No me gustan los carnavales. Al menos, los que conozco. Tal vez, los de Río… Los carnavales de julio de 1970 me quitaron definitivamente el gusto por ellos. El gobierno los organizó para celebrar la zafra de los 10 millones que no fueron, porque no podían ir, por mucho que quisiera el Comandante, ni aunque la semana tuviese más de siete días –¡ay, Manzanero!- y el año, más de doce meses. Pero había sido mucho el esfuerzo y aunque a la postre no resultase decisivo, antes de dedicarnos a convertir, una vez más, el revés en victoria, nos merecíamos un poco de diversión. Y los mandamases reinventaron los carnavales, o lo que ellos llamaron así.
Aquellos carnavales fueron bastante moviditos debido a la guerra de perros y gatos callejeros que por aquellos tiempos enfrentaba a los guapos y ambientosos contra “los chicos de la onda”, y a la policía contra todos.
Los bandos estaban bien delimitados. Los guapos de Párraga, Mantilla y San Miguel del Padrón, con motas y flat-top, casquillos de oro y platino en los dientes, pantalones anchos y zapatos apaches. Los pepillos de La Víbora, Santos Suárez, Alta Habana, El Vedado y Miramar, con melenas y pantalones acampanados. Unos bailaban casino con Revé, y Los Van Van. Los otros se contorsionaban con el rock, al que por aquella época le habían levantado algo la prohibición, al menos en Nocturno, Radio Cordón de La Habana y Radio Liberación –aquella emisora que por el nombre parecía ser del Vietcong- hasta que lo volviesen a proscribir, y de qué manera, en 1971, luego del discurso del Comandante en el Congreso de Educación y Cultura que nos metió de cabeza en el Decenio Gris.
Las broncas entre guaposos y pepillos estallaban por cualquier motivo o sin él. Las armas eran, además de los puños, ladrillos, botellas, chavetas o cinturones anchos de enormes y contundentes hebillas.
Para colmo, con los carnavales en su apogeo, se fugaron varios presos de la fortaleza de La Cabaña –que todavía era cárcel, y bien tétrica, con fusilamientos y todo- y la policía andaba tras los prófugos, que se decía estaban armados y eran peligrosos.
Aun no había cumplido los quince años, pero como siempre fui muy precoz para todo “lo malo” –al menos eso decía mi abuelita, que en gloria esté- y andaba en “malas compañías”, que eran casi siempre mayores que yo, fui de los muchos que en aquellos carnavales revolcó por el piso y puso a dormir la mona aquel brebaje diabólico que llamaban Pancho El Bravo.
Recuerdo que tuve que correr delante de la policía, que nos quería cortar las melenas y anchar las patas de los pantalones, la noche que tocaron Los Gnomos en la plazoleta que todavía no llamaban La Piragua, situada entre el Hotel Nacional y el desaguilado monumento del Maine.
Pero en aquella época, considerábamos todo aquello normal, inevitable. Como los 45 días de la escuela al campo, los apagones y los larguísimos discursos del Comandante…
En aquellos carnavales de 1970, al ritmo de Tata Guines y Los Van Van que se iniciaban, era frecuente que volara por el aire la cerveza que estaba en los vasos de cartón, estallaran las bengalas, y llovieran las botellas, los navajazos y los bastonazos y cascazos que repartían los policías, con aquellos cascos blancos tan monos que usaban para la ocasión…
¡Y como se meneaba el agua en la batea, y lloraba el perico! ¡Y cómo no iba a llorar, Marilú, oh Marilú, si se lo llevaban a cortar caña para Camagüey!
¿Entienden ahora por qué detesto los simulacros de fiestas del rebaño borracho, chusma y sumiso, encerrado en un corral apestoso a orines y a grajo, que llaman carnavales y que tantas veces han suspendido o cambiado de fecha porque le ha dado la gana a los mandamases?
Por estos días de fiestas carnavalescas, como sé cómo suelen ponerse los aseres y los policías, he procurado no pasar cerca del Malecón. Para evitar líos. Y así y todo, los he tenido, aunque por razones extra-carnavalescas.
La mañana del viernes 17 de agosto, estando sentado en el parque de Calzada y K, fui arrestado porque la policía me halló “sospechoso”. Como ocurrió muchas veces en los 70, cuando era un chico melenudo y con pinta de hippie. Ahora sigo melenudo, pero soy un apacible señor mayor que no inspira suspicacias. Tal vez pensaron, por la barba, que era un miembro del Daesh. Y de los más peligrosos. Lo digo porque todo fue muy aparatoso. Intervinieron seis policías y dos carros patrulleros. Me cachearon, me esposaron con las manos a la espalda y me condujeron a la unidad policial de Zapata y 2. Me retuvieron allí unos 40 minutos, al cabo de los cuales me dijeron que me podía marchar, que todo fue una confusión…
¿Ven por qué digo que hay que cuidarse en época de carnaval?
Solo tengo que reconocer algo positivo a estos carnavales: mientras duran, la gente no tiene que practicar la fea costumbre de mear en la calle. Pueden orinar en unas improvisadas casetas de cartón-tabla que rodean los huecos del alcantarillado, junto al muro del Malecón, para que descarguen directo al mar, que como dijo Nicolás Guillén, es “ancho y democrático”. Al menos, para recibir las inmundicias de esta ciudad.