Una lluviosa noche de Halloween de 1974, los niños de Deer Park, Texas, salieron a la calle a llamar a las puertas de los vecinos. Ronald Clark O’Bryan, óptico de profesión, acompañaba a sus hijos, Timothy, de ocho años, y Elizabeth, de cinco, en su recorrido por las casas del barrio. Junto a ellos estaban también Jim Bates, vecino de O’Bryan, y su hijo. Una de las casas a las que se aproximó el grupo tenía todas las luces apagadas, pero los niños llamaron a la puerta de todas formas, demasiado tentados por la remota posibilidad de recibir caramelos.
Pero nadie salió a recibirles, o bien no había nadie en casa o sus ocupantes se estaban escondiendo. Impacientes, los niños se fueron a probar suerte en otra casa y Jim fue tras ellos. O’Bryan se quedó solo.
Al cabo de un rato, O’Bryan se unió a los demás y les anunció que tenía buenas noticias, al tiempo que se sacaba un puñado de barras de caramelo ácido. Al parecer sí que había alguien en la casa que estaba a oscuras. O’Bryan repartió los dulces: uno a cada uno de los niños presentes, uno para el otro hijo de Jim y otro para un muchacho de diez años que O’Bryan conocía de la iglesia.
Antes de irse a la cama, Timothy O’Bryan recibió permiso para comerse una de las chucherías que había recogido esa noche y escogió uno de las barras de caramelo. El azúcar se había enganchado a las paredes del tubo y su padre tuvo que ayudarlo a despegarlo antes de poder darle el primer bocado. Timothy se quejó de que el caramelo estaba muy ácido, por lo que O’Bryan le puso un vaso de Kool-Aid para que se quitara el mal sabor. Menos de una hora después, Timothy murió.
“Casualmente, esa noche yo estaba trabajando en admisiones de la policía”, recuerda décadas después Mike Hinton, exfiscal del condado de Harris, en una conversación telefónica. “Me llamaron del departamento de policía de Pasadena y me dijeron que un niño de ocho años había muerto. Lo llevaron corriendo al hospital, pero ya había muerto”.
Para avanzar en su investigación, Hinton llamó al doctor Joseph A. Jachimczyk, jefe de forenses del vecino condado de Harris. “Le expliqué la situación y lo primero que hizo fue preguntarme a qué olía el aliento del pequeño”, dijo Hinton. Una llamada a la morgue reveló que de la boca del pequeño Timothy surgía un olor como de almendras. “Es cianuro”, concluyó Jachimczyk.
La autopsia de Timothy corroboró la sospecha del forense: un patólogo dijo que el niño había ingerido suficiente cianuro como para matar a dos personas. Análisis posteriores revelaron que los cinco primeros centímetros del caramelo habían sido impregnados con este veneno.
La policía consiguió recuperar las otras barras de caramelo antes de que ninguno de los niños tuviera tiempo de probarlos y advirtió que, quienquiera que fuera responsable de aquello, había usado grapas para volver a colocar el envoltorio de los caramelos tras haberlos envenenado. “Eso fue lo que le salvó la vida a otro niño esa noche”, recuerda Hinton. “Lo encontraron en la cama, con el caramelo en la mano, pero no había tenido la fuerza suficiente para quitar las grapas y abrirlo”.
O’Bryan había contratado pólizas de seguro para sus dos hijos por un valor de 10 000 dólares por cada uno, y que un mes antes de Halloween había ampliado la cobertura de ambas en 20 000 dólares
La policía acompañó a O’Bryan al barrio en el que había estado con los niños haciendo truco o trato para que les indicara cuál era la casa en la que le dieron las barras de caramelo. Pero O’Bryan estaba conmocionado: no fue capaz de reconocer la casa y aseguró que nunca había visto la cara del responsable, que simplemente abrió la puerta y le entregó los caramelos. Los investigadores empezaron a sospechar.
“Pasaron los días y la frustración iba en aumento”, prosigue Hinton, “así que volvieron a llevarse a O’Bryan a la zona y esta vez fueron mucho más duros con él”.
La táctica funcionó: O’Bryan pareció recuperar la memoria y señaló la casa.
El hombre que la ocupaba no estaba, por lo que la policía acudió a su lugar de trabajo —el aeropuerto William Hobby P., en Houston— y lo arrestó delante de todos sus compañeros. El misterio estaba resuelto; caso cerrado.
Pero había un detalle: el hombre tenía una coartada. “Resultó que esa noche estaba en el trabajo”, dice Hinton con su marcado acento de Texas. “Su mujer y su hija estaban en casa y habían apagado las luces porque se les habían acabado los caramelos”. La historia del hombre estaba avalada por los testimonios de sus compañeros y las hojas de firma de su empresa. “Aquello no hizo más que incrementar mis sospechas”, afirmó Hinton. “También había oído que O’Bryan estaba enfadado con su familia por no quedarse despiertos la noche del funeral de Timothy, lo cual me pareció muy raro”.
Más tarde se supo que O’Bryan había escrito una canción sobre cómo Timothy se reunía con el Señor en el cielo y, al parecer, se había puesto nervioso cuando sus familiares se negaron a quedarse despiertos hasta tarde para ver cómo la actuación se retransmitía por televisión. “Algo muy extraño estaba pasando”, apunta Hinton.
Poco tiempo después, mientras Hinton daba clases en la academia de policía de Pasadena, los detectives del caso acudieron a él. Habían descubierto que, en enero de ese año, O’Bryan había contratado pólizas de seguro para sus dos hijos por un valor de 10 000 dólares por cada uno, y que un mes antes de Halloween había ampliado la cobertura de ambas en 20 000 dólares.
Los investigadores ya sabían que O’Bryan tenía deudas que superaban los 100 000 dólares, por lo que cuando se enteraron de que, a las nueve de la mañana del día siguiente a la muerte de Timothy había llamado a la aseguradora para cobrar la indemnización, no les quedó el menor atisbo de duda sobre quién era el responsable.
Tras obtener una orden de registro, la policía encontró en la casa de los O’Bryan unas tijeras con residuos de un plástico similar al del envoltorio de los caramelos envenenados. O’Bryan fue arrestado y llevado a comisaría para ser interrogado.
La investigación avanzaba y todas las pruebas apuntaban a O’Bryan. “Resulta que O’Bryan iba a una universidad comunitaria y, en clase, había preguntado a su profesor si el cianuro era más letal que otros tipos de veneno”, añade Hinton. “¿Por qué iba alguien a preguntar algo así?”.
Otro testigo, que trabajaba para una empresa de productos químicos de Houston, dijo a la policía que un hombre había ido a comprar cianuro y se fue tras saber que la cantidad mínima que podía comprar eran 2,5 kg. “El hombre de la tienda no supo identificar a O’Bryan, pero sí recordaba que el cliente llevaba una bata beis o azul, como la de un médico”, explica Hinton. “O’Bryan era óptico y el uniforme que llevaba en el trabajo era exactamente así”.
“A O’Bryan le gustaba ser el centro de atención. Yo creo que incluso disfrutó siéndolo durante el juicio”
Todo esto ocurrió muchos años antes de que existieran las pruebas de ADN y las tarjetas con sistema contactless, por lo que la policía no pudo probar que las barras de caramelo habían estado en manos de O’Bryan ni que este hubiera comprado el cianuro. Por el momento, el óptico de 30 años seguía manteniendo la presunción de inocencia.
Hinton recuerda el caso con total claridad, pese a que han pasado décadas desde que ocurrió. “A O’Bryan le gustaba ser el centro de atención”, apunta. “Yo creo que incluso disfrutó siéndolo durante el juicio”.
O’Bryan se declaró inocente, y sus abogados atribuyeron el cianuro en los caramelos a algún malhechor, un individuo enfermo que se sirvió de la fiesta de Halloween para envenenar a niños incautos. Sin embargo, tanto amigos como familiares y compañeros de trabajo testificaron contra el hombre al que la prensa había bautizado ya como “Candy Man”, y el 3 de junio de 1975, tras 45 minutos de deliberación, el jurado popular declaró a O’Bryan culpable de asesinato y de cuatro tentativas de homicidio. Una hora más tarde, fue sentenciado a pena de muerte en la silla eléctrica.
Desde el caso de Deer Park, e incluso antes, en Halloween suelen correr rumores de que circulan caramelos de dudosa procedencia que contienen cristales rotos o cuchillas, o que realmente son pastillas de éxtasis camufladas. Sin embargo, hasta el momento nada sugiere que los padres deban preocuparse por que esto sea cierto.
En el año 2000, un hombre de Minneapolis fue acusado de haber metido agujas en las barritas de chocolate que daba a los niños para el “truco o trato”, aunque su única víctima fue un adolescente que sufrió un ligero pinchazo con una de esas agujas ocultas. Desde el caso de Timothy O’Bryan no ha vuelto a haber más casos de niños que hayan muerto por consumir chucherías envenenadas.
Los recursos presentados por la defensa de O’Bryan durante una década fueron
desestimados. El 31 de marzo de 1984, agotadas ya todas las vías de apelación, O’Bryan fue ejecutado por su crimen. Por aquel entonces, la Corte Suprema de los Estados Unidos consideraba la silla eléctrica un castigo demasiado cruel, por lo que se utilizó el método de la inyección letal para acabar con la vida de O’Bryan.
Reunidas frente a las puertas de la penitenciaría del estado de Texas, cerca de 300 personas esperaban la confirmación de la muerte del envenenador de Halloween mientras gritaban “¡Truco o trato!” y lanzaban caramelos a un grupo de manifestantes contra la pena de muerte.
Ese mismo día, a las 12:48, hora en la que se anunció la muerte de O’Bryan, Hinton se encontraba en su hogar de la infancia en Amarillo, a ocho horas en coche de la prisión de Texas. Esa noche se fue a pescar a su lago favorito y se bebió una cerveza mientras la oscuridad cubría el lago.