La experiencia de la diáspora cubana ha sido una calle de doble sentido: los que partieron han tenido que vivir mirando a la isla y los que decidimos permanecer tuvimos que aprender a vivir con una sensación de pérdida. Todos hemos sido tocados por el drama del exilio.
Uno de los grandes dramas de la Cuba revolucionaria ha sido el exilio de cientos de miles de sus ciudadanos. Delitos cometidos en el pasado, desavenencias políticas, precariedades económicas, búsquedas de otros horizontes, reunificaciones familiares y hasta cansancio histórico: razones de todo tipo los han impulsado a esa aventura que comenzó desde el mismo año 1959.
A lo largo de seis décadas intensas, el sur del estado de Florida, en Estados Unidos, ha sido el destino más recurrido de esos emigrados, que llegan a sumar la quinta parte de la población de la isla y que han desgajado a prácticamente cada familia del país. Allí se han agrupado y definido por épocas y acontecimientos.
Según el momento, han sido llamados el “exilio histórico”, el “éxodo del Mariel” o “los marielitos”, “los balseros de 1994”, “los quedados”. Movidos mayormente por razones políticas (sobre todo los primeros, por la década de los sesenta) o por a la búsqueda de mejoras económicas (balseros y quedados, todavía hoy), algunas de sus motivaciones pueden ser intercambiables o se manifiestan como una mezcla de ellas.
Para todos esos cubanos que partieron de su país existe, sin embargo, un elemento que los aglutina y caracteriza: el desgarramiento, que muchos han combatido con una actitud similar: vivir fuera de Cuba mirando hacia Cuba. O como diría un colega escritor —también exiliado y refiriendo su propia experiencia—: “El problema de los cubanos es que ni yéndonos de Cuba nos vamos de Cuba”.
Aun cuando por decisión personal yo haya decidido permanecer en la isla como testigo cercano de este proceso de desarraigo, cada vez que recorro las calles de la ciudad de Hialeah, en Florida, se me revelan las proporciones de un drama espiritual.
Uno de los símbolos de esta ciudad y también uno de los iconos del estado al sur de Estados Unidos es el flamenco rosado. El origen de los flamencos rosados en Florida sigue siendo debatido. Una de las teorías más difundidas asegura que un grupo de esas elegantes aves llegó desde Cuba, de donde fueron importadas para adornar los estanques del famoso hipódromo de la joven urbanización.
Se dice que los primeros flamencos, cumpliendo un destino ancestral, apenas puestos en libertad volaron de regreso a la isla donde habían nacido. Solo fue después de los devastadores huracanes que arrasaron con La Habana y con Hialeah en septiembre y octubre de 1926, que otros cien flamencos importados de la isla, y a los que se les cortaron las alas, permanecieron y se aclimataron a los pantanos de la península para convertirse en uno de sus emblemas.
De la década de los sesenta a los ochenta, Hialeah acogió y brindó oportunidades económicas a unos refugiados que llegaban apenas con un par de maletas de ropa. Gracias a la cantidad de “factorías” que entonces existían en la ciudad, cubanos de todas las profesiones y niveles educacionales comenzaron la ardua reconstrucción de sus existencias hasta reconvertir esa localidad en un reservorio cultural de los modos y costumbres de su país natal.
La nostalgia funcionó entre ellos como un estado de ánimo y también como una industria necesaria. Así Hialeah se fue poblando de restaurantes donde se vendían fritas y pizzas cubanas (gordas, chorreantes de queso), puestos de pasteles de guayaba y café cubano (dulce hasta la repugnancia), tiendas de artículos para enviar a Cuba o para consumir entre cubanos, incluidas las llamadas botánicas que ofrecen insumos e imágenes para los cultos sincréticos afrocubanos. Y en 1981 Raúl Martínez se convirtió en su primer alcalde cubano.
Por ello, cuando a fines del siglo pasado, las “factorías” comenzaron a ser trasladadas a otros países, los emigrados cubanos permanecieron en “la ciudad que progresa”, donde ya eran mayoría. Estos cubanos han logrado un milagro de conquista que no pudieron conseguir los antiguos colonizadores españoles capitaneados por Ponce de León o Hernando de Soto: se han apropiado del territorio, dándole su peculiar carácter, a medio camino entre culturas diversas. Ha sido tal su impacto en Hialeah que algunos de los pocos estadounidenses que aún lo habitan han decidido colocar una bandera de la Unión en las entradas de sus casas para advertir que ellos son distintos. Y lo son porque más del 90 por ciento de la población habla español: los angloparlantes son una absoluta minoría.
La relación de los emigrantes cubanos con su país de origen también ha cambiado a lo largo de tan dilatado periodo histórico. Los que partían al exilio en la década de los sesenta dejaban la sensación de que entraban en una dimensión inalcanzable del tiempo y el espacio sin posibilidad de retorno.
Todavía puedo recordar la tarde de 1968 en la que despedimos a uno de mis tíos frente a la casa de mis abuelos, en nuestro barrio habanero. Todos teníamos la sensación de que nos veíamos por última vez y, más que el júbilo, afloraba el dolor de un desmembramiento sin remedio. Sin embargo, cuando despedí a mi hermano menor, treinta años después, sabíamos que pronto nos veríamos porque él podría regresar en poco tiempo o nosotros podríamos ir a verlo a la primera oportunidad en que obtuviéramos una visa temporal estadounidense.
La experiencia del exilio ha sido una calle de doble sentido. Todos hemos sido tocados por su drama en alguna parte —o en muchas— de nuestras sensibilidades e historias individuales: los que partieron, desde el desarraigo; los que permanecimos, desde una sensación de pérdida. Como mi esposa Lucía, cuyo padre partió en 1959, cuando ella tenía seis meses de nacida, y nunca volvieron a verse.
Muchos de mis compatriotas salidos al exilio han logrado un notable éxito económico y no se arrepienten de sus decisiones. Pero que vivan mirando hacia atrás advierte que hay heridas que no cierran. Muchos de ellos no han dejado de sentirse “refugiados” y Cuba flota sobre todas sus plegarias, maldiciones o nostalgias, dichas en silencio o gritadas en público. Al fin y al cabo, son seres con la historia y el corazón partido.
Por ser como son, esos exiliados pueden celebrar el Thanksgiving con pavo, pero la Nochebuena siempre con lechón asado y frijoles negros. Por ser como suelen ser, algunos piden que de Cuba les envíen dipironas, pues alivian más que el Tylenol. Y claro que por ser lo que son fue que hace poco una joven cubana, empleada de un Taco Bell de Hialeah, sacó a relucir su casta cuando se negó a atender a una clienta estadounidense… ¡porque no hablaba en español!
Y aunque pocos de ellos optarían en algún momento por regresar a vivir en Cuba, el hecho de que arrastren a la isla consigo los define y, curiosamente, los fortalece: esa certeza forma parte de sus actitudes y de su orgullo.
Para saber quiénes y cómo son, resulta revelador uno de esos paseos por la ciudad de Hialeah, a donde mis compatriotas han trasladado una Cuba que puede ser orgullosa, emprendedora y hasta marginal, con sus casas multifamiliares (los famosos efficiencies) y sus edificios opresivos y con un ayuntamiento en el que ondea una bandera estadounidense pero en cuyo muro frontal, mal disimulado, es posible ver el dibujo de la enseña cubana.
Como los flamencos rosados de hace casi un siglo, muchos de mis compatriotas otean en el horizonte y, aunque no emprendan el vuelo de regreso, saben de dónde son y por eso son como son: cubanos en un exilio en el que tantos han reconstruido sus vidas y en el que a tantos ya se les ha ido la vida.