“Como la tengo aquí tan dentro, se me hace normal: mi nieta es mi nieta, sea así, de otra manera, boca arriba o boca abajo”. Es Juana quien, a sus 88 años, explica tocándose el corazón lo que piensa de que su nieta, Silvia Tostado, sea lesbiana y se haya casado con su pareja, Noelia, con la que comparte dos hijos, una niña de seis y un niño de dos. En una ceremonia “bonita, bonita”, añade. La otra abuela de Silvia, Catalina, está de acuerdo. “Lo mismo me da que estés con una mujer que con un hombre, tú eres mi nieta igual”, le responde cuando esta le pregunta qué piensa de la decisión que le cambió la vida.
Es uno de los vídeos que se pueden ver en el canal #MiPueblitoBueno de la Fundación Triángulo Extremadura, un proyecto para mostrar sin prejuicios la vida de una mujer lesbiana en los pequeños pueblos de la región. Silvia se crió en Miajadas, un municipio de menos de 10.000 habitantes que se encuentra al sur de la provincia de Cáceres. La experiencia de la responsable del área de familias de la fundación tras atreverse a dar el paso y confesar su orientación sexual fue muy positiva, y a día de hoy considera que haber salido del armario “es lo mejor que he hecho en mi vida”, como explica a este medio. Hoy, se ha convertido en una de las grandes activistas de la comunidad extremeña.
“En el pueblo no eres simplemente Silvia, sino que eres la hija de alguien, la nieta de alguien, la sobrina de alguien… y ahora también somos las madres de alguien”, revela. Su lucha, igual que la de muchas de las mujeres de su entorno inmediato, es la de acabar con el estigma que sigue asociado a la homosexualidad rural, especialmente la femenina, y que no es necesariamente peor que en la ciudad. Porque, como recuerda, pensar que por ser lesbiana en un entorno rural lo vas a tener más difícil que en el urbano, es una manera de perpetuar las dificultades. En sus palabras, “vivir la vida pensando que va a ser un drama lo va a hacer aún peor, hay que eliminar el estigma y mostrar que aunque hay situaciones discriminatorias, también hay historias positivas”.
Un estigma, el ligado a las personas homosexuales o trans, que es también el que está relacionado con el mundo rural. “Tenemos internet, disponemos de servicios y somos muy diversos, no gente con garrote sentados a la puerta de las casas como se siguen pensando muchos”, lamenta Silvia. Está de acuerdo con ella Lidia Gil, de 26 años, que salió del armario a los 13 años en su pueblo natal, Alcuéscar, de unos 3.000 habitantes. Fue la primera en hacerlo. Nadie que ella conociese se lo había contado a sus padres. Pero la experiencia fue completamente positiva. “Es que no sé qué contarte, porque no he tenido ningún problema”, se ríe cuando se le pregunta por sus vivencias.
Lidia lleva unos 10 años saliendo con su pareja, Soledad, cuya experiencia es muy semejante a la suya, solo que ella sí conoció a un familiar que había salido del armario. Se crio en Almoharín, con algo menos de 2.000 habitantes. “Tenía un poco de miedo, era la rarita porque no tenía novio y mis amigas sí”, explica. Empezó a salir con un chico, y se cansó: “Yo soy como soy y ya está”. La respuesta de su familia fue positiva. Aunque todas ellas reconocen que aún hay un alto grado de homofobia en España, la solidaridad que se establece en las pequeñas comunidades rurales les ha permitido salir adelante sin problemas. Incluso alguna reconoce haber sentido más miedo en la universidad, donde tenía que confesar su sexualidad a gente con la que debía convivir día tras día.
Cuando eres libre, pero no hay muchos como tú
El pasado fin de semana se denunció una agresión homófoba a tres jóvenes en Cáceres en un local de la zona de la Madrila, una muestra de que aún queda mucho trabajo por hacer. Es común entre estas mujeres que se sientan mucho más protegidas en su pueblo, donde todo el mundo las ha conocido desde pequeñas, que en la ciudad y la indiferencia del anonimato. “Aquí puedo darle un beso a mi novia en la calle delante de todos y nadie se extraña porque ya están acostumbrados, pero en la ciudad no sabes qué te van a hacer”, explica Lidia.
Una reciente investigación dirigida por la profesora de la Universidad de Cantabria Noelia Fernández-Rouco en la que han colaborado otros tres profesores ha analizado la satisfacción de las mujeres lesbianas del entorno rural español, señalando la principal dificultad a la que deben enfrentarse: las trabas para encontrar redes de apoyo mutuo en estas comunidades. “Hay cuestiones con un carácter más particular, que tienen que ver sobre todo con el acceso a recursos, con la distancia o el anonimato, aunque suene contradictorio”, explica a este medio la autora. “Cuando el estigma está muy presente, es lo que buscan las personas, y para eso se desplazan de sus lugares de origen o necesitan que estos presenten recursos suficientes que permitan formar estas redes o faciliten la posibilidad de conocer gente”.
Su trabajo recoge el testimonio de 40 mujeres del entorno rural español, la mitad de las cuales aún vivía con sus padres. “Fue muy difícil para mí encontrar pareja”, relata uno de estos testimonios anónimos. “Vivo en un pueblo pequeño y muy conservador, donde los homosexuales son rechazados y humillados”. Su experiencia es muy diferente a la de Silvia, Soledad o Lidia, ya que siempre escuchó en su hogar cómo los homosexuales eran despreciados. Algunas narran cómo intentaron mantener relaciones con hombre: “Tuve mi primera relación a los 17 con un chico del pueblo, y pasamos siete años juntos… y bueno, sentía que faltaba algo”. Otra participante no tuvo su primera relación con una mujer hasta los 24, después de intentar una y otra vez relaciones con hombres.
Silvia está de acuerdo en que probablemente la mayor dificultad que puede encontrar una mujer como ellas es la socialización, la ausencia de referentes y la falta de redes de apoyo. Como explica Fernández-Rouco, su trabajo descubrió que las aplicaciones de citas “eran una vía posible, pero encontraban de manera bastante frecuente que el tipo de contacto al que podían acceder no terminaba siendo de mucha profundidad, y una de sus necesidades clave es la intimidad emocional”. Según su encuesta, un 45% de participantes había recurrido a internet para conocer a otras mujeres, de las cuales un 90% manifestaba que esto no había satisfecho sus necesidades puesto que se trataba de relaciones meramente sexuales.
Abriendo camino
Muchas de las mujeres que han salido el armario en pequeños pueblos son pioneras, ejemplos para el resto de vecinas. Es lo que le ocurrió a Lidia, que fue la primera en Alcuéscar en confesar su sexualidad. “Soy la referencia en el pueblo”, admite. También ha ayudado recientemente a otra pareja de amigas que tenía un poco de miedo de mostrar su orientación ante el resto de vecinos, y que no han tenido ningún problema. Durante mucho tiempo, recuerda Fernández-Rouco, era común que las mujeres homosexuales se marchasen a la ciudad (o a la capital de provincia), lo que dejaba a los pueblos huérfanos de modelos a imitar.
Lidia lleva a cabo también una labor didáctica: es monitora de campamento y, siempre con el permiso de los padres, explica con naturalidad a los alumnos que hay distintos tipos de familia y en uno de ellos puede haber dos mamás. Se trata de un campamento religioso donde duerme con su pareja y donde nunca le han puesto ningún problema, siempre que respete la regla de no mostrar su relación en público, común a homosexuales y heterosexuales. Lidia recuerda que para su sobrina, de nueve años, Soledad siempre ha sido su tía, “y ella es la primera en defendernos a capa y espada”. En los vídeos de Mi Pueblito Bueno, es habitual ver a amigos y familiares (padres, abuelos, tíos) expresando el compromiso hacia ese familiar que ha salido del armario o se encuentra en transición.
¿Se está dejando atrás esa mentalidad que durante décadas obligó a las mujeres lesbianas a vivir sus relaciones de puertas adentro, a veces como objeto de las habladurías de los demás? Fernández-Rouco recuerda que nos enfrentamos a otro momento en el que confluyen un gran número de factores: “No es solo que sea un país católico, sino que también hay otros factores como que se trata de localidades pequeñas, despobladas, donde los jóvenes se marchan y queda la parte más envejecida de la población, con dificultad para acceder a recursos y una educación que no tiene nada que ver con lo que algunos sectores sociales han reivindicado, como el derecho a vivir tu condición personal”. En lugares donde confluyen todos esos factores, añade, el peso de la tradición moral es mayor, y la dificultad de apertura a otras miradas y entender la vida, también.
“Mi perspectiva es que sin duda el entorno nos influye pero no nos determina”, concluye Silvia Tostado, que prefiere utilizar los términos “respeto” y “reconocimiento” que “tolerancia”. Como el reconocimiento que muestran sus abuelas. En el vídeo, la activista le pregunta a Juana si dos mujeres habrían podido convivir bajo el mismo techo en el pueblo. “Pues si se hubiesen 'confrontado', como un hombre y una mujer, pues sí”, responde. Silvia insiste: ¿habrían tenido problemas? “Pues a lo mejor sí, pero habrían vivido”. Y ofrece un último consejo a otros abuelos rozando los 90 como ella: “Que estén contentos, que la mía vive con otra mujer y yo estoy contentísima. Si se quieren y están felices, ¿qué más da que sean dos mujeres o dos hombres?”