El socialismo, la miseria y su vecindad con la muerte
Gran parte de mi generación ha envejecido sin conseguir las metas trazadas
A veces tengo la impresión de que la miseria en Cuba es tan imperecedera como las Pirámides de Giza o el Faro de Alejandría. Más allá de cualquier insinuación metafórica o uso de la hipérbole para describir la agobiante realidad, se impone el tiempo que ha transcurrido desde que vine a este mundo, hace poco más de 57 años, siendo testigo de una debacle existencial con muy pocas pausas, las mismas consignas patrióticas y el proverbial estribillo de que “ahora sí vamos a construir el socialismo”.
Y es que casi seis décadas bajo el imperio de las monsergas políticas, el centralismo económico como referente principal de la inflación y el racionamiento, las unanimidades en torno a las directrices del partido y el veto permanente al ejercicio de los derechos fundamentales, representan más de dos tercios de la vida promedio de un ser humano, suficientes para percibir esa sensación de perpetuidad de un estatus a ubicar en las antípodas de la felicidad y el sosiego tan afines al manual de una revolución que hace mucho tiempo naufragó en la marea de sus propias contradicciones.
La cotidianidad vista y padecida desde el interior de cualquier barrio, donde el agua llega impura y por causalidad, los basurales semejan imponentes cordilleras y las familias soportan, a duras penas, la persistencia de los estantes semivacíos, las grietas en el techo y las insuficiencias del salario ganado a final de mes, obliga a una continua reinvención de los códigos de la supervivencia.
¿Qué puede esperarse de un pueblo en que las máximas aspiraciones estén a menudo circunscritas a la inmediatez de un trago de ron barato para olvidar las penas, la apropiación de unos cuantos ladrillos de un derrumbe con el propósito de no sufrir la misma consecuencia o meterse de lleno en tremendo jaleo para comprar yogurt, muslos de pollo congelado o croquetas de pez gato a precios incompatibles con el salario promedio de menos de un dólar diario?
El asunto es que no se trata de una eventualidad sino de un modo de vida, con apenas variaciones, desde que se oficializó el mandato de la actual dictadura, en enero de 1959.
Sesenta años bajo el auspicio de las desgracias y frente al concierto de promesas que anuncian una existencia casi paradisíaca, aún a la espera de su definitiva materialización, son a la luz del tiempo, una eternidad, un período lo suficientemente largo para advertir que lo más cercano y tangible que tenemos es la muerte.
No ha sido fácil enfrentar los desafíos y salir airoso en un escenario donde el progreso material depende de la ayuda de los familiares que viven en el extranjero y no del esfuerzo personal.
Gran parte de mi generación ha envejecido sin conseguir las metas trazadas, las que pudiera tener cualquier mortal que posea cierto nivel de instrucción y sueñe con formar una familia, tener una vivienda decorosa, recibir un salario justo y disfrutar de una jubilación tranquila.
No importa si obtuvo un título universitario o fue premiado alguna vez como vanguardia nacional por su excelente desempeño en algún centro fabril, en Cuba todo está dispuesto para el reciclaje de la mediocridad y la miseria a la sombra del igualitarismo. No sé, ni quiero saber, cual es la parada final en el camino de la involución.
En el trayecto percibo, con meridiana claridad, las ruinas multiplicarse, el discreto apresuramiento en camuflar ciertas zonas del desastre con parches capitalistas y el sonido de una banda sonora alegre y fervorosa como si estuviéramos en el umbral de la gloria.
En fin, nada que apunte a un cambio de rumbo para ver si aparecen otros paisajes más alentadores.
JORGE OLIVERA CASTILLO, LA HABANA CUBA 2018