nuevo Stonewall Bar abrió en el número 51. En el local adyacente pusieron uno de esos misteriosos salones de manicura que han aparecido y se han multiplicado con el ímpetu de la viruela.
 
Este nuevo Stonewall no es el bar gay más popular de Christopher Street. Es como si le faltara el enfoque: Ty’s tiene a los osos, The Hangar es para los afro-fans, The Monster tiene mucho de puente-y-túnel, y Marie’s Crisis (rivalizado por el Duplex) monopoliza el culto a los musicales de Broadway. El Stonewall es apreciado por algunos hipsters en su desesperada búsqueda de la autenticidad, pero sobre todo es la parada obligatoria de los turistas que quieren comprarse una camiseta conmemorativa.
 
Lo han reformado en plan bar antiguo: las paredes están cubiertas con paneles de madera oscura y las lámparas art déco son falsas pero tienen buenas intenciones. Su tenue luz trata de recrear la atmósfera del garito que ya solo existe en la memoria de una docena de testigos. El único recuerdo de aquella época son esos recortes amarillentos de prensa que cuentan la noticia de esa redada final que cambió la historia. “Siempre me dio vergüenza manifestarme, salir a la calle a protestar. Pero cuando me muera ¿cómo me van a recordar si nunca supieron realmente quién fui?”, concluye Richard Segalman. Segalman se perdió el levantamiento que tuvo lugar bajo su ventana en 1969, pero no se ha perdido ninguna de las 46 marchas que se han hecho en Manhattan después. 
ALBERTO FERRERAS                                                         
            Artículo publicado en Vanity Fair


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