Como un gesto de profundo simbolismo, el 1 de enero el acto oficial para celebrar el 60º aniversario del triunfo de la Revolución cubana se hizo en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba. Más que el cumpleaños de algo vivo, sus defensores se reunieron alrededor del cadáver de un proceso, del ataúd de una utopía.
Las consignas oficiales conmemoraron que hace seis décadas unos barbudos bajaron de la Sierra Maestra e irrumpieron en la vida nacional, pero eso no significa que el país lleve todo ese tiempo en renovación. Queda como tarea para académicos la determinación puntual de la fecha en que los propósitos primigenios fueron traicionados, pero en el día a día es fácil darse cuenta de que la Revolución se nos volvió cadáver.
Como un terremoto o un huracán, el proceso que se inició en 1959 tuvo un corto tiempo de sacudidas, pero las consecuencias de aquel impulso inicial se han extendido en el tiempo y determinado la vida de millones de personas. Los vientos que generó arrasaron generaciones y moldearon la mentalidad de todo un pueblo. Sus coletazos represivos han afectado a todos, con más intensidad y gravedad que el beneficio de sus llamadas “conquistas” sociales.
Ahora, aunque el Gobierno insiste en seguir llamándole “Revolución cubana” a la situación política, económica y social que hemos vivido, cualquier estudioso de la historia puede encontrar periodos notablemente diferenciados en los que han cambiado los paradigmas, los propósitos y sobre todo los plazos para cumplir la promesa inicial de un futuro luminoso. La cronología de la decepción tiene más fechas que aquella destinada a los instantes de satisfacción.
De momento, es casi obligatorio hacer un balance para contrastar logros y fracasos, sobre todo para responder a la pregunta de si tantos sacrificios, muertes, pérdida de derechos, éxodos, prisiones, se corresponden con lo alcanzado, o —al menos— con lo que se proclama como logrado. ¿Valió la pena poner patas arriba una nación, desarticular su economía para volverla a redefinir y empujar al exilio a millones de hijos de esta tierra?
A lo largo de las tres primeras décadas, el propósito expresamente declarado del proceso era “construir el socialismo” y específicamente el sistema descrito en los manuales de la academia soviética, de los cuales no era posible apartarse un milímetro so pena de incurrir en el grave pecado del revisionismo. Eran los tiempos de dibujar el futuro con colores vivos y reclamar el sacrificio absoluto de los cubanos en aras de ese ideal.
Cuando el sistema colapsó en Europa del Este, las autoridades de la Isla se apresuraron a agregar el pronombre posesivo “nuestro” al socialismo y a partir de allí cualquier transgresión del dogma fue permitida. Retocaron el proyecto para que encajara en el nuevo contexto histórico y con semejante labor de maquillaje traicionaron a los seguidores más ortodoxos. Allí fue donde la Revolución murió para quienes aún no la habían enterrado cuando el éxodo de Mariel en 1980, el apoyo de Fidel Castro a la entrada de los tanques soviéticos en Praga en 1968, o los fusilamientos masivos de los primeros años.
A inicios de la década de los noventa del siglo pasado y sin que mediara una explicación fundamentada en la teoría marxista, los religiosos de cualquier denominación fueron invitados a ingresar en el Partido Comunista, los negocios privados, que habían sido exterminados y satanizados en la Ofensiva Revolucionaria, fueron permitidos y para colmo de herejías, al no existir ya “la tubería” por donde llegaba el subsidio de la Unión Soviética, se consideró necesario y provechoso aceptar y promover las inversiones extranjeras, obviamente de países capitalistas.
Los preceptos del “igualitarismo” ramplón que habían moldeado la realidad social durante los primeros pasos del proceso se toparon con la realidad de que surgieron nuevos ricos y que el Estado no podía garantizar un mercado racionado que pudiera cubrir las necesidades de la gente ni un sistema de privilegios materiales para ganar fidelidades. El dinero retomó su valor de cambio en la medida que el turismo extranjero llegó a la Isla y el dólar delineó el nuevo rostro de la cotidianidad en la Isla.
Agotado el entusiasmo, apagada la ilusión de que el proceso revolucionario pudiera ofrecer una vida digna a cada cubano, solo quedó la represión para mantener el control. Las conquistas en servicios públicos, como la educación y la salud, también sufrieron un franco deterioro y hoy languidecen bajo los problemas de infraestructura, la excesiva ideologización y las grandes ausencias éticas.
El líder inicial tampoco está. Los años de la convocatoria permanente y de la movilización perenne que impuso Fidel Castro han quedado atrás. Su hermano, Raúl Castro, trató de imponer el pragmatismo durante su mandato pero apenas logró destrabar algunos absurdos legales como permitir que los cubanos pudieran viajar y vender o comprar autos y casas. Su sucesor, Miguel Díaz-Canel, no logra pasar del discurso de la continuidad aunque se vista en manga de camisa y se muestre, por primera vez en más de medio siglo, acompañado de una primera dama.
De ahí que el aniversario 60º se celebre en un momento crucial. Una decena de octogenarios, sobrevivientes de purgas, infartos y accidentes, autoproclamados como la generación histórica de la Revolución, empieza a preparar su retirada y a aceptar la ineludible realidad de que necesitan un relevo. Los nuevos lobos de la camada exhiben sus manos limpias de sangre y confiscaciones mientras juran lealtad y prometen sostener la continuidad a cualquier precio.
De momento, el hecho más notorio y trascendente que deja su marca en el sexagésimo cumpleaños es la nueva Constitución de la República. Una relación de artículos que busca dejar “atado y bien atado” el sistema para los potenciales herederos que quieran atreverse a cambiar algo. Es la hoja de ruta del inmovilismo, el rígido e inapelable testamento político de un proceso que una vez se vanaglorió de renovador e irreverente.
El texto de la nueva Carta Magna ha sido promovido como una forma de adecuar los propósitos iniciales de justicia social a los nuevos tiempos que impone el siglo XXI. Sin embargo, a todas luces se trata de un conjunto de normativas para atar las manos a cualquier reformista que pretenda cambiar el rumbo. No son alas para el futuro sino un ancla firmemente aferrada en el pasado, un peso muerto con etiqueta de “revolucionario”.
En su articulado se consagra la “irrevocabilidad del socialismo” y el rol de máxima fuerza dirigente del Partido Comunista, claro ejemplo de la voluntad conservadora —negación del espíritu revolucionario— que desde hace mucho tiempo domina al régimen. Se trata del último gesto para intentar controlar desde la tumba de la Revolución cubana la vida que discurre aquí afuera. Un difunto que busca regular cada paso, cada bocanada, como si el ataúd de la historia pudiera condicionar el futuro.