“Existe una tradición centenaria de censura que comenzó durante la Colonia española y continúa hasta hoy”, me dijo hace unas semanas Antón Arrufat, uno de los escritores más respetados de Cuba mientras conversábamos sobre la nueva y controvertida ley conocida como el Decreto 349, que ha generado gran preocupación en la comunidad cultural habanera.
El decreto requiere que los artistas obtengan aprobación estatal antes de exponer su obra, además de regular el contenido audiovisual. Se prohíbe, por ejemplo, el “lenguaje sexista, vulgar y obsceno” o los usos de “los símbolos patrios que contravengan la legislación vigente”. Las penas van desde una multa hasta la confiscación del equipo y la cancelación de la licencia artística.
La oposición al decreto ha sido generalizada y figuras tan diversas como Silvio Rodríguez, el cantautor de la Revolución cubana, y Tania Bruguera, la artista disidente, han exhortado al gobierno a dar marcha atrás. Durante una reunión con altos funcionarios del Ministerio de Cultura, un grupo de artistas expresó su temor ante el retorno de un tipo de censura que no se ha visto en décadas.
Una de las voces más elocuentes contra el decreto ha sido la de Arrufat, poeta, dramaturgo y novelista que a sus 83 años ha vivido todos los altibajos de la Revolución cubana. “Todo intento de censura termina por fracasar”, me dijo, “porque convierte la obra de arte en monumento: hace que la gente le ponga atención, le da fama. Al final, la censura se olvida y la obra perdura”.
Arrufat sabe muy bien lo que ha sido la censura en Cuba: a principios de la década de los setenta se le acusó de contrarrevolucionario después de la publicación de Los siete contra Tebas. Basada en la tragedia griega de Esquilo, esta obra de teatro —la historia de un tebano que regresa a su tierra natal al frente de ejército invasor— fue interpretada como una expresión de apoyo a la invasión de playa Girón, encabezada por exiliados cubanos. Tras el escándalo, Arrufat perdió su empleo en un teatro habanero y pasó más de una década sin poder publicar.
La censura de Arrufat fue parte de una campaña gubernamental en la década de los setenta que intentó controlar a artistas y escritores y hacer que sus obras promovieran los valores de la Revolución cubana. El escritor cubano Ambrosio Fornet se ha referido a este periodo como un “quinquenio gris” (otros críticos aseguran que se trató, en realidad, de todo un “decenio negro”), marcado por la censura y el acoso. Fue en estos años que el breve encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, un amigo de Arrufat, desató un gran escándalo a nivel internacional. El “caso Padilla” llevó a muchos intelectuales que habían apoyado la Revolución —el ejemplo más célebre es el del escritor y premio nobel Mario Vargas Llosa— a romper con el régimen de Fidel Castro.
Esta política represiva tuvo efectos desastrosos para Cuba: la efervescencia cultural que siguió a la revolución de 1959 paró en seco después de que decenas de escritores —entre ellos muchos amigos de Arrufat— abandonaron la isla. En el extranjero, las noticias del maltrato sufrido por figuras como Arrufat, Padilla y posteriormente Reinaldo Arenas oscurecieron la imagen de Cuba. La nación pasó de ser aplaudida como un centro de libertad creativa y experimentación —como lo fue a principios de la década de 1960, cuando Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Allen Ginsberg visitaron La Habana— a ser criticada por censurar a intelectuales y artistas.
La situación de Arrufat y de otros artistas “parametrados” —como se le llamaba en aquellos años a quienes figuraban en la lista negra— mejoró en los años ochenta con la llegada de Abel Prieto, un escritor que comenzó dirigiendo una editorial estatal y llegó a ser ministro de Cultura en la década de los noventa. Prieto que se propuso rehabilitar a muchas figuras que habían caído en desgracia, entre ellas Arrufat, Virgilio Piñera y José Lezama Lima.
En 1984, Arrufat publicó La caja está cerrada, una novela de 700 páginas inspirada en los años de su infancia en Santiago de Cuba, que escribió durante los años en que estuvo censurado, cuando el único trabajo que pudo encontrar fue en el sótano de una triste biblioteca en una orilla de La Habana. “En aquellos años no pude publicar una sola palabra en ningún medio impreso por el gobierno”, recuerda Arrufat. “Mis libros fueron retirados de las bibliotecas de todo el país. Pero yo seguí escribiendo porque era la única cosa que no podían quitarme”.
La injerencia del Estado cubano en la cultura disminuyó en la década de los noventa, tras el colapso de la Unión Soviética, y se redujo todavía más a partir de 2006, después de que Raúl Castro asumió la presidencia. En poco más de diez años, se ha visto un renacimiento del sector cultural que recuerda los días de gloria de principios de los años sesenta: hoy La Habana cuenta con un reconocido festival de cine internacional, decenas de galerías independientes y varias compañías de teatro, danza y música.
Gracias a estos cambios, ha surgido un nuevo tipo de turismo cultural: coleccionistas de arte, agentes literarios y equipos de televisión y cine extranjeros llegan casi todos los meses a Cuba en busca de nuevos talentos. Hoy, los cubanos gozan de un nivel de libertad de expresión que asombra a muchos visitantes: las obras de teatro, las películas, los performances abordan abiertamente problemas como la política, la sexualidad, la censura y otros temas espinosos que en el pasado pusieron en aprietos a figuras como Arrufat.
Arrufat también se ha beneficiado de esta nueva ola de libertad artística. Luego de haber recibido (en el año 2000) el Premio Nacional de Literatura, el más alto honor literario en Cuba, su obra Los siete contra Tebas por fin debutó en un teatro de La Habana en 2007, casi cuarenta años después de que fue escrita. Y en 2016, Arrufat inauguró su propio centro cultural, el Ateneo de La Habana, en una elegante mansión que el gobierno puso a su disposición. Ahí ha tenido plena libertad para crear un programa cultural muy diverso, que incluye lecturas de poesía, exposiciones de pintura, presentaciones de libros y mesas redondas con académicos estadounidenses.
Arrufat teme que el Decreto 349 resulte en un retorno del tipo de censura que él mismo padeció. “Los artistas y escritores podrían pagar un precio todavía más caro ahora”, comenta Arrufat. “En los años setenta no existía ningún decreto ni ley que justificara la censura; ahora el derecho a censurar está codificado en un decreto”.
Los funcionarios del Ministerio de Cultura han negado firmemente que el nuevo decreto sea una forma de censura, pero los cubanos tienen razón al preocuparse. En teoría, la brigada de inspectores tiene el poder de interrumpir una lectura de poesía en el Ateneo de Arrufat, la inauguración de una exposición en una galería o la presentación de una obra de teatro, si se considera que el contenido es violento o inmoral. Aunque Arrufat duda que esto llegue a ocurrir, el decreto ha causado gran preocupación entre artistas e intelectuales.
Los legisladores cubanos deberían rechazar este intento de imponer nuevos límites a la creación artística —de la misma manera en que hace unos meses reconsideraron la aplicación de una serie de restricciones a los cuentapropistas— para proteger uno de los sectores más vivos, sofisticados y creativos de la sociedad cubana, que le ha traído al país un gran prestigio a nivel internacional. El gobierno del nuevo presidente puede aprovechar esta oportunidad para romper con la antigua tradición cubana de la censura. Como hemos visto en las últimas décadas, Cuba nunca ha prosperado tanto como cuando los artistas pueden crear su obra sin injerencia del Estado.