El 22 de marzo de 2016 fue un día primaveral de sol brillante. Recuerdo que antes de ir a la embajada de Estados Unidos en La Habana tuvimos una cita en la residencia de la agregada de prensa, en el barrio de Miramar. Éramos cuatro periodistas independientes cubanos: Yoani Sánchez, Ignacio González, Augusto César San Martín y yo.
Esa mañana tendríamos una charla con Ben Rhodes, asesor de Barack Obama y promotor del nuevo trato entre Estados Unidos y Cuba. En otro salón, nos dijeron, el presidente Obama se reuniría con una docena de disidentes.
Luego de pasar el meticuloso registro del Servicio Secreto, en el lobby de la embajada, escuchamos el memorable discurso de Obama en el Gran Teatro de La Habana. Rhodes llegó a la pequeña sala con ojeras, señal de que había dormido muy poco. La conversación duró poco más de una hora.
Recuerdo que puso cara de asombro cuando le pregunté si una hipotética victoria de Donald Trump no eliminaría la estrategia de Obama hacia Cuba, propulsada a golpe de decretos presidenciales. Le había comentado que las posibilidades de Trump para llegar a la Casa Blanca eran de 50%. “Ni de lejos -me corrigió Rhodes- sus posibilidades de triunfo rondan el 30%. Pero incluso en ese caso, los acuerdos rubricados con el Gobierno cubano no tienen marcha atrás”.
Los políticos, la mayoría demócratas, que visitaban La Habana vivían en un limbo particular. Todos daban por seguro que la candidata del Partido Demócrata Hillary Clinton ganaría y las relaciones seguirían estables, se dispararían los negocios estadounidenses en Cuba, los norteamericanos podrían hacer turismo en la isla y a la vuelta de dos años se derogaría el embargo.
Un senador, quizás demasiado optimista después de beberse un par de mojitos, off the record, me comentó: “Cierra los ojos y piensa en el futuro próximo. Cinco o seis millones de turistas, cuando menos, decenas de negocios que beneficiarán al pueblo, acuerdos con la MLB para que los cubanos puedan firmar de manera legal. Televisoras estadounidenses estudian un contrato que permita a los cubanos seguir las Grandes Ligas y la NBA”.
El senador estaba en trance. Pero yo tenía mis dudas, debido a la inercia del régimen, que no había trazado una estrategia para que el sector cooperativo y privado se beneficiara con las medidas anunciadas por Obama. Ni siquiera ETECSA, la estatal y única empresa de telecomunicaciones, alegando cuestiones de seguridad nacional, aceptó un proyecto presentado por Google para masificar internet.
Ese optimismo desmedido también lo percibí en un amplio segmento de ciudadanos de a pie. La gente se veía haciendo colas para comprar McDonald’s, recorriendo una tienda de Apple o sentada en el muro del Malecón devorando una ración de Kentucky Fried Chicken acompañada de una Coca-Cola. Un taxista particular, exultado, me dijo: “Tírale fotos a la Calzada de Diez de Octubre, que a la vuelta de cinco o seis años los ‘yumas’ comenzarán a construir rascacielos”.
La mayoría de la población estaba contenta. Obama era más popular en Cuba que los hermanos Castro. Muchos cubanos se ilusionaron y se pusieron a soñar. Excepto un sector de la oposición y un grupo de talibanes políticos, encabezado por el moribundo Fidel Castro, criticaban el nuevo trato. Antes de que Trump llegara a la Oficina Oval, el núcleo duro del Partido Comunista ya había dinamitado el pacto. No aceptaron ni una medida o negocio que no fuera directamente con las empresas estatales. No aprobaron la reanudación del ferry Habana-Florida, un transporte marítimo económico y seguro, que podría haber sido muy utilizado por los cubanos de las dos orillas.
La desilusión
Unos meses después, al constatar que poco se avanzaba, los cubanos no solo volvieron a la indiferencia, su estado natural, si no empezaron a diseñar planes para emigrar. Una vez más, habían comprobado que a su Gobierno no le importaba mejorar la calidad de vida de su gente. Reconocieron quién era el malo en esta película. Con la pelota en su cancha, los Castro continuaban exigiendo más a Estados Unidos, sin dar nada a cambio. A Obama deben estar extrañándolo. Con la victoria de Trump, llegó lo que los expertos en el tema suponían.
Es evidente que la autocracia militar cubana y el dictador venezolano Nicolás Maduro sacaron mal sus cuentas. Fue un grave error de cálculo. Destrozados por el discurso lógico y la popularidad entre los cubanos de Obama, temerosos de abrir la puerta a reformas auténticas, apostaron por negociar con Trump. Sea por las razones que sean, pero en particular por la eficiente estrategia del lobby cubanoamericano en Washington, Trump fue derogando cada uno de los pasos dados por Obama.
Con una embajada parcialmente cerrada por el tema ataques acústicos a diplomáticos estadounidenses, con sanciones a empresas militares, aplicación del Título III de la Ley Helms-Burton, recortes en las remesas, disminución de los viajes de norteamericanos a la isla y una posible inclusión de Cuba en la lista de países terroristas, es un hecho que los analistas políticos del régimen hicieron, como se dice en béisbol, un swing al aire.
El problema, esencialmente, es Venezuela. Aunque el designado gobernante Miguel Díaz-Canel y el canciller Bruno Rodríguez nieguen una y otra vez la injerencia de los servicios especiales, está suficientemente documentada la participación cubana en la toma de decisiones en Miraflores. Arabia Saudita, China y Corea del Norte tienen sellos dictatoriales, pero Trump negocia con ellos porque son centros de poder mundial o poseen misiles nucleares. Cuba ni lo uno ni lo otro.
Esa realidad no la tuvieron en cuenta los políticos de un país empobrecido por el disparate económico de los Castro. Por eso Trump no se detiene a negociar con ellos. Al contrario. No ve en la isla opciones económicas que contribuyan a hacer América grande otra vez. Entonces le ha cedido los hilos de la estrategia política hacia Cuba al poderoso lobby cubanoamericano.
La historia
Quiero ser objetivo. He tenido la posibilidad de conocer en Miami a compatriotas que sus padres fueron fusilados por militares castristas al grito de “Viva Cristo Rey”. Cuando usted habla con un exiliado, aún sus ojos se nublan de lágrimas al recordar su partida de Cuba. Yo también lo he sufrido. Hace más de 15 años que no veo a mi madre, mi hermana y sobrina. Se fueron meses después de la Primavera Negra. Probablemente jamás las vuelva a ver.
Pero el odio no puede afectar la lucidez. Como cualquier exiliado, quiero cambios democráticos en mi país. Pero no entiendo que haya opositores que respalden medidas que afectan a la gente común y corriente en Cuba. Opositores que pertenecen a grupos minoritarios, que no han sabido convocar a amplios sectores populares descontentos con el régimen, han sido valientes en desafiar a la dictadura, pero ineptos en lograr el apoyo de la población.
No se puede seguir aceptando que se justifique la inactividad de la oposición por la represión del régimen. Los periodistas independientes también son reprimidos y todas las semanas hacen denuncias y escriben artículos. Congresistas cubanoamericanos y exiliados de Miami una y otra vez incurren en los mismos errores.
Hace 60 años Estados Unidos aplica sanciones intentando promover una democracia en Cuba y lo único que ha logrado es apuntalar al régimen. Las sanciones económicas solo son efectivas cuando las aplica la comunidad internacional, como en la Sudáfrica del apartheid.
Mientras, los hijos de los altos funcionarios castristas seguirán viajando por medio mundo y viviendo a todo trapo. Mientras la burguesía verde olivo cena a la carta y bebe vinos caros, Guillermo García, exguerrillero y compadre de los Castro, promociona la carne de avestruz, jutía y cocodrilo para los cubanos pobres.
Marco Rubio, Mike Pompeo y John Bolton debieran tenerlo en cuenta.