El estilo paranoico de la política republicana
Muchas personas están preocupadas —con justa razón— sobre lo que significa para Estados Unidos a largo plazo el nombramiento de Brett Kavanaugh. Es un partidista manifiesto que evidentemente mintió bajo juramento sobre varios aspectos de su historia personal; eso está relacionado y es igual de importante que la interrogante de lo que le hizo a Christine Blasey Ford, que sigue sin resolverse debido a que la supuesta investigación fue una farsa muy evidente. Poner a un hombre como ese en la Corte Suprema de Estados Unidos ha destruido de un solo tajo la autoridad moral de la corte en el futuro próximo.
No obstante, estas preocupaciones a largo plazo deberían ser secundarias en este momento. La amenaza más inmediata proviene de lo que vimos del lado republicano durante y después de la audiencia: no solo desprecio por la verdad, sino también prisa por satanizar todo tipo de críticas. En específico, la prontitud con la que los republicanos de mayor rango aceptaron las insensatas teorías conspirativas sobre la oposición a Kavanaugh es una advertencia profundamente alarmante sobre lo que podría ocurrirle a Estados Unidos, no en el largo plazo, sino en unas cuantas semanas a partir de ahora.
En relación con esas teorías conspirativas: comenzaron en los primeros momentos del testimonio de Kavanaugh, cuando este atribuyó sus problemas a “un golpe político calculado y orquestado” motivado por gente que buscaba “venganza a nombre de los Clinton”. Esta fue una acusación totalmente falsa e histérica y el solo hecho de hacerla debió haber descalificado a Kavanaugh para la corte.
No obstante, Donald Trump lo empeoró de inmediato, pues atribuyó las protestas contra Kavanaugh a George Soros y declaró, falsamente (y sin pruebas), que se les estaba pagando a los manifestantes.
He aquí el meollo de este asunto: figuras importantes en el Partido Republicano se apresuraron a respaldar a Trump. Charles Grassley, presidente del Comité del Senado que escuchó a Blasey y a Kavanaugh, insistió en que los manifestantes en efecto trabajaban para Soros. El senador John Cornyn declaró: “No vamos a dejar que nos acosen los gritos de manifestantes pagados”. No, nadie les pagó a los manifestantes por protestar, mucho menos George Soros. Sin embargo, para ser un buen republicano, ahora hay que pretender que así fue.
¿Qué sucede aquí? Hasta cierto punto, esto no es nuevo. Las teorías conspirativas han sido parte de la política estadounidense desde el comienzo. Richard Hofstadter publicó su célebre ensayo The Paranoid Style in American Politics en 1964 y citó ejemplos que se remontaban al siglo XVIII. Los segregacionistas que luchaban por los derechos civiles culpaban de manera rutinaria a “agitadores externos” —en especial los judíos del norte— por las protestas de los afroamericanos.
Sin embargo, la importancia de las teorías conspirativas depende de quién las haga.
Cuando los que están al margen político culpan de sus frustraciones a fuerzas sombrías —como, suele pasar, a financieros judíos siniestros—, se les puede descartar diciendo que deliran. Cuando la gente que tiene la mayoría de las palancas del poder hace lo mismo, sus fantasías no son un delirio, son una herramienta: una forma de deslegitimar a la oposición, de crear excusas no solo para menospreciar sino para castigar a cualquiera que se atreva a criticar sus acciones.
Por ello las teorías conspirativas han sido centrales para la ideología de tantos regímenes autoritarios, desde la Italia de Mussolini hasta la Turquía de Erdogan. Por eso a los gobiernos de Hungría y Polonia, democracias que han dejado de serlo y se han convertido de facto en Estados unipartidistas, les encanta acusar a los extranjeros en general y a Soros en particular de atizar la oposición a su gobierno. Porque, claro está, no puede haber quejas legítimas sobre sus acciones y políticas.
Ahora, las figuras más importantes del Partido Republicano, que controla las tres ramas del gobierno federal —si tenían alguna duda sobre si la Corte Suprema era una institución partidista, ya debería estar despejada— suenan tal como los nacionalistas blancos en Hungría y Polonia. ¿Qué significa esto?
La respuesta, que suscribo, es que el Partido Republicano es un régimen autoritario a la espera.
Trump claramente tiene los mismos instintos que los dictadores extranjeros a los que tan abiertamente admira. Exige que los funcionarios públicos sean leales a su persona, no al pueblo estadounidense. Amenaza a los opositores políticos con venganzas —dos años después de la última elección, todavía lidera el coro que pide “Enciérrenla”—, ataca a los medios por ser los enemigos del pueblo.
A eso hay que añadir que las investigaciones sobre los diversos escándalos de Trump se ciernen sobre él con mayor fuerza, desde la defraudación fiscal hasta aprovechar el cargo para hacer negocios, así como la probable colusión con Rusia, que en conjunto le dan todos los incentivos para acabar con la libertad de prensa y la independencia de la procuración de justicia. ¿Alguien duda de que a Trump le gustaría ser plenamente autoritario si pudiera?
¿Quién lo va a detener? ¿Los senadores que repiten como pericos las teorías conspirativas sobre los manifestantes pagados por Soros? ¿La recién manipulada Corte Suprema? Si algo hemos aprendido en las semanas pasadas es que no hay ninguna brecha entre Trump y su partido; nadie pedirá que se detenga en nombre de los valores estadounidenses.
No obstante, como dije, el Partido Republicano es un régimen autoritario en espera, pero no en práctica (todavía). ¿Qué es lo que espera?
Bueno, piensen en lo que Trump y su partido podrían hacer si conservan ambas cámaras en el Congreso en las próximas elecciones. Si no les aterra dónde podríamos estar en el futuro próximo, no están poniendo atención.
PAUL KRUGMAN, OCTUBRE DE 2018