La revolución cubana —es decir, la llegada al poder de Fidel Castro— cumple 60 años, y esa sola cifra, que algún estulto habrá de celebrar, cae sobre todos como una losa con el epitafio de nuestra colectiva ineptitud. 60 años es más que el tiempo que duró nuestra experiencia democrática —por irregular y ocasionalmente caótica que pudiera ser—. Estamos, de ese comienzo, a la misma distancia que estábamos entonces de la primera intervención americana, un momento que pertenecía por entero a los libros de historia.
La tiranía que el castrismo le impuso a los cubanos desde el inicio de 1959 hasta la fecha es una asombrosa calamidad. Su supervivencia —que no faltará quien quiera traducirla como acta de legitimidad— invita a la consternada reflexión.
El hundimiento de un país moderno, que prosperaba conforme a todos los índices con que se mide el desarrollo (no obstante cierto grado de corrupción política y de inevitables bolsones de miseria que nunca faltan en una sociedad sana) es un desastre tan grande y tan atroz que los cubanos con alguna conciencia de raíces no podemos enfrentarnos al fenómeno sin un insuperable sentimiento de duelo.
Acaso el pensamiento más dramático es que ese desastre no tenía por qué haber ocurrido ni se nos imponía como una necesidad histórica. Contrario a lo que suelen sostener los apologistas del castrismo, la Cuba que antecedió a la revolución era un país orgánico y funcional donde se respetaban los presupuestos de la democracia, aun después de que Fulgencio Batista interrumpiera el proceso político con un golpe de Estado en 1952.
Atribuirle a ese golpe de Estado las desgracias de estos últimos 60 años es pecar de ignorancia y de frivolidad. La República demostró tener tragaderas para deglutir y procesar esa mera interrupción; pero no sobrevivió a la tabula rasa impuesta por el asalto revolucionario.
Las instituciones republicanas —el Congreso, la Judicatura, la prensa libre, la empresa privada, los sindicatos independientes— se desplomaron en muy poco tiempo para ser sustituidas por un enfurecido discurso que pretendía hacer todas las cosas nuevas y solo consiguió hundirnos en la ruina material y moral en que el pueblo cubano subsiste y chapotea.
Es fácil, amén de merecido, echarle todas las culpas encima a Fidel Castro como a un auténtico chivo expiatorio —cuyas cenizas los cubanos puedan alguna vez, como justificado acto de exorcismo, lanzar al mar más allá del límite de nuestras aguas territoriales—, pero, en verdad, la revolución se gestó, prosperó y tomó el poder con el consorcio de mucha gente, sobre todo de lo que entonces llamaban "clases vivas", que aspiraban a sanear el país y no hicieron más que entregárselo a un demagogo inepto.
Los empresarios, que luego serían despojados de sus bienes, y los profesionales y los hombres de pensamiento, en su mayoría, quisieron jugar a la revolución y no fueron otra cosa que frívolos, que vinieron a darse cuenta de su error cuando era demasiado tarde. Supongo que Batista, en su exilio, debió haberse divertido mucho al ver a sus enemigos políticos siendo desposeídos y triturados por el poder revolucionario que habían ayudado a levantar.
Aún nos preguntamos cómo pudo ocurrir y cómo pudo sostenerse y perdurar. Allanó el camino de sus posibilidades una psique colectiva adoctrinada por dos generaciones en la promesa del cambio violento. Nuestra clase política y muchos de nuestros intelectuales, con diferentes grados de convicción, sostenían que la pureza del "sueño martiano" —manera de llamar con una metáfora cursi a un estado ideal de convivencia republicana— era alcanzable mediante la acción de los fusiles. Desde hacía por lo menos 25 años, si contamos a partir del derrocamiento de Gerardo Machado, los cubanos vivían en expectativa de revolución, aunque la gran mayoría no la tomara en serio.
Los líderes de todos los partidos invocaban la palabreja en sus discursos; y los intelectuales, en sus artículos y libros. No creo que nadie estuviera muy seguro de su carácter ni de las terribles consecuencias que habría de traer consigo, pero insistían en un argumento que despreciaba los mecanismos democráticos al tiempo que enaltecía la jubilosa pasión por el cambio brusco. Esa fue la verdadera raíz del mal.
La renuncia de Batista en la madrugada de aquel aciago 1 de enero puso en marcha no el fin de un Gobierno —cuya impopularidad había ido en ascenso durante los dos años que duró una contienda civil de baja intensidad que, sin embargo, coexistió con un momento de bastante prosperidad—, sino el fin del régimen republicano tal como lo conocíamos hasta entonces y como lo habían concebido nuestros próceres fundadores. De repente, cualquier transición ordenada al vacío de poder que dejaba el presidente en fuga se descartaba como un trámite espurio.
Mucha gente —si bien es difícil cuantificar el porcentaje— creía que la maquinaria del Estado debía entregársele a un grupo de soldados irregulares, acaso sin darse cuenta de que esa opción barría con todos los fundamentos de la sociedad constituida. Esa avenencia popular con la toma del poder revolucionario fue el gran crimen del que la mayoría de los cubanos de entonces —por ligereza e ignorancia, más que por maldad deliberada— resultó cómplice.
Así empezó la eternidad castrista: un acto de prestidigitación que nos sustrajo del tiempo de la historia real para hacernos ingresar, como pueblo, en la intemporalidad totalitaria, un siniestro "país de las maravillas" donde el terror se aplicaba para resguardo de un proyecto delirante y ridículo, sustentado por la desenfrenada oralidad del "máximo líder" de la revolución dedicado prolijamente a fabricar castillos en el aire.
Hay que reconocer que, desde los primeros días, hubo personas que advirtieron, con pasmo, que la nación había caído en las manos de un loco. Desafortunadamente, eran una minoría insignificante cuyos avisos no serían atendidos.
La primera década, cuando aún todo estaba intacto, sería la de las promesas y las metas absurdas. Empezaría por la reforma agraria, que arruinó la industria agropecuaria cubana, y terminaría con la célebre "zafra de los Diez Millones". Desde la tribuna prometían que la leche habría de correr por tuberías y los huevos se convertirían en rubro de exportación; el arroz cultivado en la Isla alcanzaría para autoabastecernos y también los cítricos y los frutos menores.
El fracaso de la zafra gigantesca fue el mayor descalabro aceptado abiertamente por el régimen. Para entonces, ya hacía mucho que la economía estaba en ruinas, aunque aquí y allá todavía se contaba con las apariencias.
A partir de 1968, cuando comenzó la "Ofensiva Revolucionaria" que aniquilaría al resto de empresa privada que quedaba en el país, el énfasis estaría puesto en la internacionalización y sovietización del proceso político. En ese segundo decenio, el régimen cubano dedicó sus contados recursos a la guerra de Angola y a otros escenarios como Etiopía y Granada en tanto se sojuzgaba definitivamente la cultura y los organismos del Estado adquirían un perfil definido. Volverían los coroneles y los generales al tiempo que una "Constitución" carente de legitimidad, calco de la soviética, consagraba el status quo.
La tercera década se inauguraba con las visitas de los cubanos del exilio que venían a oxigenar la sofocada economía y cuya presencia en Cuba provocó la crisis de la embajada del Perú y el éxodo masivo del Mariel, y que, tras pocos años de una precaria mejoría en el terreno de los abastos básicos, dio paso, con el desplome del mundo comunista, al llamado Periodo Especial en que los cubanos se hundieron en una economía de subsistencia y de empecinado rechazo a los cambios que transformaban medio mundo.
Cuando el castrismo cumplía 40 años, la visita del papa Juan Pablo II y, poco después, la llegada de Chávez al poder en Venezuela, servirían para mejorar ligeramente su fachada y darle un segundo aire a un régimen ya entonces tan decrépito como su líder, que enfermó gravemente antes de alcanzar el medio siglo de poder absoluto.
El reino de su hermano que, formalmente, acaba de concluir, y en el que algunos ilusos pusieron grandes esperanzas, fue un fiasco colosal en que los rasgos más notables de la gestión socialista adquirieron categoría de permanentes: la absoluta ineficacia administrativa, la corrupción instituida y el envilecimiento ciudadano campean sobre el fondo de un menesteroso resurgimiento de la pequeña empresa. El naufragio de la nación cubana puede certificarse tal vez sin remisión.
Esta catástrofe que no podemos reseñar sin pesar se ha producido en un marco de grotesca banalidad; ha sido fútil y, queriendo ser grave, no ha logrado más que ser ridícula: una monstruosa parodia que, en medio de consignas grandilocuentes, solo ha sido capaz de mostrar los andrajos de una ideología en quiebra y el acanallamiento de un pueblo noble, sin ningún logro real que atenúe el fracaso o disculpe los crímenes.
Borges definió alguna vez al régimen de Perón (1945-1955) como "años de oprobio y bobería". El castrismo se presta a igual definición, con el injurioso agravante de haberse extendido, al menos, por seis décadas.
Esta es la campaña lanzada en YouTube y redes sociales por cubanos de todo el mundo que se presentan como miembros de la sociedad civil, artistas e intelectuales.