Casi todo el mundo se inventa un símil, un parecido, una analogía para comprender ciertas cosas que, por su complejidad y muchas aristas, escapan a una comprensión total, sencilla. Solemos decir “es como si” o “se parece a”. En mi caso me ha sucedido que tras salir ce Cuba en ciertas circunstancias y fijar residencia en esta ciudad floridana, hasta ahora no he encontrado nada mejor que decir he salido de la Plantación o Hacienda, y he llegado a un Palenque o Quilombo.
Quisiera evitar toda connotación peyorativa hacia ambas orillas o territorios. Pero no sería honesto si no digo que de Cuba uno se escapa, huye, se refugia en sitios desconocidos cual antiguos cimarrones. Y al permanecer, al quedarse en la Isla-Hacienda, se debe cumplir desde hace más de medio siglo la voluntad de un cada día más reducido grupo de personas que encarnan —ensartadosen la carne, no hay mejor palabra— el Mayoralato o Patronato. Maniqueo y triste destino del cubano al nacer: o escapas de la Plantación y sufres los riesgos de todo cimarronaje —inseguridad poco más o menos absoluta— o permaneces en ella, y aceptas sin chistar lo que los patrones deciden debes tener.
Esta situación binaria parece empieza a cambiar gracias a una flexibilización de la leyes migratorias cubanas. Hoy puedes visitar el Palenque-Miami inclusive por dos años y regresar; y en la Isla-Hacienda, alquilar el machete por ese mismo tiempo o vender hasta la hamaca. Sin embargo, eso no ha cambiado aun la circunstancia de quienes llevan en el pasaporte —carta de libertad— las palabras salida definitiva o en el carne de identidad cubano —apellido del Patrón— el número de barraca donde debes ser encontrado.
Para comprender el Palenque Mayor, Miami, hay que vivir en él y con él. En cada fugitivo hay una historia particular, alguna más dramática que otra, pero todas lacerantes, propias de quienes, como diría Jorge Valls, han sufrido ese naufragio que es el exilio. El primer cimarrón escapado medio siglo atrás, dejó detrás familia y pertenencias en la barraca sin saber cuando volvería a saber de sus parientes, o la fecha de finitud del hacendado.
El cimarrón primigenio llegó a un sitio inhóspito; sufrió no pocas incomprensiones de los nativos de estas tierras –los escribanos de la Hacienda mienten: ni niños, ni perros ni cubanos. Aquel primer cimarrón tuvo el coraje de levantar la empalizada y empezar de cero, y con su sobrevivencia, dar testimonio de libertad a otros que quedaron en la Plantación, atrapados entre media libra de tasajo y un seguro techo de guano. Aquellos cimarrones originales fueron perseguidos con denuedo; en sus cuerpos y sus mentes aun están las cicatrices de la travesía. Algunos jamás llegaron a ese espacio del monte donde ya no tenían tumba pero tampoco tenían amo. De ellos, los sobrevivientes que sí saben a quién deben la sobrevida, ya quedan muy pocos, y bien haríamos en recordarles y agradecerles pues sin ellos no hay pasado, no habría presente y no habrá futuro.
Cada cimarrón ha traído al Palenque Mayor un pedazo de la Hacienda que dejo atrás o que aún lleva en su interior. Tal vez los que fundaron este espacio no entienden muy bien de que se trata. En medio siglo, el trapiche, la técnica de corte y los mayorales han cambiado aunque el Hacendado siga siendo el mismo o de la misma familia. Jamás podríamos exigirle a un escapado de la Plantación que llegó al Palenque por veredas y caminos empedrados que piense como aquel que tuvo que luchar contra el monte salvaje, contra los perros y los rancheadores ladrándole detrás. Los segundos y terceros en llegar tal vez han entregado menos, y aunque eso no los hace en esta tierra menos libre, su sentido de pertenencia es, con toda lógica, menor. En este grupo de ariscos, está quien no logra cambiar el switch: vivir en el Palenque como vivía en la Plantación: simulando, rompiendo la guataca y el machete para no trabajar, robando comida, haciéndose el enfermo para no ir al corte.
Algunos de estos escapados pueden ir de visita a la Hacienda, ver el cepo, el trapiche donde doblaron el lomo, incluso saludar con una sonrisa al mayoral que tanto daño les hizo. Para algunos apalencados es simple venganza: soy libre y ahora puedo pasear por la Hacienda como me da la gana. A veces no entendemos que detrás de ir al sitio del que un día se escapó hay sórdidas motivaciones y un desquite algo perturbado.
Hay otro espécimen de cimarrón que incluso viviendo en el Palenque por muchos años, desea regresar a la Hacienda. No es que quiera al Hacendado o extrañe el barracón. Es que no se adapta a vivir en la zozobra de la libertad. La libertad, dice, es muy dura. Y tiene mucha razón. En la Hacienda, mal que bien, desayunaba medio vaso de café con aguardiente y comía carne, y el Día de Reyes lo dejaban fiestear hasta el amanecer. Cuando enfermaba, los mejores médicos eran traídos de la ciudad, y si tenía suerte, sus hijos irían a la Casona, y aprenderían un oficio de calesero, cocinero, herrero. En la hacienda siempre el mayoral sabe qué hacer. Y el Señor, el Dueño, es sabio, es bueno, es indulgente pues ama a quienes producen su bienestar. Cuando castigaba a un esclavo era porque se lo merecía.
En el monte, en el Palenque, la vida diaria en una lucha a brazo partido con la Naturaleza y sus caprichos. A veces aparece miel de abejas, un jabalí, una jutia. Otras, solo para comer hay un fruto silvestre, un cangre de yuca tierna. Se suelen compartir algunas cosas, pero los más diestros son los que mejor se alimentan o alimentan a sus familias. En el Palenque cada uno está en lo suyo. Si te enfermas, solo hay hojas, frutos y palos para curar las dolencias. No hay jefes, o hay muchos, y organizar algo es un desastre. Sin Alguien que te diga que es lo bueno y lo malo, que es lo que se debe y no se debe hacer puede ser difícil vivir. Pero, mucho cuidado con el cimarrón superlibre : de tanto creer que la libertad es existir sin compromiso, sin darse, sin el Otro, puede llegar a parecerse al Hacendado del que un día pudo escapar.
Hay otra categoría de cimarrones que ya no son tales pues nacieron en el Palenque, y técnicamente son hombres y mujeres libres, aunque sus mayores les cuenten a la luz de la lumbre los sacrificios con los cuales llegaron hasta aquí. Pueden estar emocionalmente conectados a los verdaderos cimarrones pero están —tal vez por fortuna— espiritualmente alejados de las penurias de la Hacienda. No pueden entender cómo se llagan las manos, el Sol que revienta el pellejo, la sed y el hambre en medio de la noche mientras allá lejos, en la Casona, un bacanal desborda todos los sentidos.
La convivencia de tantos tipos y circunstancias en un espacio reducido —el Palenque llamado Miami es apenas un punto en la inmensa geografía— hace que puedan darse todo tipo de cosas, desde increíbles muestras de solidaridad y humanismo hasta ruines, bochornosos egoísmos. Por ser el Palenque cada día una realidad humana que escapa, como el verso de Lezama, al momento de su definición mejor, el peligro es que los apalencados se olviden de donde vinieron y entonces comiencen a parecerse a los hacendados de los cuales escaparon. Sentir orgullo de sobrevivir en el Palenque es el único antídoto a esa desmemoria suicida.