Página principal  |  Contacto  

Correo electrónico:

Contraseña:

Registrarse ahora!

¿Has olvidado tu contraseña?

Cuba Eterna
 
Novedades
  Únete ahora
  Panel de mensajes 
  Galería de imágenes 
 Archivos y documentos 
 Encuestas y Test 
  Lista de Participantes
 BANDERA DE CUBA 
 MALECÓN Habanero 
 *BANDERA GAY 
 EL ORIGEN DEL ORGULLO GAY 
 ALAN TURING 
 HARVEY MILK 
 JUSTIN FASHANU FUTBOLISTA GAY 
 MATTHEW SHEPARD MÁRTIR GAY 
 OSCAR WILDE 
 REINALDO ARENAS 
 ORGULLO GAY 
 GAYS EN CUBA 
 LA UMAP EN CUBA 
 CUBA CURIOSIDADES 
 DESI ARNAZ 
 ANA DE ARMAS 
 ROSITA FORNÉS 
 HISTORIA-SALSA 
 CELIA CRUZ 
 GLORIA ESTEFAN 
 WILLY CHIRINO 
 LEONORA REGA 
 MORAIMA SECADA 
 MARTA STRADA 
 ELENA BURKE 
 LA LUPE 
 RECORDANDO LA LUPE 
 OLGA GUILLOT 
 FOTOS LA GUILLOT 
 REINAS DE CUBA 
 GEORGIA GÁLVEZ 
 LUISA MARIA GÜELL 
 RAQUEL OLMEDO 
 MEME SOLÍS 
 MEME EN MIAMI 
 FARAH MARIA 
 ERNESTO LECUONA 
 BOLA DE NIEVE 
 RITA MONTANER 
 BENNY MORÉ 
 MAGGIE CARLÉS 
 Generación sacrificada 
 José Lezama Lima y Virgilio Piñera 
 Caballero de Paris 
 SABIA USTED? 
 NUEVA YORK 
 ROCÍO JURADO 
 ELTON JOHN 
 STEVE GRAND 
 SUSY LEMAN 
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
  
 
 
  Herramientas
 
General: LOS 98 DÍAS DE FEDERICO GARCÍA LORCA EN CUBA
Elegir otro panel de mensajes
Tema anterior  Tema siguiente
Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: CUBA ETERNA  (Mensaje original) Enviado: 27/12/2018 14:58
 Federico García Lorca en Cuba
Vivencias personales y literarias. Su huella
POR CARMEN ALEMANY CVC
Imagínense a un viajero que llega a La Habana, pero no un viajero habitual que desde siempre ha buscado en aquellas tierras su clima, su tabaco y sus mujeres, sino a un enamorado de la obra del poeta español Federico García Lorca. Aquella isla, con forma de caimán, le ofrecerá al viajero, además de sus productos y consignas habituales, una serie de recorridos en los que permanentemente la figura de Lorca aparece y reaparece. Sin duda, La Habana, la ciudad en la que más tiempo permaneció en su estancia cubana, no escatima, después de más de cincuenta años de Revolución, recuerdos del poeta; pero también otras ciudades, sobre todo Santiago, Pinar del Río, el valle de Viñales, Cienfuegos o Varadero, fueron visitadas por nuestro autor, quien llegó a decir que en Cuba «pasé los mejores días de mi vida» o en frases que podemos entresacar de cartas a sus padres: «Esta isla es un paraíso. Cuba. Si me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba» o «No olvidéis que en América ser poeta es algo más que ser príncipe».
 
El viajero lorquiano deberá comenzar su andadura por el barrio de El Vedado, en cuya calle 23, entre I y J, se encontrará con una hermosa estatua del Quijote, precedida por una placa en la que reza lo siguiente: «Porque somos de España en Lorca, en Machado, en Miguel. Porque España es la última mirada del Sol del pueblo nuestro. Porque no hemos nunca medido el tamaño de los molinos de viento y sentimos bajo nuestros talones el costillar de Rocinante. La Habana. Cuba». El viajero deberá dirigirse a continuación a la calle Calzada entre 14 y 16 con salida por la calle de la Línea, frente al mar, al lado mismo del final del Malecón: es allí donde encontrará la casa de los Loynaz, lugar donde García Lorca pasó casi todas las tardes de su estancia habanera entre canciones y charlas sobre literatura. Muy cerca de aquí está el Centro de Estudios Martianos donde puede que aún se conserve un cartel anunciando un homenaje a Federico García Lorca («En un coche de aguas negras: encuentro del poeta y la ciudad»). De aquí, como hacía Lorca con los Loynaz, deberá visitar La Habana Vieja y sentarse en el Templete, en el Bengochea o en el Floridita, lugar este que Hemingway inmortalizó por sus daiquiris, pero si de ser lorquianos se trata deberá tomarse un whisky con soda. De La Habana Vieja emprenderá su camino hacia el Gran Teatro de La Habana o también denominado por la mayoría como Teatro García Lorca porque una de sus salas, la principal, lleva su nombre desde 1962. Al lado de este antiguo y bellísimo Centro gallego, convertido en teatro, está el Hotel Inglaterra, en cuyo comedor, situado frente a un parque en el que se divisa una hermosa estatua de José Martí, los intelectuales habaneros ofrecieron una comida de despedida al que consideraban uno de los mejores escritores españoles del momento. El ansioso viajero no podrá, desgraciadamente, conocer el Teatro Principal de la Comedia, donde Lorca dictó sus conferencias, pero sí el hotel La Unión, donde se alojó durante casi tres meses en pleno corazón de La Habana colonial, entre las calles Cuba y Amargura. También el Hotel Detroit, en la calle Águila, frente a la playa del Vapor, entre Reina y Dragones, último hotel en el que residió el poeta granadino antes de embarcar hacia España. Las afueras de La Habana —Guanabacoa, Regla, Guanajay o Santa María del Rosario—, también fueron visitadas por Federico; pero su lugar preferido eran las playas de Marianao, pues, como recordaba Nicolás Guillén, «le gustaba irse en las noches a las “fritas”, a los cafetines de Marianao, donde ya está el Chori, y allí se hizo amigo de treseros y bongoseros»; experiencia esta, la de la playa de Marianao, que será decisiva, como ya veremos, en su interpretación del duende.
 
Seguramente, y a pesar de haber pasado más de ochenta años, la impresión del viajero sobre La Habana será la misma que tuvo García Lorca cuando llegó allí procedente de Nueva York. Así lo contó Lorca en su conferencia sobre Poeta en Nueva York en el 1933:
 
Pero el barco se aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española.
 
¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?
 
Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez.
 
De La Habana, el viajero deberá emprender camino a otras ciudades cubanas reseñadas con anterioridad.
 
Esta guía lorquiana, que no ofrece ninguna agencia de viajes, nos puede servir, o al menos ese ha sido mi propósito, para conocer los lugares frecuentados por García Lorca en la isla y entender porqué el poeta retrasó su vuelta a España y porqué su estancia en la isla fue tan positiva en relaciones e incluso en producción literaria.
 
Su llegada a La Habana fue un 7 de marzo de 1930 y se prolongó hasta el 12 de junio del mismo año. Su misión era la de dictar unas conferencias invitado por la Sociedad Hispanocubana de Cultura, presidida en aquel tiempo por Fernando Ortiz, uno de los intelectuales más prestigiosos de la isla y principal conocedor de la influencia africana en la misma. A él le dedicará Lorca el único poema donde hay referencias explícitas a Cuba, e implícitamente a su música, el «Son de negros en Cuba». Su amistad con Fernando Ortiz creo que debió de ser muy decisiva para entender la cultura negra cubana y diferenciarla de la norteamericana; y lo más importante, identificarla con la suya: «Y salen los negros —nos sigue diciendo en su conferencia sobre Poeta en Nueva York— con sus ritmos que yo descubro típicos del gran pueblo andaluz, negritos sin drama (para diferenciarlos de los negros norteamericanos) que ponen los ojos en blanco y dicen: “Nosotros somos latinos”». Junto a Fernando Ortiz, debemos recordar a Juan Marinello, fundador de la Revista de Avance y uno de los escritores cubanos que más relación tendrá con el poeta español y quien resaltará que «el nuevo modo, genialmente arbitrario a veces de Federico, levantó en la Cuba de los años 30 el ceño adusto de escritores maduros, presos sin remedio de las maneras transitadas». José María Chacón, activo americanizador de la cultura española, por su parte, acompañará a Lorca a Caibarién y lo presentará a los poetas e intelectuales del lugar. El escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que en esos momentos estaba en Cuba, también se dejará llevar por la magia lorquiana y lo calificará como «una leyenda». El poeta mulato Nicolás Guillén será otro de los escritores cubanos que más impactados quedarán por la figura de Lorca; y estando este en La Habana se publicaron los Motivos de son en la sección «Ideales de una raza» del Diario de la Marina el 20 de abril de 1930: obra cargada de osadía y novedad donde Nicolás Guillén trata de amulatar con humor el romance español en un intento de fusionar música y literatura. Sin duda, por su amistad con Guillén, Lorca leería aquellos «minidramas barrocos» que trataban de acercarse a la cultura y a las costumbres afrocubanas; sin duda, un modo de acercamiento similar al de Lorca con la cultura gitana. Otros escritores como Alejo Carpentier, Jorge Mañach, Eugenio Florit o Emilio Ballagas, pertenecientes con Marinello y Guillén al grupo de la revista Avance, acogerán también con entusiasmo al poeta. A estos nombres se unen el de los pintores Gabriel García Maroto, Carlos Enríquez y Mariano Miguel, el maestro Pedro San Juan —director de la orquesta filarmónica— o el crítico musical Adolfo Salazar.
 
Mucho más profunda fue su relación con el matrimonio español formado por María Muñoz y Antonio Quevedo, músicos que Lorca conoció por mediación de Manuel de Falla, Federico de Onís y Fernando de los Ríos y como fruto de esta amistad publicará su «Son» en la revista Musicalia dirigida por Quevedo. El «Son» aparece publicado junto a una foto de García Lorca, realizada por el fotógrafo cubano Rembrant, y unas frases muy elogiosas que rezan así: «Tres meses han durado los desposorios paganos de García Lorca con La Habana; poeta y urbe se han comprendido bien y se aman. ¡Qué nazca ahora el romance criollo!». Su relación con estos dos españoles cubanizados le llevó a conocer a numerosos escritores y músicos y «seguramente —como apunta César Leante— ellos lo familiarizan con la música cubana de resonancias africanas».
 
Sin embargo, desde un punto de vista literario, los hermanos Loynaz —Flor, Dulce María, Carlos y Manuel Enrique— serán sus principales interlocutores. Muchas tardes pasará García Lorca en compañía de estos músicos y poetas en «mi casa encantada», como le gustaba llamarla el poeta granadino. A raíz de esta gran amistad, a Flor le mandará el manuscrito de Yerma y a Carlos Manuel le regalará su pieza teatral El público, escrita en su tiempo habanero y finalizada en España en agosto del mismo año. A este respecto quiero sacar a colación una carta escrita por Dulce María y dirigida a su biógrafo, Aldo Martínez Malo, fechada en La Habana el 19 de junio de 1977, en la que la poeta cubana apunta:
 
La obra de Carlos Manuel sí se perdió totalmente; se perdió con un drama de García Lorca que este le había dedicado, El público, del que ahora se habla tanto, pero le aseguro que no valía la pena. Probablemente el que dicen haber aparecido en Nueva York es apócrifo.
 
Lo que nos hace pensar en la existencia de varios borradores, divergentes entre sí, de la citada obra teatral.
 
La relación de Lorca con los Loynaz se centró sobre todo en Flor y en Enrique; no tanto en Dulce María, que sí llegaría a ser conocida como poeta y ganadora del Premio Miguel de Cervantes en 1992: Dulce María Loynaz no coincidía en sus gustos poéticos con el poeta granadino; y en una carta a Aldo Martínez explica: «Lorca nunca escribió sobre mí. Los poetas no son aficionados a escribir sobre otros poetas y además no estimaba mucho mi poesía, sino la de Enrique»; Lorca dejó una huella profunda en su vida, no así en su poesía.
 
Las relaciones personales con intelectuales cubanos, como hemos visto, se fueron acrecentando en La Habana, por la resonancia del nombre de Lorca y sobre todo por el éxito de sus conferencias, como recogió El Diario de la Marina. Un total de cinco conferencias dictó Federico en la citada ciudad, todas ellas en el desaparecido Teatro Principal de la Comedia y únicamente para los socios de la Asociación Hispanoacubana de Cultura. Estas charlas, como veremos a continuación, ya fueron dictadas con anterioridad en otras ciudades y universidades: el 9 de marzo dio su primera conferencia, «La mecánica de la poesía», leída dos años antes en Granada con el título «Imaginación, inspiración y evasión»; el 12, «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo xvii» (homenaje a Soto de Rojas); el 16 del mismo mes, «Canciones de cuna española»; el 19, «Imagen poética de Luis de Góngora» y el 6 de abril «La arquitectura del cante jondo».
 
La conferencia sobre Soto de Rojas fue, según el Diario de la Marina, «una obra maestra de erudición, de análisis y de emoción. Una demostración científica —si cabe la frase— de la “mecánica” y belleza animada del vanguardismo. Fue muy aplaudido». En la conferencia sobre las canciones de cuna participó la cantante de origen español María Tubau con el propio Lorca al piano; de la charla sobre Góngora, también anunciada en el mencionado periódico, se dijo que fue un «tema sugestivo e interesantísimo, muy del dominio del conferenciante». Al recibir en Nueva York la invitación a La Habana para dar algunas conferencias, el poeta envió una carta, fechada el mes de enero, a sus padres para que le remitiesen el manuscrito de su conferencia sobre Góngora, aunque el poeta matizaba: «Claro es que no la daré como está, pero me servirá de base para una que escribo». Según Christopher Maurer, Lorca sólo revisó el texto primitivo. La última charla, «La arquitectura del cante jondo», prevista para el 26 de marzo, se aplazó al día 6 de abril; y sobre esta diría a sus padres en una carta: «Mis conferencias se están desarrollando con un éxito muy grande para mí. Mañana doy la del cante jondo con ilustraciones de discos de gramófono», y más adelante añadirá: «Yo he escrito una nueva conferencia sobre este tema que creo que es muy sugestiva y muy polémica». Seguramente esta disertación sería una mezcla de lo ya pronunciado años antes sobre el cante jondo a lo que añadiría esbozos bastante completos sobre su teoría del duende. El poeta resumió en la charla todo su itinerario desde Granada hasta La Habana, incluyendo su escala en Nueva York. Sin duda, sus visiones sobre lo gitano y lo negro se hermanarían más que nunca. El resultado, como ya anunciaba el poeta a sus padres, fue que «la prueba del éxito que he tenido es que voy a dar más conferencias de lo que pensé». Y Lorca se quedó más tiempo en Cuba, dos meses más de lo previsto.

Detengámonos en este punto. Como anotábamos en líneas anteriores, las conferencias que dictó en La Habana ya eran conocidas y estas respondían a afanes tanto didácticos como teóricos. Lo que pretendía Lorca con estas disertaciones era, según Chistopher Maurer, «reivindicar y difundir valores culturales que consideraba importantes y característicos del arte español»; dar expresión a sus ideas estéticas, ponderando la doble tradición de su obra: la culta y la popular; así como hablar de autores y obras de difícil alcance para el público. Con esta misma intención dictó algunas conferencias más en otras ciudades cubanas. En Santiago de Cuba repitió su charla sobre «La mecánica de la poesía», invitado también por el presidente de la Hispanocubana de Cultura en aquella ciudad, Max Henríquez Ureña. A Santiago viajó el 31 de mayo, y de la parte más oriental de la isla se dirigió, el 3 de junio, hacia Santa Clara para continuar camino hasta la ciudad de Cienfuegos, donde pronunció la misma conferencia que en Santiago. En Cienfuegos, el poeta granadino ya había dictado poco tiempo antes, el 7 de abril, su conferencia sobre Góngora por mediación de Francisco Campos Aravaca, cónsul de España en Cienfuegos y amigo personal.
 
Tiempos de conferencias para García Lorca, pero no incompatibles con «un asombroso entendimiento en lo cubano», como afirmó su amigo Marinello.
 
Sobre lo que Lorca escribió en Cuba
Aquellos tres meses de intensa actividad entre conferencias, visitas a otros lugares de la isla con los Quevedo, tardes en la casa de los Loynaz, noches a la luz de la luna en Marianao o escuchando rumbas en Jesús María, no ocuparon todas las horas de Federico en La Habana; en esta breve estancia el poeta también se ocupó de redactar, o en su caso terminar, algunas obras teatrales o componer alguna pieza poética. En el Hotel La Unión escribió una pieza teatral, Así pasen cinco años, y en casa de los Loynaz retocó La zapatera prodigiosa, dando ya por finalizada esta obra. Pero también en el tiempo habanero redondearía otra obra de teatro, El público, bastante diferente al tipo de teatro antonomásicamente lorquiano. Como ya hemos apuntado, parte del manuscrito fue entregado a Carlos Manuel Loynaz y, según Ian Gibson, es posible que el mundo dramático que descubrió Lorca en La Habana —en el teatro de la Alhambra, donde acudía asiduamente con Luis Cardoza y Aragón—, influyesen en la composición de esta obra teatral. Estas representaciones, llenas de burla y sarcasmo, con tintes de comedia del arte, tenían personajes fijos: el gallego (entiéndase el español), el negrito, la mulata, el policía, el maricón, etc. Desde nuestro punto de vista, poca relación existe (por no decir que es un tipo de teatro totalmente antagónico), entre estas obritas populares, llenas del absurdo cotidiano, y El público, drama entre dadaísta y surrealista, de corte claramente intelectual. Es probable que esta obra naciese como fruto de las representaciones teatrales que vio en los Estados Unidos y las primeras muestras de cine sonoro, como sostiene Miguel García Posada.
 
De cualquier modo, creo que la estancia del poeta andaluz en Cuba no influyó decisivamente ni en el teatro ni en la poesía de Lorca. Sí hay una excepción, una pieza única donde se respira lo cubano, y es el conocido «Son de negros en Cuba», composición que escribió en su residencia habanera —el manuscrito lleva el membrete del Hotel La Unión»—, y que fue incluido en Poeta en Nueva York; pero aún en este caso creemos que fue una concesión del poeta, un agradecimiento en forma de son montuno en el que, mediante continuas metaforizaciones Lorca plasma sus recuerdos infantiles (las cajas de puros de su padre en las que aparecía Fonseca con su cabellera rubia o «el rosal de Romeo y Julieta», referencia a otra marca de puros habanos) y su propia visión sobre Cuba: los plátanos, las palmas, el tabaco, el alcohol o la sensualidad de los cubanos. Sin duda, estos versos son el resultado de sus vivencias personales, vivencias que contrastan con el desgarramiento, la tristeza, la angustia y la soledad de los negros neoyorquinos, que tan patentes son en Poeta en Nueva York.
 
Sin embargo, sí creemos que su contacto con los soneros o con los reyes de la rumba en las playas de Marianao y en los barrios populares de La Habana, con Jesús María, Paula o San Isidro, le ayudaron a completar su teoría del duende, como también le ayudaron los músicos negros del barrio de Harlem con el jazz.
 
La cuestión, en cualquier caso es bastante controvertida. Numerosos estudiosos han repetido en ocasiones que una de las conferencias que leyó García Lorca en Cuba fue «Juego y teoría del duende»; sin embargo, en la prensa del momento no hay constancia de que así fuera. Lo que sí es muy probable es que «fuera en La Habana donde Lorca mencionara al duende por primera vez en una conferencia», como apunta Christopher Maurer, quien añade que esta mención habría sido en «la versión revisada de “El cante jondo”, leída el 6 de abril de 1930 en La Habana». El citado crítico llega a la conclusión de que «Lorca concibió su “teoría del duende”, en 1930, al intentar explicar la diferencia entre el cantaor bueno y el malo». Casi con toda seguridad fue así, ya que un espectador de excepción de las conferencias de Lorca en Cuba, José Lezama Lima, en un artículo titulado «García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita», recuerda la habilidad como conferenciante del poeta andaluz y nos señala la simpatía lorquiana «por muchos sones y conjuros de nuestra tierra y principalmente por nuestros reales negros cubanos». Más adelante el poeta cubano especifica:
 
Un día Lorca oyó de uno de aquellos cantaores, una sentencia memorable; todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende. Cuando Lorca logró su estribillo Iré a Santiago, estaba lleno de esa teoría.  Ahí Lorca intuyó que el prodigio de nuestro sol es, trágicamente, tener sonidos negros, como el caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo.
 
Lezama Lima escribió estas palabras después de conocer el texto de «Teoría y juego del duende» y, sin duda, identificó con los cantantes de sones cubanos frases como «(el duende) no es una cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto», «el duende (...) rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe estilos» o «La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas». Lorca se encontró en Cuba con el negro y con su riquísimo folclore, con la fusión de la sensualidad y la Naturaleza —como nos dice en el «Son de negros en Cuba»—, con el mundo onírico de lo primitivo, con el instinto y la pasión y, sobre todo, con lo terrenal, lo mortal y lo demoníaco, tres de los factores que definen al duende. También lo encontró en el barrio de Harlem, con los músicos de jazz. El son, el jazz y el flamenco comparten su origen misterioso y su carácter sincrético, nacen de la propia naturaleza instintiva y, por tanto, tienen duende.
 
Creo que no sería descabellado afirmar que la experiencia neoyorquina, y después la cubana, le ayudaron a configurar su teoría sobre el duende y, al mismo tiempo, sacarla de un espacio geográfico concreto; de ahí que afirme en «Teoría y juego del duende» que «todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa». Su atracción estética hacia esas formas musicales cargadas de primitivismo —son, jazz, flamenco—, acompañadas de danza y de poesía hablada, le ayudaron a crear una teoría estética.
 
De la huella que dejó Lorca en Cuba
No cabe duda de que Federico García Lorca es uno de los autores no cubanos más difundidos en la isla. Con motivo de su muerte, su amigo Juan Marinello prologará una de las primeras ediciones que de la poesía de Lorca se editaron en México; un año después Nicolás Guillén publicará algunos artículos sobre la poesía lorquiana y le dedicará cuatro poemas en la antología inglesa de Hughes; con motivo del 25 aniversario de la muerte del poeta, José Lezama Lima escribirá el citado artículo, y así un sustancioso caudal de publicaciones que sobre Lorca se han escrito en Cuba.
 
Las ediciones de su obra antes y después del período revolucionario serán continuas: en el 61 se editan Bodas de sangre, Conferencias y charlas, Diván de Tamarit, Doña Rosita la soltera, el Romancero gitano y La zapatera prodigiosa; después del 69, La casa de Bernarda Alba; en el 71, Lorca por Lorca, una antología poética con textos de Jorge Guillén, Aleixandre y Marinello; en el 72, algunas obras teatrales con el título Teatro mayor; en el 77, una antología completa de su poesía y, un año después, una edición de Mariana Pineda; todo ello sin olvidar las continuas representaciones de sus obras o la publicación de un libro, Los versos de tu amigo, para niños. Un despliegue editorial con pocos precedentes en la isla, ya que hablamos de un autor no cubano.
 
Pero llegados a este punto queremos analizar qué influencia poética dejó la estancia de Federico García Lorca en la isla. Muy sugerentes nos parecen las palabras de Guillermo Cabrera Infante a este respecto:
 
Como poeta Lorca fue una definitiva influencia para la poesía cubana, que después del abandono modernista iniciaba una etapa de cierto populismo llamado en el Caribe «negrismo». Era una visión de las posibilidades poéticas del negro y sus dialectos un poco ajena, enajenada. Los mejores poetas de esa generación, que tendrían la edad de Lorca, cultivaban el negrismo como una moda amable y amena, otros eran como Al Jolsons de la poesía: blancos de cara negra. El poema devenía así una suerte de betún. La breve visita de Lorca fue un huracán que venía no del Caribe sino de Granada. Su influencia se extendió por todo el ámbito cubano.
 
Cabrera Infante se refiere a poetas como Regino Pedroso, Ramón Girau, Emilio Ballagas, José Zacarías Tallet o Nicolás Guillén quienes, al igual que otros poetas del ámbito caribeño, escribieron un tipo de poesía en la que unían los valores culturales afrocubanos (lo sensual, lo religioso, lo mágico, la música, etc.) con la denuncia social. Si bien es cierto que muchos poetas se apuntaron a esta nueva corriente sin conocer sus valores y dejándose llevar por simples imitaciones, los arriba citados sí dotaron a la poesía de nuevos símbolos y de referentes casi inauditos en el campo poético; la suya fue una apertura hacia posibilidades reales de expresión. En cambio, es bastante dudoso que la influencia lorquiana se extendiera por toda la isla, ya que desde los años 30 hasta nuestros días son pocos los poetas que de forma directa tengan en cuenta los versos del poeta andaluz. Sí es cierto, sin embargo, que la admiración por Lorca ha sido continua desde su paso por la isla, determinada en los primeros momentos por su habilidad como conferenciante y su capacidad para unir la literatura con la música más popular; después, la admiración se acrecentará por las circunstancias de su muerte a manos del bando nacional en el comienzo de la Guerra Civil, lo que hará que desde el comienzo del período revolucionario cubano sea considerado como un mártir de la libertad.


Primer  Anterior  2 a 3 de 3  Siguiente   Último  
Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: CUBA ETERNA Enviado: 27/12/2018 15:09
La influencia más evidente que ha ejercido Lorca sobre un poeta cubano es la de Nicolás Guillén, en cuyo poema «Velorio de Papá Montero» de Sóngoro cosongo (1931) se pueden detectar ciertas relaciones con el lorquiano «Muerte de Antoñito el Camborio», como ya en su momento destacó Miguel de Unamuno; el mismo Guillén reconoció esa huella indiscutible del Romancero gitano atreviéndose a sentenciar que «Nadie como él (Lorca) ejerció (salvo Rubén Darío) influencia tan pronunciada en los jóvenes poetas americanos». Otro poeta cubano del momento, Rubén Martínez Villena, destacó la relación entre algunos poemas de Sóngoro cosongo y los romances de García Lorca. Por su parte, Regino E. Boti, en su artículo «El verdadero son» del año 30, vinculaba al poeta español con el cubano porque ambos mezclan naturaleza y vida: primero lo hizo Lorca, después Guillén. Y añadía: «Nuestra América, víctima de la fonolosis, ya se está tiñendo de romances y espinelas garcilorqueses». Guillén conectó con la poesía de Lorca en su intento de acercarse al romance español y así plantear «dos elementos originales de su sensibilidad: lo africano y lo español», como nos recordó Cintio Vitier.
 
Lo cierto es que exceptuando esta salvedad de algunos poemas de Nicolás Guillén, y circunscrita a los versos de Sóngoro cosongo, pocas son las huellas lorquianas que encontramos en los poetas mayores de aquellos años, como lo fueron los del grupo Orígenes. Después llegarán otros poetas, los de la Generación del 50, o también llamada «Primera Generación de la Revolución», quienes admirarán la figura de Lorca de forma ostensible; pero no acudirán a la poética lorquiana para escribir sus versos. Los poetas de esta generación (Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Rolando Escardó, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, etc.) estarán más interesados por una poética coloquial que reivindique los logros de la naciente revolución que por los romances lorquianos llenos de muerte, de amor oscuro o de lunas. De entre los citados, Roberto Fernández Retamar, muy vinculado literariamente a los poetas de la Generación del 27, citará a Lorca como figura central de la generación española y como renovador de la poesía española del presente siglo; no en vano, en su Antología de poetas españoles del siglo xx, tendrán cabida catorce poemas lorquianos y, en la introducción a este libro, comparará la importancia del Romancero gitano con la que tuvo Prosas profanas de Rubén Darío en su época. Pero en la poesía de Retamar no encontraremos huellas de Lorca, como sí las hallamos de otros poetas españoles como Gustavo Adolfo Bécquer o Antonio Machado.
 
El grupo poético que nace poco después de esta Generación del 50, será el de El Puente, con escritores como Nancy Morejón, Miguel Barnet, José Mario Rodríguez, Belkis Cuza Malé, Isel Rivero, Mercedes Cortázar, etc. Estos poetas, que intentaron crear una poesía que no estuviese literalmente sujeta a refrendar los logros de la Revolución, contarán entre sus escritores favoritos a García Lorca; pero la huella del poeta andaluz se quedará en alguna composición dedicada al escritor español, como es el caso de Miguel Barnet, quien en unos versos evoca la figura de Lorca en Cuba. Tampoco Lorca aparecerá en las composiciones de los poetas ligados a la revista El Caimán Barbudo, grupo poético que pareció en el año 66; ni tampoco los poetas de los años 70 tendrán como referente directo al escritor andaluz. En los años 80 y 90, décadas en las que se produce un evidente cambio en la poesía cubana, poesía más reflexiva, menos coloquial, más antiutópica e íntima, con nuevos temas cargados de nihilismo y de desesperanza, aparecen nuevos motivos poéticos, casi inexistentes en la poesía escrita en la Revolución, como la homosexualidad; y es aquí donde Lorca reaparece de manera ostensible. Los jóvenes poetas cubanos ven en algunas composiciones amorosas del escritor andaluz un ejemplo del tipo de poesía que ellos desean escribir. Las dificultades sociales que encontró Lorca para expresar su amor homosexual son similares a las que muchos escritores encontraron en los años más duros de la Revolución, donde ser homosexual era considerado antipatriótico.
 
De cualquier modo, ya es un gran logro que la figura de este poeta español esté presente en las escuelas, en las universidades, en las charlas poéticas de todas las ciudades de la isla; y que su retrato, acompañado de sus versos, esté pintado en muros de la geografía cubana como recuerdo de una memoria viva.
 
Seguramente, el viajero lorquiano abandonará Cuba con las mismas sensaciones que tuvo nuestro poeta cuando la visitó. El calor de sus gentes, el entusiasmo de estas por saber siempre algo más sobre poesía, también su clima, su ron, su tabaco y sus palmeras dejarán una huella en su corazón y pensará, como Lorca, que «esta isla es un paraíso»
Son de negros en Cuba
                                                                     Federico García Lorca
Cuando llegue la luna llena
iré a Santiago de Cuba,
iré a Santiago,
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüefla,
iré a Santiago.
Y cuando quiere ser medusa el plátano,
iré a Santiago.
Iré a Santiago
con la rubia cabeza de Fonseca.
Iré a Santiago.
Y con la rosa de Romeo y Julieta
iré a Santiago.
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Iré a Santiago.
Siempre he dicho que yo iría a Santiago
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Brisa y alcohol en las ruedas,
iré a Santiago.
Mi coral en la tiniebla,
iré a Santiago.
El mar ahogado en la arena,
iré a Santiago,
calor blanco, fruta muerta,
iré a Santiago.
¡Oh bovino frescor de calaveras!
¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!
Iré a Santiago.
                                                                                                  Federico García Lorca
 
FUENTE: CVC
CARMEN ALEMANY,  UNIVERSIDAD DE ALICANTE       
 
 

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: CAMPESINO2 Enviado: 28/12/2018 15:36
Lorca: Pasaje a La Habana
Dicen quienes lo han hecho que llegar a La Habana por mar es un espectáculo que se fija en la memoria para siempre. El sol y el viento bruñen las aguas y estas embisten el Malecón con un oleaje alto que estalla en fragor y espuma mientras la ciudad se perfila cada vez con mayor nitidez.

Desde la cubierta del buque que lo trae de la Florida, aquel viernes 7 de marzo de 1930, Federico García Lorca huele y oye La Habana antes de verla cuando comienzan a llegarle, palma y canela, los perfumes de la América de Dios, que para él no es otra que la América española, y los ruidos de maracas, cornetas y marimbos. En verdad, desde la infancia tiene el poeta una visión imaginada de La Habana que le inspiraron las láminas de los estuches de tabaco que desde aquí enviaban a su padre. Está ya frente al Morro y su júbilo es indescriptible.
 
El poeta que arriba al puerto habanero es un hombre fuerte, moreno, de cara llena y salpicada de lunares, cejas espesas y alborotadas. Tocado de una especie de gracia fraterna, al decir de los que lo conocieron, irradia simpatía comunicativa y ninguno de los que lo rodea permanece indiferente a su risa infantil y a su embriagadora alegría. Ya no es el Federico melancólico que a mediados de 1929 preparaba su viaje a América... Es un Federico que despierta, después del invierno glacial de Nueva York, para entregarse al otro lado de su personalidad, pagano y vital.
 
Viene invitado por la Institución Hispanocubana de Cultura, que preside Fernando Ortiz, e impartirá cinco conferencias, siempre los domingos por la mañana, en el Teatro Principal de la Comedia, y como todos los huéspedes de la Hispanocubana se aloja en el hotel La Unión, en la esquina de las calles Amargura y Cuba.
 
Tan pronto sale de la cama, a eso de las 11, se dirige a la residencia de María Muñoz y Antonio Quevedo, editores de la revista Musicalia y discípula ella de Manuel de Falla, con quienes almuerza. Luego se traslada al Vedado y pasa la tarde en «la casa encantada» de los hermanos Loynaz. Con Dulce María no simpatiza —o es ella la que no simpatiza con él— y de los vínculos que pudieran haberlo unido a Enrique, no queda constancia. Pero con Flor y Carlos Manuel Loynaz, a quien regala el manuscrito de la primera versión de El público, gusta demorarse, hasta bien entrada la madrugada, en bares y cafés, aunque no es extraño que en compañía de su compatriota, el musicólogo Adolfo Salazar, sus noches terminen en las llamadas «fritas» de Marianao. En aquellos cabarets humildísimos, casi marginales, tiene Federico un grupo selecto de amigos, hombres y mujeres negros que sienten el son mejor que nadie y se mueven diabólicamente al ritmo frenético de una rumba. Es la época en que el son oriental hace furor en La Habana y desplaza al jazz en los índices de preferencia.
 
Federico se sintió hipnotizado por el son y fueron él y Salazar quienes llevaron a España a su regreso de Cuba «los primeros sones que en Granada y Madrid golpearon sus claves y rechinaron sus güiros y exhalaron sus gritos roncos de marimbas y bongoes salpicados por la lluvia de las maracas...».
 
Lorca llegó a ser un excelente conocedor de sones y soneros. En «las fritas» escuchaba primero muy seriamente la música que se tocaba y, luego, con mucha timidez, rogaba a los músicos que interpretaran este o aquel son. Enseguida probaba las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los soneros reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Ya en confianza, se sumaba al coro con voz plena y disputaba el papel al solista.
 
«No hace un mes que se encuentra en Cuba y ya está completamente aplatanado. Conoce y sabe más cosas cubanas que muchos de sus amigos, y nos puede servir perfectamente de cicerone y descubridor de lugares y tipos netamente criollos, para nosotros desconocidos», escribía en abril de 1930 el historiador Emilio Roig.
 
La Habana es una maravilla
«Yo dejo muchas veces a todos y me voy solo por La Habana hablando con la gente y viendo la vida de la ciudad», dice Lorca en la única carta conocida que remite a sus padres y hermanos desde Cuba.
 
A veces, los escritores y artistas que aquí lo acogen, comenta el poeta a Antonio Quevedo, «me estrujan las entrañas». Lo agasajan con un té las damas distinguidas del Lyceum y el gesto tiene para Federico el mismo valor que la taza de café que en el patio de una casa de vecindad, un gran patio colonial barroco lleno de azulejos y fuentes, le ofrece una negraza inmensa y bondadosa.
 
Escribe: «Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original, debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos. Y cuanto más negro, mejor. La mulata es la mujer superior aquí en belleza y en distinción y en delicadeza». De una mulata, ciertamente, se prendó el poeta en La Habana. Dicen que, de día, posaba para un pintor, y de noche regenteaba una casa de comidas. Pero nada se puede afirmar ya acerca de esos amores, platónicos o aristotélicos.
 
«Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba», afirma en la ya aludida carta a sus padres y hermanos. Y a Adolfo Salazar, que lo sorprendió recostado en su cama, rodeado de 12 o 14 adolescentes a los que leía los poemas de Nueva York: «¿Has visto? ¿Has visto? ¡La Habana es una maravilla! Es Cádiz, es Málaga, es Huelva. ¡Qué grande es España!».
 
Porque Lorca, como buen europeo, más que valorar, compara. La Habana luce para él todo el amarillo de Cádiz, con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. Sus amigos le escuchan decir que la ciudad huele a trópico fresco. El color de la piel de la mulata cubana le recuerda al de la magnolia seca. Atiende los pregones de los vendedores ambulantes. El color del cielo le recuerda al de Málaga, las placas donde se leen los nombres de las calles se le parecen a las de Cádiz... Advierte detalles pequeños e intrascendentes que casi todos pasan por alto. En verdad, La Habana será para él un Cádiz grande, con mucho calor y gente que habla muy alto.
 
Por entonces el Capitolio Nacional ha sido inaugurado y el Hotel Nacional no tardaría en abrir sus puertas. La Carretera Central es una realidad y el Paseo del Prado es ya como fue después. Los anuncios turísticos de entonces dicen que el encanto de la ciudad radica en la forma en que se concilian en ella el alma del pasado y el espíritu del presente. Hay tés bailables en el hotel Almendares, cenas al aire libre en el Chateau Madrid, platos exquisitos en el Upper Deck del hotel Royal Palm, revistas internacionales al estilo parisino en el cabaret Montmartre y bailes y juegos de azar en el Casino Nacional... en un país roído por el hambre, donde los hospitales tienen presupuesto para 6 800 internados y deben albergar a 8 600, y la prensa habla de niños recién nacidos devorados durante la noche por las ratas.
 
En esa Habana de Federico García Lorca están también Adolfo Salazar; Luis Cardoza y Aragón, cónsul entonces de Guatemala; el compositor ruso Sergio Prokofiev, a quien Lorca escuchó en sus conciertos auspiciados por Pro Arte Musical; el pintor español Gabriel García Maroto, amigo del poeta desde mucho antes, y el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, que presumiría después de un idilio con Federico que a Cardoza le pareció siempre muy poco probable.
 
Lorca, Cardoza y Barba Jacob se conocieron una tarde en el bufete del escritor y abogado Juan Marinello, en la Plaza de San Juan de Dios. Durante el encuentro, Federico habló hasta por los codos, fue el centro de la charla, mientras que el colombiano, tan locuaz siempre, guardaba un silencio impenetrable. Fumaba en exceso y lucía muy nervioso. Se veía a las claras que le molestaban las simpatías que Federico despertaba en sus oyentes y, más que todo, verse relegado. Ya en la calle, quisieron refrescar en algún sitio. Recordaba Cardoza:
 
«Nos dirigimos a una cervecería cercana y pedimos tres grandes vasos de cerveza. Nos atendía un mocetón español, posiblemente gallego, alto, bien plantado. Barba Jacob y Lorca comenzaron a importunar al muchacho, a piropearlo y, en una de las veces que se acercó a servirnos, Barba lo agarró de un brazo y le propinó una tremenda mordida. Con una agilidad increíble el hombre saltó sobre el mostrador y, sin darme tiempo a reponerme de la sorpresa del mordisco ni a reaccionar, estaba ya al lado nuestro decidido a golpear a Barba y a Federico.
 
«Me arriesgué a interceder como pude. Expliqué que eran gente importante y valiosa, intelectuales extranjeros que estaban invitados en La Habana. Por suerte, el incidente no pasó a mayores, pero tuvimos que abandonar la cervecería perseguidos por las voces infamantes que profería el agraviado. “Salgan de aquí, sodomitas”, gritaba. Bueno, en realidad empleó un sustantivo mucho más sonoro y contundente».
 
También están en La Habana, aunque ninguna relación tienen con Lorca, los escritores norteamericanos Sam Merwin y Langston Hughes; el barítono español Juan Pulido; la escritora venezolana Teresa de la Parra, el actor Tom Mix y J. Krishnamurti, que tanto contribuyó a divulgar el budismo en Occidente.
 
Es una etapa importante en el panorama cultural cubano. En 1930, Nicolás Guillén publica sus Motivos de son, a cuya influencia Lorca no será insensible. Eugenio Florit da a conocer Trópico; Regino Boti, Kindergarten, y Pablo de la Torriente Brau el libro de cuentos Batey. Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla ganan terreno en la música «culta», y, en la popular, Nilo Menéndez compone ese éxito de siempre que es Aquellos ojos verdes. Es también la época de Tres lindas cubanas, primer danzón con solo de piano, de Antonio María Romeu, el llamado Mago de las Teclas. Del tango-congo Mamá Inés, de Eliseo Grenet. De los sones Lágrimas negras y Suavecito, de Miguel Matamoros e Ignacio Piñeiro, respectivamente, y del primer danzonete, de Aniceto Díaz Rompiendo la rutina.
 
El delirio último
En Cuba, recuerda Roig de Leuchsenring, Lorca quiso verlo y palparlo todo. Recorrió la Isla de punta a cabo, a veces como mero turista y en otras con invitaciones de las filiales de la Hispanocubana en el interior del país. En el valle de Yumurí se asombra con los colores que el atardecer confiere al lugar. Alguien que lo acompaña comenta entonces que en Santiago de Cuba se aprecia una coloración similar. Pues no me iré de Cuba sin visitar Santiago, responde el poeta y esa misma noche, de regreso a su hotel, escribe de un tirón su célebre son (Iré a Santiago) testimonio de su Cuba real e imaginada.
 
Pese a lo intenso de sus días cubanos Lorca halla tiempo para hacer avanzar su quehacer literario. En el hotel La Unión trabaja en las primeras versiones de El público y de Así que pasen cinco años; escribe o repasa textos que incluirá después en Poeta en Nueva York, y prosas de un tipo curiosamente superrealista en la seriedad de su burla. Revisa la versión final de La zapatera prodigiosa y, a cuatro manos con Cardoza, acomete una versión del Génesis para music hall.
 
En 1936 vino Juan Ramón Jiménez a La Habana. Vio los escenarios que Lorca había visto seis años antes, trabó contacto con muchos de los que él había conocido. Visitó a los hermanos Loynaz y... «¡Ah, sí, ahora supe de golpe de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca!», escribió el autor de Animal de fondo. La Habana, donde Federico pasó días bullentes y desbordados, era el sustrato de todo aquello.
 
Los que aquí lo conocieron recordarían siempre su decir grave y querencioso, la desmesura de sus ojos, la caliente comunicación que conseguía con su interlocutor y su auditorio. Marinello confesaba que luego de escucharle sus poemas a Lorca, ya nunca más pudo leerlos sin hacerlo en su voz, en su gesto, en su acento... El narrador Hernández Catá recordaba su carácter, que denunciaba un desbordamiento que parecía excesivo. «Cuando recuerdo a Federico, la primera imagen que me viene a la mente es la de sus ojos y su mano extendida. En nadie volví a ver repetidos esos ojos maravillosos», decía Dulce María Loynaz. Y su hermana Flor, a quien Lorca envió de regalo el manuscrito de Yerma: «Como hombre era feo, muy feo, pero eso sí, muy abierto, muy alegre siempre». Tan abierto y alegre, precisaba Lezama Lima, que daba la impresión de ser un hombre que caminaba por las paredes.
 
El día 12 de junio de 1930 pasó García Lorca sus últimas horas en La Habana. Flor Loynaz, en su automóvil, trasladó a Federico y a Salazar desde el hotel Detroit, en Dragones esquina a Águila, donde se alojaba el poeta entonces, hasta el puerto habanero. Allí se encontraron con Cardoza y se abrazaron. Aquí he pasado los mejores días de mi vida, dijo Lorca a Marinello poco antes de la partida.
 
La vuelta a España fue un episodio inolvidable, aseguraba Adolfo Salazar. En complicidad con la gramola del barco, Federico había indisciplinado al pasaje entero con sus canciones españolas y sus sones cubanos.


 
©2024 - Gabitos - Todos los derechos reservados