En los premios Traveller’s Choice 2019, la web turística TripAdvisor acaba de ubicar a Varadero como la segunda mejor playa del mundo, solo superada por Baia Do Sancho, en Brasil.
Es una pena que para los cubanos de a pie, que somos la mayoría, hoy Varadero resulte casi tan inaccesible como Waikiki. En la Playa Azul, donde ahora cobran peaje de entrada, los precios son del Primer Mundo, y a veces más. A los cubanos -casi siempre invitados por algún pariente residente en el exterior que corrió con los gastos- que se alojan en alguna de las más de 50 instalaciones hoteleras propiedad de las FAR o los españoles, los mirarán como a bichos raros, les impedirán el acceso a ciertas áreas reservadas solo para extranjeros o la elite, y si son jóvenes tendrán que cuidarse de que no los tomen por jineteras o pingueros. Y ni soñar con que le permitan a un cubano salir a pasear por el mar en catamarán.
Siento especial nostalgia por Varadero, a pesar de que de las tres veces que he estado allí, hace años, de solo una guardo buenos recuerdos. La primera vez fue en noviembre de 1970. Tenía 14 años. Fui con otros dos amigos, de mi edad, al Festival de la Canción. Íbamos tras Los Bravos (sin Mike Kennedy), Los Ángeles y Los Mustangs. No eran santos de nuestra devoción -no eran Creedence Clearwater Revival ni Santana-, pero en la Cuba fidelista, libre de diversionismo ideológico, no se podía aspirar a más.
Por tanto, no nos podíamos perder la actuación de aquellos grupos españoles. Queríamos que aquel festival fuera nuestro Woodstock. Pero la policía nos echó a perder el plan. Como no les gustó nuestro aspecto, nos condujeron a un mugriento puesto de la PNR. Desde un cartel en la pared nos miraba ceñudo el Comandante en Jefe. No sé si su cara de bravura era por la peste, por nuestro diversionismo ideológico o porque la zafra de los 10 millones no fue.
Al meternos en el calabozo, con todo y la peste a mierda que allí había, casi nos hicieron un favor, porque afuera hacía un frío siberiano. Lo malo fue cuando los policías empezaron a hablar de pelarnos y escuchamos a uno decir: “Estos van completo Camagüey”. Por suerte no pasaron de las amenazas. Nos soltaron en la terminal de Cárdenas, donde cálidamente nos sugirieron: “Váyanse, piérdanse de todo esto pa’l carajo, ahora mismo, chamas…”
Volví a Varadero en el verano de 1979. Fui con Leyda. Llevábamos menos de un año de casados y ella era algo así como mi alter ego femenino. Llegamos de sopetón, con un poco de ropa en la mochila, “de guerrilla”, como se decía entonces, dispuestos a pasarla en grande. En aquella época, cuando el Comandante aún no había vencido su reluctancia por el turismo extranjero, los cubanos todavía podían disfrutar de Varadero (¡oh, happy days!).
Como no conseguimos donde parar, decidimos pasar la noche en el Parque de las Mil Taquillas. Cuando del parque nos echó la policía, nos fuimos a la arena. Bebimos una botella de aguardiente Coronilla, hicimos el amor entre las casuarinas y luego nos quedamos dormidos en la arena. Nos despertaron los guardafronteras, con perros y bayonetas en ristre, para decirnos que no se podía estar de noche en la costa. Regresamos al parque, ya sin policías. Cuando comenzaba a clarear, volvimos a la playa y nos metimos en el mar, a refrescar.
Pudimos conseguir alojamiento, muy barato, en un hotel de madera, viejo y destartalado, que se llamaba Miramar. Estábamos todo el día en la playa, y por las noches nos íbamos a bailar con los Bee Gees al dancing light de La Patana. El único inconveniente era la pareja de la habitación vecina. Cuando hacían el amor, gritaban como si los estuvieran matando. Sus gritos atravesaban las paredes de tabla, como invitándonos a emular. O a intercambiar la pareja, porque con tanta nitidez se oían sus gritos y resoplidos que era como si estuviéramos, juntos y revueltos en la misma cama. Los vimos, una mañana, cuando salían de la habitación y nos sorprendimos de que no eran como los imaginábamos: ella, una aburrida gordita teñida con peróxido, y él, un flaco con portafolio, mostacho, espejuelos de aumento y cara de oficinista de la JUCEPLAN.
La tercera y última vez que estuve en Varadero fue en 1985, en una excursión de ida y vuelta para trabajadores destacados que se ganó mi esposa, que ya no era Leyda, sino Nery. Llevamos a nuestro hijo, que aun no había cumplido los dos años. Todo fue bien, hasta que se nos acabó el agua de beber. Buscando infructuosamente donde llenar las botellas de agua, perdimos el zapato izquierdo del niño. Fue una tragedia porque el par de zapatos chinos Gold Cup nos había costado una fortuna en la tienda Yumurí. Y créanme que en aquellos años 80 que algunos tanto añoran -no acabo de entender por qué- tampoco alcanzaba el dinero para llegar a fin de mes.
Desde entonces, no he vuelto más a Varadero. No he hecho ni el intento. Supongo que después que quedó reservado sólo para extranjeros y privilegiados de la élite, siendo disidente, me hubieran expulsado de mucho peor modo que en 1970, o ni me hubiesen dejado llegar. De cualquier modo, aunque en Varadero no haya conocido la paz, como el Benny, esa playa sigue indisolublemente asociada en mi mente a la felicidad. Pero no pienso volver allí.
Me duele que hoy Varadero sea muy distinta a lo que fue, más plástica y fría, y que su disfrute esté prácticamente vedado para la mayoría de mis compatriotas. En 2010, a propósito de los planes de demoler el Hotel Internacional, las Cabañas del Sol y varias manzanas del centro urbano de Varadero, el Comité Internacional de Monumentos (ICOMOS-Cuba) preguntaba en una carta abierta “hasta dónde llegará la transformación de la Playa Azul y su creciente pérdida de identidad, convirtiéndola en un resort globalizado y ajeno a la cultura cubana”.
Me temo que los mandamases, siempre ávidos de divisas para sus bolsillos, no les hicieron caso a aquella carta, y mucho menos les interesarán las añoranzas de nostálgicos como yo.