Los demócratas enfrentan el dilema de si iniciar o no un proceso de juicio político a Donald Trump, titula hoy la prensa. No hay tal dilema. Ante la certeza de que el Partido Republicano —desintegrado de sus valores básicos durante la última campaña por la presidencia— no llevará a cabo esa tarea, que en primer lugar es a ellos a quienes corresponde iniciar, no hay más remedio que sacar la cara.
Dicho juicio político no debe entenderse como una vía de llegar al poder, sino como un ejercicio de sanación nacional. No queda otro remedio tras el informe de Robert Mueller. No se trata de una estrategia política sino de un imperativo moral.
Tras más de dos años de caos y furia en la Casa Blanca, en última instancia poco hay de nuevo en dicho documento, pero el resumen que ofrece del mal gobierno de Trump es tan abrumador que impide la inercia.
Al argumento de que los demócratas deben concentrar sus esfuerzos en la próxima campaña electoral, que en resumidas cuentas no alcanzará el tiempo para dicho juicio político y de que tampoco hay los votos suficientes para su aprobación —por razones partidistas, no por la ausencia de causa justificada— solo cabe señalar el peligro que para la democracia estadounidense representa oponer una razón de Estado a la justicia.
No otra cosa ha hecho el fiscal general William Barr —en una versión de Maquiavelo reeditada— al justificar la actuación del mandatario con independencia de la legitimidad de sus métodos.
Lo que ha quedado en claro, en estos momentos en Estados Unidos, es que la ley no es pareja para todos, que algunos poderosos pueden gozar de impunidad mientras al ciudadano de a pie le toca perder. Lo demás es palabrería.
El informe Mueller no encuentra delito donde no quiso buscar. Investigaciones en las que no se ha profundizado aún; participantes a los que no se llamó a declarar en persona, comenzando por el mandatario; dudas planteadas pero dejadas a otros el resolverlas. No se trata de juzgar (que no era la función del fiscal especial), sino el detenerse en ciertos momentos de la indagación, ya sea por temor a los resultados, falta de audacia o ante la seguridad de una carencia de poder para seguir adelante. Triste decirlo, pero en algunos momentos el documento es una muestra de cobardía.
Nada de lo anterior disminuye su valor como testimonio: un paisaje desolador donde el presidente de la nación más poderosa del mundo da órdenes que no se cumplen, y se saluda que así sea por lo inadecuado de las mismas.
Penoso que un partido como el republicano, que por décadas se caracterizó por su enfrentamiento vertical a la poderosa Unión Soviética, ahora simplemente mire hacia otro lado frente a la mayor injerencia rusa, en el proceso democrático fundamental de EEUU, de toda la historia.
Tonta la justificación de aquí no ha pasado nada porque unos funcionarios no llevaron a cabo lo que el presidente quería. Algo así como que alguien no es culpable de intentar asaltar a un banco, ya que quien conducía el automóvil estacionó unas cuadras antes y equivocó la dirección.
Risible casi que el presidente Trump recurra 36 veces al “no me acuerdo” durante su declaración por escrito, y repita así el mismo recurso o truco que tanto le criticó a Hillary Clinton durante toda la campaña electoral.
Lo realmente preocupante es que lo ocurrido a partir de este último Gobierno estadounidense despierte las esperanzas de que otros, más delincuentes aún que Trump, busquen aspirar con total impunidad a la presidencia de EEUU.
Este país avanza hacia la disolución de algunos de sus valores fundamentales. Se impone “Hacer de América, Estados Unidos de nuevo”.
ALEJANDRO ARMENGOL, MIAMI, 2019