Rudolf Nuréyev un mito del siglo XX
Muy pocos bailarines han seducido a la danza como Rudolf Nuréyev. Un hombre que desarrolló una técnica envidiable para elevar el lenguaje corporal, un mito que saltó de la miseria de su niñez al glamour de los escenarios más importantes del mundo, para imponer un estilo, una marca, un concepto capaz de estremecer a cualquier espectador más allá de los escándalos que protagonizó.
Decenas de estudiosos de la danza y el arte han escrito apuntes biográficos sobre el bailarín ruso, más por la admiración, pasión y la conmoción que causan sus pasos, que por un compromiso académico. Esas acuarelas narran el origen del genio que vivía hacinado en un cuarto de seis metros cuadrados al lado de cinco hermanos, su madre y un castrante padre comunista, que era comisario del Ejército Rojo.
Ese niño que recogía periódicos viejos y botellas para ganar algo de dinero, y que una vez se desmayó de hambre en la escuela, años más tarde conquistó la Costa Azul, le guiñó el ojo a Studio 54 y compartió la mesa con personajes como Freddie Mercury, Andy Warhol, Mick Jagger, Jacqueline Onassis o Talitha Pol, la famosa actriz ícono de los años sesentas.
Como a la mayoría de los bailarines, la danza le coqueteó por primera como espectador. A los ocho años tomó su primera lección, y recorrió un largo trayecto de entrenamiento en Ufá. Aunque el mundo conoció al gran Rudolf, más por sus gustos extravagantes de súper estrella y por su bisexualidad, testimonios como el de Patrick Kavanagh, recuerdan al joven que prefería los museos, teatros y compraba compulsivamente libros de arte, aislado en la soledad de la envidia que despertaba en los bailarines de su época.
EN EL AMOR
En la lista de almas que sintieron la calidez del único rival de Nijinsky, se inscriben nombres como el de la bailarina cubana Menia Martínez, la alumna más destacada de Alicia Alonso. Sin embargo, Nuréyev conoció el amor con la esposa de su maestro Alexander Ivanovich Pushkin, quien además lo relacionó en muchos círculos sociales, orientó sus lecturas y refinó sus gustos musicales; ella tenía 42 años y el bailarín 21.
Margot Fonteyn y la bailarina Ninel Kurgapkina, se inscriben en la historia sentimental y heterosexual de Rudolf.
Su primera experiencia homosexual fue con un bailarín ruso de nombre Kiselev, pero la primera vez que conoció el amor de un hombre fue al lado de Teja Kremke, un alemán que además de amarlo durante años, lo animó a salir de la Unión Soviética, con la profética predicción de que podría convertirse en una gran estrella del ballet.
ENTRE EL ÉXITO Y EL EXILIO
Cuando la crítica francesa comparó a Nuréyev, de sólo 22 años de edad, con un gato que realizaba unos saltos deslumbrantes durante su actuación en La Bayadera, en la Ópera Garnier en 1961, tuvo lugar el episodio que transformó la vida de la leyenda de la danza. Después de que el KGB tomó la determinación de regresarlo a su país, por «mal» comportamiento, enamorado de Clara Saint, la novia del hijo de André Malraux, pidió asilo en suelo galo.
La prensa cultural de varios países calificó a Clara Saint como una heroína de la Guerra Fría, por haber impulsado a Nuréyev a pedir asilo y haber motivado a los inspectores franceses a reaccionar ante la brutalidad de los agentes rusos en el aeropuerto de Le Bourget, que a toda costa buscaban subir al avión al joven bailarín. Fue también el inicio de la eterna nostalgia de la patria.
Condenado en ausencia a siete años de cárcel, la Unión Soviética despojó a uno de sus más ilustres hijos de su pasaporte y lo desterró. Fue hasta 1989, tres años después de obtener la nacionalidad austriaca, que Gorbachov le permitió visitar Rusia, para que Rudolf viera a su madre que agonizaba. Años más tarde, archivos secretos de la KGB hechos públicos por Peter Watson, revelaron que el Primer Ministro Nikita Jrushchov, ordenó personalmente asesinar a Nuréyev.
EL SELLO NURÉYEV
Desde que el mundo conoció los magistrales saltos del bailarín, durante el solo de El Corsario, esa diagonal de saltos vascos en el aire, que hipnotizaba en una eterna alegoría de la levitación -que los periodistas de la época consideraron el sello personal de Rudolf- dio cabida a cientos de funciones en los teatros más importantes del mundo, donde miles de personas agotaban las entradas para ver al intérprete caer con suavidad y las piernas cruzadas como un buda.
El 2 de febrero de 1962, la historia registró en el Royal Ballet de Londres, el romance entre la primera bailarina Margot Fonteyn y Nuréyev; la famosa bailarina nunca quiso bailar con nadie más. Nunca la danza vivió un romance escénico tan vivo, nunca Giselle y el príncipe Albrecht se desearon tanto entre grandes coros de bailarines, nunca Ondina y su cisne lograron erizar a tantos espectadores.
Durante 26 años hicieron lo que quisieron en el escenario, fueron la pareja que más aplausos y ovaciones recibió en la historia de la danza, ella tenía 69 años y él 50, cuando se despidieron con Baroque Pas de Trois en 1988.
Rudolf hizo historia con Erik Bruhn, ambos coquetearon en las más inéditas interpretaciones al lado de Anna Pavlova e Isadora Duncan, desbordando la elegancia que los escenarios europeos no veían desde hacía cincuenta años con la leyenda de Nijinsky.
DEL BALLET A LA PANTALLA GRANDE
El cautivante misterio de sus ojos, la intensidad de su triste mirada y la seductora arrogancia de Nuréyev, hicieron que su imagen fuera un imán para los directores de cine. En 1962, se presentó como estrella del séptimo arte en Les Sylphides (Las Sílfides). Interpretó a Rodolfo Valentino en la cinta de Ken Russell, en 1976, pero a Rudolf le hacía falta más que la expresividad de su cuerpo para la pantalla grande.
Internacionalmente conocido por sus escándalos y su amistad con grandes estrellas del rock y el arte, en la década de los setentas el bailarín ruso participó en varios proyectos fílmicos, y su figura irrumpió con un estilo y magia inigualables en Broadway, con el musical El rey y yo. Incluso algunos recortes de prensa dijeron que gracias a la aparición de Rudolf en el programa de televisión The Muppets Show, había proyectado internacionalmente a los famosos monos que ya estaban en crisis en la Unión Americana.
Nombrado director del Ballet de la Ópera de París en 1983, donde dirigía y bailaba, con la disciplina militar que tanto odio de su padre, que lo hacía ensayar rígidamente durante más de cinco horas al día, logró revolucionar el concepto coreográfico del siglo XX con algunas de sus puestas en escena, que desafiaban la capacidad técnica de cualquier bailarín.
EL DECESO DE UN MITO
Algunos de sus más cercanos biógrafos consideran que la vida desmedida, el alcohol, las drogas y el sexo, fueron para Nuréyev un bálsamo contra la nostalgia que sentía por Rusia. Su talento y ese misterioso aire que le permitieron encarnar lo masculino y lo femenino en un mismo cuerpo, lo hicieron el objeto de deseo de personalidades como Julie Kavanagh, Freddie Mercury o Erik Bruhn.
El talento y el carisma del pequeño hijo de un tártaro musulmán, quien trató por todos los medios de arruinar la vocación de su hijo, lo llevaron a acumular una fortuna. Cuando el SIDA le ganó la batalla, Nuréyev, tenía casas en más de ochos países del mundo y era dueño de una isla en el Adriático, sus amigos ya no eran los recolectores de basura de Rusia, sino los banqueros e inversionistas de los paraísos fiscales de Mónaco.
Los alumnos y amigos del bailarín, director y coreógrafo, que vieron cómo durante sus últimos años de vida, esa extraña enfermedad arrebataba el glamour del cuerpo de Rudolf, narran las batallas que éste sostenía para elevar las piernas, saltar y dar giros, porque el hombre que cambió el amor por el placer, según sus propias palabras, tuvo miedo de perder su única pasión, el arte, por lo que nunca claudicó.
Nuréyev se despidió como los grandes, su valentía durante el período de enfermedad doblegó a sus detractores. En público el cuerpo se le veía desgastado, pero no el brillo su mirada. En 1992, se despidió de toda escena pública en el Palacio Garnier de París, recibió la más larga ovación del público que el recinto haya conocido. El ministro francés de cultura, Jack Lang, le concedió el mayor trofeo cultural de Francia, el de Caballero de la Orden de las Artes y Letras. Casi tres meses después, París se vistió de luto con la muerte del mito de Rudolf Nuréyev.
Falleció en París el 6 de enero de 1993 víctima del SIDA. En su entierro y bajo acordes musicales de Bach y Chaikovsky, Ninel Kurgapkina, su pareja en los tiempos en que ambos actuaban en el ballet Kírov de Leningrado, recitó versos de Puskhin, Byron y Goethe.
El féretro fue depositado en el cementerio de Sainte-Genevieve-des-Bois, sede donde reposan numerosas personalidades rusas que murieron en París.