La constante fundamental en los sesenta años de la economía socialista de Cuba ha sido su total incapacidad para generar un crecimiento adecuado y sostenible sin ayuda ni subsidios considerables de una nación extranjera, para poder financiar sus importaciones con sus propias exportaciones. La historia de esta dependencia económica comenzó con España en la época colonial, continuó con Estados Unidos durante la primera república, se expandió de manera significativa con la Unión Soviética y, finalmente, con Venezuela desde el inicio de este siglo.
En los treinta años que transcurrieron entre 1960 y 1990, la Unión Soviética le concedió a Cuba 65.000 millones de dólares (el triple del total de ayuda financiera que le entregó la Alianza para el Progreso del presidente estadounidense John F. Kennedy a América Latina), mientras que, durante su apogeo en 2012, el comercio, los subsidios y la inversión de parte de Venezuela alcanzaron un total de 14.000 millones de dólares, cerca del 12 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB).
A pesar de los extraordinarios subsidios foráneos que ha recibido, la economía cubana ha tenido un desempeño deplorable. En los últimos siete años, ha crecido una tercera parte de la cifra oficial declarada necesaria para un crecimiento adecuado y sostenible, mientras que la inversión ha sido una tercera parte de lo requerido. La producción de los sectores industrial, minero y azucarero está muy por debajo del nivel de 1989, y de los trece productos clave de la agricultura, la ganadería y la pesca, once han reducido su producción. Hoy en día, Cuba está sufriendo su peor crisis económica desde la década de los noventa.
El turismo ha sido el éxito más grande de Cuba. De 2007 a 2017 se duplicó el número de visitantes a la isla, en buena medida gracias a la llegada de más estadounidenses, cuyo número creció considerablemente después de la apertura diplomática del expresidente Barack Obama a partir de 2015. Sin embargo, el huracán Irma y las restricciones del actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, como la prohibición a los turistas estadounidenses de usar hoteles y restaurantes administrados por el ejército cubano y la alarma que ocasionó el ataque sónico sufrido por diplomáticos estadounidenses en La Habana, afectaron el flujo de turistas a finales de 2017 y en la primera mitad de 2018.
La situación mejoró a partir de septiembre del año pasado, pero el aumento de turismo proviene principalmente de cruceros —que ofrecen a sus clientes alojamiento, comidas y excursiones—, visitantes que gastan mucho menos dinero que los que llegan por aire.
A lo largo de la Revolución, Cuba ha sufrido un déficit fiscal anual en el comercio de mercancías, pero desde principios de siglo se ha beneficiado de un superávit de la balanza de los servicios: el turismo y las exportaciones de personal sanitario, vendidos principalmente a Venezuela. Dicho superávit era mayor al déficit en el comercio de mercancías. No obstante, a medida que la economía venezolana se debilitó, el superávit cubano disminuyó drásticamente. Además, el suministro de petróleo de Venezuela se redujo a la mitad y el comercio de mercancías bajó a un tercio.
La explicación de la calamidad cubana ha sido el ineficaz modelo económico de planificación centralizada, empresas estatales y colectivización agraria que sus dirigentes han implementado pese a su fracaso a nivel mundial. Durante su década en el poder, Raúl Castro trató de hacer frente al legado de desastre económico que dejó su hermano Fidel. Lo hizo con una serie de reformas estructurales orientadas hacia el mercado. Abrió las puertas a la inversión extranjera, pero, hasta ahora, el monto materializado ha sido una quinta parte del objetivo establecido por la dirigencia para el desarrollo sustentable.
Por desgracia, el ritmo de la reforma ha sido muy lento y se ha sometido a demasiadas restricciones, trabas e impuestos que impiden el avance de la economía privada y, por tanto, conspiran contra el crecimiento que con tanta urgencia se necesita en la isla. Es tiempo de abandonar este modelo fallido y cambiar a uno más exitoso, como sucedió en China o Vietnam.
El nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel, quien tomó posesión en 2018 —el primero de una nueva generación nacida después de la victoria revolucionaria—, está acorralado por el programa de Raúl y ha prometido “continuidad“. La nueva Constitución, respaldada por la ciudadanía el 24 de febrero a través de un referendo, tampoco introduce ningún cambio significativo al modelo resistente de planificación central predominante y propiedad del Estado por encima del mercado y la propiedad privada.
La única salida de este abismo para Cuba sería acelerar y profundizar las reformas, siguiendo los modelos exitosos de China y Vietnam de socialismo de mercado bajo el régimen del partido comunista; algo a lo que se oponen los miembros de la vieja guardia ortodoxa de Cuba, que ahora exceden los 80 años, pero que todavía mantienen puestos clave en el partido y en el gobierno.
La producción agrícola deficiente es resultado de la colectivización agraria y obliga a que se importen 1500 millones de dólares en alimentos cada año. La reforma agraria de Raúl Castro consistió en distribuir las tierras ociosas estatales entre los campesinos —pero sin que dejaran de pertenecer al Estado—, mediante contratos de veinte años que pueden cancelarse o no renovarse por motivos públicos o por baja productividad. Los campesinos deben vender la mayor parte de sus cosechas al Estado a precios fijados por este, por debajo de los precios del mercado.
En cambio, las reformas chinas y vietnamitas concedieron la tierra durante cincuenta años o por periodos indefinidos y les permitían a los campesinos vender el producto a quien quisieran y al precio fijado por la oferta y la demanda. A los pocos años, ambos países ya eran autosuficientes en cuanto a sus alimentos y exportaban excedentes, en particular Vietnam, que le vende al año a Cuba 250.000 toneladas de arroz que podrían producirse en territorio cubano. Si Cuba introdujera este tipo de reforma, resolvería la escasez crónica de alimentos y eliminaría sus importaciones.
El trabajo por cuenta propia provee empleo al 13 por ciento de la fuerza laboral cubana, genera un 12 por ciento del PIB y ofrece alojamiento en casas particulares y comidas en restaurantes pequeños (paladares) a los turistas. Sin embargo, el gobierno ha impuesto restricciones severas, ha suspendido las licencias para ciertas actividades y aumenta los impuestos de manera exponencial según el número de empleados contratados. La razón ideológica detrás de estas limitaciones absurdas es evitar la concentración de la propiedad y la riqueza, justo lo opuesto a lo que han hecho China y Vietnam, donde el sector privado es el más dinámico de la economía.
Si se implementaran las políticas antes mencionadas y se les permitiera a los inversionistas extranjeros contratar directamente y pagarles un salario completo a sus empleados, Cuba experimentaría una mejora considerable en la economía y el gobierno podría emprender la unificación monetaria que tanto se necesita para atraer más inversión y eliminar las distorsiones que plagan la economía.