El Gobierno de Mao Zedong invitó a Tenzin Gyatso, que por aquel entonces tenía 23 años, a una obra de baile tradicional que debía celebrarse el 10 de marzo de 1959 en el cuartel del Ejército chino en Lhasa.
El Tíbet ya llevaba ocho años bajo control chino: durante aquellos años, Tenzin Gyatso —así se llama el XIV dalái lama, el actual— había intentado negociar la autonomía de la región con Mao, pero la vía del diálogo no estaba funcionando.
En Lhasa se corrió la voz de que aquella obra aparentemente inocente era una trampa de China para secuestrar al líder espiritual tibetano. Miles de personas se agolparon a las puertas del palacio veraniego del dalái lama, el Norbulingka, para evitar que saliera y protegerlo. Tras una semana de revueltas, Tenzin Gyatso se despojó de su túnica de monje, se puso un abrigo negro y se echó un rifle al hombro. Una vez camuflado, según relata en sus memorias, salió del palacio escoltado por dos soldados y logró pasar desapercibido entre la muchedumbre.
Se exilió en la India.
Sesenta años después, el dalái lama es icono pop, guía espiritual para budistas y no budistas, cabeza visible de la religión favorita de muchos que dicen no ser religiosos. Es una de las pocas personas —aunque sea por paradojas de la política— capaces de poner de acuerdo a un anticomunista furibundo con un hippie nostálgico. Es una de las pocas figuras históricas que transformaron el siglo XX que sigue con vida, sobre todo tras las muertes de Nelson Mandela y Fidel Castro.
Durante los últimos años, el premio nobel de la Paz ha recibido críticas por su supuesta tibieza ante la masacre de la minoría rohinyá a manos del Ejército birmano, dominado por budistas. El dalái lama envió una carta a la líder de facto de Birmania, Aung San Suu Kyi, para pedirle que intercediera, y dijo: “Buda habría ayudado a esos pobres musulmanes”.
(La extraña convicción, muy extendida en Occidente, de que el budismo infunde en las almas un pacifismo inquebrantable no solo la desmiente Birmania, sino también Sri Lanka, cuyo Ejército acabó por las armas en 2009 con la guerrilla tamil en una sangrienta ofensiva final que fue ignorada de forma grosera en todo el globo).
El archienemigo del dalái lama siempre ha sido obviamente China, que ha prohibido la visita de extranjeros al Tíbet con motivo de la efeméride del 10 de marzo. El dalái lama se ha mostrado durante mucho tiempo dispuesto a negociar con China una autonomía que no supusiera la independencia plena del Tíbet, pero Pekín sabe que tiene la sartén por el mango y no tiene motivos para ceder ni un ápice. Al contrario: sabe que, aunque después habrá otro dalái lama, cuando fallezca Tenzin Gyatso la causa tibetana recibirá un duro golpe.
“Para los tibetanos en el Tíbet, han sido sesenta años de resistencia pacífica y sufrimiento bajo el régimen chino”, dice en una entrevista a través de correo electrónico Sonam Dagpo, secretario de Relaciones Internacionales de las autoridades tibetanas en el exilio. “Para los que están en el exilio, han sido sesenta años de lucha política para recuperar la libertad”.
No hay nada que sugiera que las cosas se vayan a mover. Dagpo admite que “muchos Gobiernos caen presa de las presiones económicas y políticas chinas”, en alusión al vacío diplomático que a menudo sufre el dalái lama y en general quienes piden una mayor autonomía o la independencia para el Tíbet.
Unos seis millones de personas viven en el Tíbet. Hay unos 150.000 tibetanos en el exilio, entre ellos 100.000 en la India. Muchos no han nacido en el Tíbet y son de segunda o tercera generación, como los palestinos que nacieron en Siria y nunca vieron la tierra de sus antepasados. Las nuevas generaciones deberán decidir el futuro de la causa.
¿En otra vida?
Uno de los refugiados más ilustres del mundo cumplirá en julio 84 años y afronta el último tramo de su vida concentrado en la esfera simbólica y algo más alejado del mundanal ruido.
“Su Santidad devolvió sus responsabilidades políticas en 2011. Pero él es el símbolo de la religión, la cultura y la identidad tibetanas”, dice Dagpo, que se refiere así al momento en que el dalái lama abandonó formalmente el poder en el gobierno tibetano en el exilio, cuya sede se encuentra en McLeod Ganj, en las faldas del Himalaya.
En mi última visita a McLeod Ganj, en 2016, tuve la sensación de que el exilio tibetano era más consciente que nunca de que la situación política no iba a cambiar. Se preparaba, con resignación, para un pulso a largo plazo. Ya lo dijo el dalái lama en sus memorias: “La situación actual puede alargarse durante toda nuestra vida, pero no puede durar para siempre”.
Con China más fuerte que nunca y la consigna de Free Tibet víctima del desgaste histórico y quizá enterrada en el barro de la nostalgia, los esfuerzos diplomáticos siguen, pero casi todo el empeño se pone en el reforzamiento de la identidad cultural y religiosa, que se espera que trascienda el plano político. Y eso pasa, inevitablemente, por la figura del dalái lama, por mucho que se haya alejado de la política.
En el desangelado vestíbulo de la primera planta del parlamento de las autoridades tibetanas en el exilio indio, en McLeod Ganj, había una galería fotográfica de los sucesivos parlamentos: el primero, de 1960, con solo 12 diputados; el último, con 45. Al lado estaba la habitación que acoge a la cámara legislativa. La sala, minimalista y blanca, estaba presidida por un trono espigado, el que pertenece a “Su Santidad”, que rara vez acude a la cámara. Detrás del trono colgaba un retrato del dalái lama; a los costados, había una fotografía del Norbulingka —el palacio del que huyó— rodeado de montañas nevadas, y un mapa gigante del Tíbet.
En aquel edificio hablé con Acharya Yeshi Phuntsok, vicepresidente del parlamento. Le pregunté si la causa tibetana estaba perdiendo fuerza.
“Incluso en un siglo como el XX, de tecnología y desarrollo, de mucha competición y conflicto, hemos conseguido luchar y mantener vivo el movimiento tibetano. Creo que somos muy valientes. Todo el mundo va detrás del dinero, el músculo y el poder militar, como China, pero nosotros hablamos de la no violencia”, me dijo.
Pensé en formular la pregunta de otra manera y le dije si tenía la esperanza, algún día, de volver al Tíbet.
“Comparado con un siglo o con la vida de una persona, son muchos años en el exilio. Pero para un movimiento o una causa, no son nada”.
AGUS MORALES, BARCELONA, MARZO DE 2019