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500 AÑOS DE LA HABANA
En esta suerte de recital colectivo, un pintor, cinco escritores, un cineasta y un teatrista escriben sobre lugares y barrios de nuestra capital, a modo de homenaje por sus 500 años.
Una analogía del reino de los cielos
Tras visitar la Isla en 1930, Federico García Lorca le escribió a su familia en una carta: “Habana es una maravilla, tanto la vieja como la moderna. Es una mezcla de Málaga y Cádiz, pero mucho más animada y relajada por el trópico. El ritmo de la ciudad es acariciador, suave, sensualísimo, y lleno de un encanto que es absolutamente español, pero de lo más característico y más profundo de nuestra civilización. Y después agregó: “Yo naturalmente me encuentro como en casa. Ya vosotros sabéis lo que a mí me gusta Málaga, y esto es mucho más rico y variado”.
Opiniones similares a la del poeta y dramaturgo español dejaron los numerosos extranjeros que visitaron nuestra capital. Se referían, naturalmente, a La Habana de otros tiempos. La de hoy, que se apresta a celebrar los quinientos años de su fundación, no recibiría palabras tan enaltecedoras. La indiferencia, el abandono, la indolencia urbanística han convertido la ciudad en lo más parecido a la de un país tercermundista acabado de salir de una guerra. En sus calles acribilladas de baches, en sus edificios ruinosos y apuntalados, en los escombros y escombros despojados de romanticismo y prestigio, cuesta reconocer a otrora “París de las Antillas”, y sobre la cual Thomas Merton expresó que, si se sabe vivir en ella, es “una analogía del reino de los cielos”. La Habana es hoy, como ha comentado el escritor argentino Martín Caparrós, “una ciudad —que parece— detenida en el tiempo. Una ciudad donde aquellos que prometieron un gran cambio detienen todo tiempo —en nombre de aquellos cambios que siguen prometiendo”.
Pero no quiero caer en un memorial de agravios ni en un canto fúnebre. He preferido imitar al poeta Orlando González Esteva, quien compiló el libro Concierta en La Habana animado por el ejemplo de un violoncelista de Sarajevo durante la guerra de los Balcanes. En la introducción, recuerda que, al descubrir los estragos causados por una bomba que cayó en su vecindario, el músico sacó su traje de etiqueta, empuñó su instrumento, salió a la calle, se sentó en un boquete aún humeante y comenzó a tocar. En mi caso, oficiaré simplemente como organizador de una suerte de recital a La Habana. Quienes se encargarán de homenajearla son un pintor (Ramón Alejandro), cinco escritores (Norge Espinosa Mendoza, Abilio Estévez, Lilliam Moro, Orlando Luis Pardo Lazo, Juana Rosa Pita), un cineasta (Fernando Pérez) y un teatrista (Alberto Sarraín). La premisa fue que cada uno escogiese un barrio, una calle o un lugar de nuestra capital y redactase un texto breve.
Ramón Alejandro: Paisajes y recuerdos de la niñez
Rodea la loma en cuya punta se levanta la vieja iglesita de Jesús del Monte, en donde se casaron mis progenitores. En su falda había una clínica en la cual nací una noche y donde justo nueve años después, durante cierta infausta madrugada, murió mi madre. Sobre el arco de entrada de esa iglesia, hay un relieve con la imagen del cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Frente a la fachada, un obelisco recuerda el asesinato de los vegueros rebeldes por las fuerzas armadas del Imperio Español, después de que hubiesen sofocado el primer desafío a su poder abusivo sobre la Isla. Hace pocos días supe que un reciente tornado tumbó la cruz de piedra que culminaba el ápice donde se cruzan su pequeña nave con las dos capillas laterales.
Subiendo la cuesta de la Loma del Mazo, se entra al barrio de La Víbora por la avenida de Santa Catalina. La cresta de la Loma del Mazo es la divisoria de las aguas que corren hacia la Cuenca Sur y las que bajan hacia la plazoleta de Aguadulce al norte, por debajo y a través del barrio de Santos Suárez. Bajo el terreno donde estaba edificada mi casa corría un arroyo subterráneo, que cuando antaño hubo corrido a la luz del día se llamó Arroyo Valiente. Por un estrecho agujero en el suelo, que estaba siempre tapado por un ladrillo, al fondo podíamos ver reflejada la cara de aquel que, esperando su turno, quisiera ver correr sus aguas. En aquel entonces aún solía bajar por la empinada cuesta de la calle Juan Bruno Zayas un guajiro montado a caballo con su machete al costado. En un placer, que era como en aquel entonces solíamos llamar a un terreno baldío, había un bohío rezagado entre las nuevas edificaciones de mampostería, en un espacio donde aún no se había construido una de las casas que poco a poco fueron poblando la falda de esa loma. Para edificarlas, fueron cortando una a una las viejas y numerosas ceibas que alimentaba el generoso flujo del Arroyo Valiente. El cuadriculado de calles y manzanas de esta reciente urbanización había sido trazado sin tener en cuenta el accidentado relieve natural del sitio, haciendo que las partes sobresalientes fueran cortadas de tajo dejando ver con nitidez los estratos geológicos del terreno.
Siendo aún un niño, junto a las persianas de un amplio ventanal del corredor de mi casa, súbitamente vi aparecer suspendido en el aire a un diminuto e irisado ser viviente de agudo pico que, solo consultar una enciclopedia muchos años después, pude identificar como un pájaro mosca, el más pequeño de los colibríes y solo existente en Cuba.
No sé por qué razón mi madre mencionaba con frecuencia la Esquina de Tamarindo, que estaba situada entre la plazoleta de Aguadulce y la Esquina de Toyo, con su enorme panadería que exhalaba el perfume de la levadura y del trigo venido del extranjero. Siguiendo hacia el sur por la misma calzada, hacia el interior de la provincia habanera quedaba La Palma. Por allí cruzaban los rieles sobre los cuales corría un tren tras su locomotora negra, pitando, bufando, echando humo y haciendo entrar y salir despiadadamente un grasiento émbolo niquelado dentro de un hueco del costado de la pesada maquinaria, como si estuviese copulando consigo misma.
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Norge Espinosa Mendoza: Postales de una catedral abandonada
Ahora que se pueden ver esas cúpulas, lo mismo en una película que reimagina la vida del bailarín cubano Carlos Acosta que en el video de una cantante no muy prometedora, no faltará quien se pregunte qué lugar fuera de lo común es ese que se ve en pantalla. Cúpulas, estructuras que atentan contra nuestra idea de la gravedad, arcos y ventanales desafiantes, envueltos en una maleza que ha ido apoderándose del terreno que se le robó cuando fueron levantados esos muros: las Escuelas de Arte de Cubanacán perduran como ruinas de una idea que, a su modo, también cuentan la historia de la Revolución.
En mi infancia, la entrada a la Escuela de Artes Plásticas, diseñada por Ricardo Porro, era la imagen de una postal. No sabía yo que algún tiempo después ese sería mi paisaje cotidiano, y muchísimo menos podía imaginar que tendría la suerte de dialogar, al menos, con uno de los cómplices que Porro convocó para soñar, en el antiguo terreno de un aristocrático club, algo sin precedentes para la arquitectura de la Isla.
Suelo llevar a los amigos que me visitan a recorrer ese paisaje. Ahora, a diferencia de los años en que estudié, primero en la Escuela Nacional de Teatro (1989-1992), y luego, en el Instituto Superior de Arte (1999-2003), hay que pasar por la mirada recelosa de unos custodios, y para llegar a la Escuela de Danza, incluso, es preciso saltar sobre otras barreras. En 1989, cuando llegué a ese lugar, nada de eso era necesario. Las aulas donde recibía mis clases estaban ubicadas en el canal serpenteante que debería haber unido a esas escuelas monumentales, y que nunca llegaron a ser terminadas. Mis amigos se deslumbran, y tras las inevitables preguntas, lamentan el estado de estas edificaciones. La historia que ellas protagonizan, les arranca otras lamentaciones.
En una tarde del período especial, Raquel Revuelta me sorprendió saliendo de la penumbra de las arcadas de la Escuela de Ballet, probablemente la más desafortunada de todo el conjunto. La actriz de Lucía y Madre Coraje había llevado a una amiga extranjera con la intención de que le ayudara a conseguir dinero para salvar esa utopía de ladrillos, bóvedas catalanas y hierros que se niegan a colapsar. Las Escuelas de Arte lo han sobrevivido todo: inundaciones del río cercano, abandono por largas épocas, y hasta el resentimiento y el desprecio de quienes, curiosamente, las hicieron existir. Son, en sí mismas, una lección de resistencia.
Ya se sabe lo esencial del cuento: en una de sus alucinaciones, Fidel quiso que sobre el césped del club de tenis más exclusivo de La Habana tuvieran su campus los estudiantes de arte que la Revolución tendría como nuevos soldados. Era 1961, y todo parecía posible. De inmediato se activó un equipo que en tiempo récord imaginó la maqueta de aquella escuela tan insólita. Ricardo Porro convocó a Roberto Gottardi y Vittorio Garatti: él diseñaría los espacios dedicados a las artes plásticas y a la danza; el segundo la de artes dramáticas y el último la de ballet y la de música. Desde el primer momento hubo polémicas: una guerra sorda contra ese conjunto sensual, que aprovechaba el espacio natural y la luz de la Isla, y que pareció a los ojos de muchos un desvarío de recursos y de lenguajes gratuitos. Por suerte, los arquitectos localizaron a alguien que sabía cómo alzar esas cúpulas, que en corto tiempo conseguían abarcar grandes espacios. Los propios estudiantes se convirtieron en albañiles, probablemente sin saber demasiado de la batalla que esas cúpulas que imitan senos, cúpulas que invitan a otras cópulas, estaban desencadenando.
Como se cuenta en el documental Unfinished Spaces (Alysa Nahmias y Benjamin Murray, 2011), que narra en detalle todo esto, en 1963 la construcción se detuvo. La personalidad de Porro no era grata para funcionarios y otros arquitectos, y poco a poco lograron convencer a la dirección política de la locura que esas escuelas representaban. Porro sale de Cuba, Gottardi se queda, tras contraer matrimonio con una bailarina de belleza inolvidable mientras le hacen encargos de tercera categoría, y Garatti lo pasó muchísimo peor. Su escuela de ballet nació maldita: Alicia Alonso no ocultó su antipatía ante esos laberintos curvos, y se negó a abandonar el Vedado para irse junto al río Quibú, que se desbordó como nunca antes y selló el maleficio. Los estudiantes de circo se adueñarían de ese sitio, pero el desamparo también acabó expulsándolos de allí.
Bajo la dirección de Léster Hamlet Veira, en 1990, representamos allí escenas de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, y su autor, Abilio Estévez, se fue hasta ese sitio para ver aquella producción estudiantil. Actuar en ese entorno me confirma lo que en el documental ya mencionado afirman Mirta Ibarra y otros: la mezcla alucinante de arquitectura y naturaleza era por sí misma inspiradora, un acto de libertad del cual también pueden emanar otras sospechas.
Una y otra vez se escuchan noticias acerca de la reconstrucción de esas escuelas, que a pesar de todo, siguen deslumbrando a quienes las recorren. Una reparación capital rescató varias zonas del conjunto, pero el paso de un ciclón detuvo el proyecto de restauración. La escuela de teatro, en ese tiempo, fue deshabitada, y la paralización de las obras la dejó sin estudiantes y en una precariedad que hoy emula penosamente con la de la muy deteriorada escuela de ballet, para tristeza enorme de quienes alguna vez estuvimos en esa suerte de castillo, rebautizado como Elsinor, en homenaje a Shakespeare. Me consta que Gottardi, el último sobreviviente de aquel trío de arquitectos, no dejó de soñar con ver algún día terminado esa parte del proyecto, la menos adelantada cuando se ordenó detener las obras en 1963. Murió con ese anhelo en 2017, a solo un año de haber recibido con retraso el Premio Nacional de Arquitectura. Ese sueño nos persigue a muchos. Como una pesadilla y como una utopía inacabada, que por supuesto, encierra su moraleja.
Las Escuelas Nacionales de Arte, que en su escala espectacular aún hoy regalan siempre buenas fotografías a quienes se dispongan a admirarlas, mostrando con un raro orgullo sus heridas, son también eso: una lección acerca de los amores despechados. El idilio que las animó, el romance con una idea que les dio vida, ha terminado por convertirse en estas ruinas, llenas de ecos y resonancias que cuentan a su modo otras historias. “La novia de la que yo me enamoré”, así dice el ex gobernante cubano cuando regresa al ISA y recuerda la idea inicial, demostrando que casi todo tiene que pasar por ese afán de posesión, por esa frágil manera en que puede o no perdurar un amor que también incluye las complicidades y los recelos de otros. En 1969, Roberto Segre se preguntaba: “¿es lícita la recuperación del pasado en las formas arquitectónicas actuales, suponiendo la existencia de ‘constantes’ —el barroquismo, la sensualidad— en la cultura cubana?, ¿es aceptable la monumentalización formal, supeditando la propia funcionalidad de la obra? y en resumen, ¿es posible, al comienzo de la Revolución, materializar símbolos que trasciendan la vida operativa social?”. Y el propio arquitecto, en su cuaderno Diez años de arquitectura en Cuba revolucionaria, nos responde: “Difícilmente resulten afirmativas las respuestas a estas interrogantes”.
Las sospechas que rondaron a estas escuelas provienen, por lo tanto, no solo de recelos estéticos. Lo que se discutía ante ellas era una cuestión esencialmente ideológica. Ese miedo que la mucha libertad, que la sensualidad y las indisciplinas de cierta clase de voluntades, provoca en quienes no quieren el perder el control sobre ciertas cosas. Lo extraordinario, digo, es que aún siguen en pie. Las recorro, cuando hago un esfuerzo especial para irme al otro lado de La Habana, y todo en ellas me recuerda nombres, amigos, profesores, amantes. A veces imagino que no me importan. A veces quiero creer que no existen esas estructuras que parecieran catedrales abandonadas, naves espaciales varadas en la tierra tropical, templos de una civilización perdida.
Pero la memoria sabe hacer sus chantajes, y cuando alguien las menciona, cuando por fin se habla de restaurarlas, no dejo de esperanzarme. Me gustaría que ese espacio mostrara su plenitud a los futuros estudiantes. Que llegar hasta ahí no sea tan difícil. Que se hablara con transparencia de por qué se alzan sobre un antiguo campo del Country Club. Que la escuela de teatro recuperara a sus alumnos, apretados ahora en una casa cercana a ese castillo de muros rojizos entre los cuales, a su modo, también se cuenta la historia reciente de las construcciones, devastaciones y restauraciones que son la historia sentimental de todo país.
En ese lugar fui feliz de algún modo, anudé amistades que me acompañan hasta hoy. Desde esos muros también vimos llegar el Período Especial como un peligro completamente inesperado. El cambio brusco que rompió a mi generación fue también parte de ese paisaje a orillas de un río impredecible. Comparto esas memorias con muchas personas que ahora mismo viven en Cuba o en tantas otras Cubas del mundo.
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Abilio Estévez: El centro del mundo
En las afueras de La Habana había, hay, un monumento, un obelisco y cuatro edificios que se acomodaban a él para conformar una rotonda y eso que se conoce como “complejo arquitectónico”, junto a un puesto militar. El obelisco comenzó por celebrar un golpe de estado y concluyó homenajeando a un científico famoso. Según me han contado, once años antes de que yo naciera, el lugar solo era un inmenso descampado de malas hierbas en el cual pastaban los chivos y algunas vacas, hasta el espacio en que se abría la calle Medrano y, un poco más allá, la Calle de la Línea que limitaba con un hermoso reparto de nombre justo: Buen Retiro. La entrada principal al cuartel de Columbia entonces estaba por la avenida de las Tres Rosas, pasando lo que luego serían las Cuatro Curvas.
Mi abuela paterna, mi tía y mi padre vivían en un apartamento construido especialmente para ellos, dentro del puesto militar, mirando hacia el obelisco. Mi tío era capitán; mi padre, soldado. Con el gobierno constitucional de Fulgencio Batista, cuando se trasladó a Columbia el Estado Mayor General y se creó la Ciudad Militar, el presidente decidió conmemorar el golpe de estado del 4 de Septiembre, con el obelisco y los cuatro edificios que lo acompañaban: la escuela Flor Martiana, la escuela Normal de Kindergarten, la Escuela del Hogar y el Asilo de Ancianas Conchita Gómez (Madre de Elisa Godínez, primera esposa de Batista). Se trajo granito negro, bronce y piedra de Jaimanitas. Se encargó el proyecto al estudio del arquitecto José Pérez Benitoa.
No concibo mi infancia, mi adolescencia, mi juventud, mi vida en fin, sin ese espacio que vi a diario durante más de cuarenta años. Si nuestras vidas fueran como los pueblos o las ciudades, si tuvieran un mapa y puntos cardinales que las definieran, un centro a partir del cual girara todo el resto, el monumento a Carlos J. Finlay con sus cuatro edificios, en la intersección de la Calzada de Columbia y la avenida Menocal (calles 100 y 31), en Marianao, sería el núcleo legítimo a partir del cual se explicaría el resto de mis fugas, de mis errancias, de mis fracasos y mis triunfos. Allí lo aprendí todo. Allí gocé y sufrí todo. Desde la pasión por los bosques y la lectura, hasta el vértigo de la primera humillación y del primer amor.
Palma de Mallorca, 2019.
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Lilliam Moro: Paseo bajo los álamos
Fue a mediados de “la década prodigiosa”, la de los sesenta, cuando vivíamos en el filo de la navaja, en precario equilibrio entre la euforia de la utopía y los comienzos del horror. Yo tenía 18 años y ella 21, y tratábamos de pasar por encima de las traumáticas experiencias personales de cada una, vividas precozmente hasta entonces. Nos empeñábamos en convencernos de que los acontecimientos adversos provenían de decisiones sectarias que nada tenían que ver con el radiante proceso luminoso en el que creíamos, hechos aislados que terminarían por ser superados en virtud de la calidad del proyecto inmaculado de la Revolución. Ambas, pues, éramos el exponente de la buena voluntad de gran parte de la juventud de esa ápoca.
Yo estudiaba Letras en la Universidad de La Habana, en ese edificio adyacente desde el que se divisa el Castillo del Príncipe, en la Loma de Arístegui, construido por el gobierno español en el siglo XVIII, y que con el tiempo pasó de ser una fortaleza para proteger la ciudad a una cárcel de presos comunes y políticos. Era tan visible, aun a lo lejos, que era imposible obviar su presencia. Pero solo eso: su presencia, que parecía estar fuera del tiempo. Una vez llegó a mí un detalle de esa prisión cuando una tía mía me contaba del esfuerzo de subir la escalinata de la fortaleza para llevarle unas pocas provisiones a su esposo encarcelado; después supe que nuestro José Lezama Lima también sufría esa penosa ascensión, pero para acudir a su trabajo de abogado.
Al atardecer, cuando salía de las clases, ella me estaba esperando en la parada del autobús que estaba justamente enfrente de la Facultad. Y desde allí emprendíamos una larga caminata por las calles menos céntricas del Vedado, bajo el amparo de los álamos, como dioses protectores de la inocencia y el desvalimiento, porque hoy comprendo que eso éramos realmente: dos seres ingenuos que magnificábamos con emotiva euforia la literatura, el arte, la música, todo aquello que constituía nuestra vocación de vida, tratando de no darle mayor dramatismo a los acontecimientos que ya nos estaban devorando.
El trayecto lo hacíamos a paso lento, para alargar nuestro tiempo en compañía, hasta llegar cada una a su casa materna. El mundo entonces parecía pertenecernos mientras caminábamos bajo los álamos, y hablábamos interminablemente, sorteando a veces las losas levantadas de las aceras por el fuerte empuje de aquellas poderosas raíces, pisando con cuidado para no tropezar y caer, como el símbolo de los subterfugios que estábamos aprendiendo para esquivar la persecución por ser diferentes.
Pero llegó un momento en que las precauciones fueron insuficientes. En la Facultad comenzaron los procesos de “depuración”, como en las otras escuelas universitarias. Se llevaban a cabo, previamente, unas reuniones políticas, a puerta cerrada, de aquellos que pertenecían a la Asociación de Alumnos —de los que mi profesora Mirta Aguirre me dijo que en esa agrupación estaban los que no servían para creadores— para proponer “candidatos” a la expulsión por su condición de homosexuales. Una teniente honesta —colocada por el gobierno para dirigir aquel cónclave en mi Facultad—, sabía de mi existencia porque tenía amistad con una amiga mía, y a ella le contó que yo estaba en la lista negra con dos evidencias en mi contra: “escribe poemas sospechosos y a la salida de clases la espera una mujer en la parada del autobús”. La teniente alegó que no eran pruebas suficientes y me borraron de la lista. Con este veto dio una muestra de decencia, y también de amistad a nuestra amiga común.
Fue entonces cuando comprendí que la bondad de los álamos ya resultaba insuficiente para librarnos de la perversión.
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Orlando Luis Pardo Lazo: 500 palabras sobre el Erie de Lawton, en E entre 11 y 12
Erie no es uno de los Grandes Lagos, por supuesto. Ni siquiera hubiera llegado a ser uno de los Lagos Enanos. En La Habana ya todo es sequía, como corresponde al destino bíblico de nuestra babilónica capital. El desierto, compañeras y compañeros, es lo que sigue al diluvio de la Revolución. Ya casi rebasado el primer cuarto de siglo del XXI, no hay oasis que contenga en casa al horror.
Erie es, como todos los habaneros de La Habana conocen, un cine de barrio. Lujosa y delicadamente de barrio.
Con alfombras rojas y olor pulcro a Primer Mundo. Con carteleras y tickets de entrada que parecían haber sido impresos todavía en el capitalismo cubano. Con acomodadoras milenarias, emperifolladas con joyas que juro tenían que ser auténticas. Tendrían que haber sido auténticas.
Y con la sala a oscuras más luminosa del planeta en pleno, donde rebotaba la vida de un mundo ancho y ajeno por donde los fiñes de Lawton ya estábamos condenados a deambular. Pero aún no lo sabíamos.
Nadie nos había dicho nada. Tampoco el Erie nos dijo, en ninguna de sus películas importadas. No por miedo, sino por compasión. Gracias, Erie. Tu silencio pospuso durante un siglo nuestros suicidios.
Mi padre me llevaba allí, mi madre casi nunca. Después, con las primeras hormonas, comencé a ir solo. Solo con la esperanza de rozar unos labios que dentro de aquella nave umbría nunca rozaron los míos.
Hoy por hoy, extraviado en un exilio en 3D de alta resolución y rodeado por un sonido sofocantemente surround, sé que en el mejor rincón del alma aún atesoro tiernamente la causa perdida de besar en el cine Erie a aquel, aquella, mi eterno primer amor.
No tengo mucho más que decir.
Crecí, y el Erie se encogió como un cadáver exquisito cuya hidratación descuidamos. Los hijos del Erie nos olvidamos del Erie. No le perdonamos el hecho de haber sido una ventana estrictamente enclavada en Cuba, cuando nosotros no pensábamos en otra cosa que no fuera escaparnos de Lawton, La Habana, Cuba, la Revolución.
Así que el cine Erie fue quien pagó las culpas por nuestra cobardía de no haberle puesto una sola bomba a La Habana, a Cuba, a la Revolución. Ningún país se merece una paz paradisiaca tan perversamente prolongada.
Así que nos fuimos sin decirle ni adiós al Erie. Huimos del naufragio dejándole como legado, en sus bañitos tan lustrosos donde casi se podía comer, un mojón flotando como todo legado. Perdónanos, Erie, porque sabíamos muy bien que la estábamos cagando.
Lo dejamos atrás con una mueca. Negamos a nuestro cinecittà no tres, sino tres millones de veces antes del amanecer. Y aquí estamos todos ahora, las mejores mentes de mi generación, un tercio táctico de la población en fuga, una quinta columna balcanizada, a la espera de aquel mismo amanecer por el cual sacrificamos las mejores mañanas de matinés.
Dije que no tenía mucho más que decir, pero sigo diciendo y diciendo. El que Erie último, Erie mejor.
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Fernando Pérez: Un poco más de azul
En La Habana, aunque no siempre se vea, el mar se intuye.
Es por eso que siempre he pensado que los habaneros somos azules en la pelota, en las pinturas de Martínez Pedro, en el azul de La Habana colonial.
En La Habana ciudad y mar se acarician, se entrelazan, se embisten ardorosamente.
Y desde hace un siglo, esa línea de unión, abrazo, enfrentamiento o continuidad entre ciudad y mar es el Malecón habanero.
Nací en Guanabacoa y cuando niño, llegar a la ciudad de La Habana era atravesar la bahía en la lanchita de Regla y ver la avenida del puerto y respirar el aire salado en el litoral. Más tarde, fue sumergirme en el Túnel de La Habana (en la ruta 195) y sentir la presión marina sobre mi cabeza, hundirme en las entrañas del Morro, imaginar el fondo de los barcos navegando entre la superficie y yo…
Hoy soy cineasta y he tratado de que la imagen del Malecón esté invariablemente en todas mis películas y, desde Clandestinos, nunca ha faltado: unas veces con el mar encrespado y gris: furioso; otras, tranquilo “como un plato”; misterioso siempre.
Cuando por algún motivo he tenido que separarme de la ciudad por un tiempo, trato de llevarme como última imagen el Malecón. No solo por su geografía, sino también porque el Malecón es algo más que eso: es el espacio de muchos sentimientos compartidos —individual y colectivamente.
Por eso estoy convencido de que el Malecón es lo que es sobre todo por su gente: si no fuera así, sería un bello paseo al borde del mar, pero sin espíritu. Ahora mismo me he sentado en el muro a pensar sobre esto que estoy escribiendo y junto a mí siento la vibrante energía de
los enamorados cotidianos,
los sospechosos habituales,
la cubana exuberante y el cubano gozador,
el abrazo de los amigos ante el mar proceloso,
el músico que ensaya libremente lleno de aire, salitre y sol
A ellos los estoy viendo ahora y ellos son el rostro del Malecón en este instante, como mañana lo serán otros habaneros, vivos y fugaces y permanentes en el devenir de esta ciudad que tanto amo.
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Juana Rosa Pita: El Solar que dejó de ser yermo
Durante veinte años viví en Estrada Palma 417, a poco más de una cuadra de Juan Delgado por donde pasaban el S2 y el S4, tranvías en los que, con frecuencia, atravesando Jesús del Monte, iba de pequeña con mis padres al centro de La Habana. En un placer con hierba que estaba a tres cuadras de casa y a otras cuantas más de la Iglesia Milagrosa, había unos Caballitos adonde mi abuelo me llevaba los domingos desde que tenía cuatro años, cosa de irme familiarizando con los de las fincas pinareñas de tierra colorada en las que luego montaría verdaderos alazanes, mientras él instalaba o reparaba los motores de regadío de los campesinos para los que trabajaba.
Fue en 1949, teniendo ya nueve años, que como pegasos traviesos, desparecieron los Caballitos para que se alzara el bello Teatro Los Ángeles, cuya inauguración, el 9 de marzo en Juan Delgado 59, hizo que aquel solar se transformara y continuara siendo así mi rincón más frecuentado de la ciudad hasta que salí de Cuba, en junio de 1961. La continuidad del placer transfigurado. Parece que con tantos nueves en su haber resultó ser una suerte de incubadora de milagros.
Primero mi abuelo me llevaba los domingos a la matinée y soportaba hasta la tanda corrida, que era de dos largometrajes: desde la una de la tarde hasta las ocho de la noche. Todo pasaba en ese espacio bien cuidado y confortable, con platea y balcón, en que dos mujeres desnudas se proyectaban desde las paredes de ambos lados del proscenio, con sendas cámaras de cine en mano: películas de vaqueros, cartones, comedias de El Gordo y el Flaco o de Los Tres Chiflados (los que más gustaban a Abuelo), noticieros, avances y por fin los dos filmes.
Durante los cincuenta, el que fuera solar se volvió espacio mágico —mi Cinema Paradiso—, como mucho después lo sería para Salvatore el cine de su pueblito siciliano, en la película de Giuseppe Tornatore que tanto aman mis hijos. Allí vi el estreno de Houdini, durante cuya filmación Tony Curtis y Janet Lee se enamoraron y se casaron, propiciando el nacimiento de Jamie Lee. En ese proteico espacio de mi barrio me quedé prendada a los 14 años de Louis Jourdan, que con todo y ser francés, resultó seductor en el papel de príncipe italiano en Tres monedas en la fuente. Cuando aquello Charlton Heston no sabía que encarnaría a Ben Hur, al Cid y a Miguelángel, pero su talante grandioso traslucía en el El espectáculo más grande del mundo. Y qué emoción fue presenciar que a orillas del Tíber Audrey Hepburn bailaba siguiendo el melódico ritmo de “Quizás, quizás, quizás”, de nuestro Osvaldo Farrés, luego de su deliciosa escapada por Roma con Gregory Peck en La princesa que quería vivir, y antes de romperle la guitarra en la cabeza al siniestro aguafiestas del Scotland Yard que venía a llevársela.
Sembrados en ese solar, que no era yermo, estaban ya los signos de mi vocación y mi destino.
Boston, 2019.
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Alberto Sarraín: La magia de un lugar sagrado
Llegué a la adolescencia en medio del torbellino revolucionario de los años sesenta del siglo pasado. La salida de Cuba de mi padre primero y de mis tíos después, nos empujó de una casa a otra, de un colegio a otro, de un barrio a otro. Era difícil para mi madre y mi abuela hacerle frente a una familia. Dejamos las casas grandes, las escuelas selectas y los carros del año, por una pequeña casa en la barriada de Lawton, en donde yo tenía que dormir en la misma cama con mi abuela.
Yo era un muchacho de barrio, un muchacho de Lawton. Mi abuela y yo fuimos grandes cómplices de escapadas a teatros, cafeterías, historias. Uno de esos días en que nos escapamos de Lawton a ver una parienta que se iba del país, para tratar de quedarnos con su casa, planificamos como siempre aprovechar la salida para ir a otro lugar: merendar en el “Ten Cent” o en alguna cafetería de La Rampa, o entrar al lobby de los grandes hoteles. Simplemente hacer algo diferente a la terrible cotidianidad de aquella casita. Para llegar, teníamos que coger dos guaguas. Mi abuela hacía esfuerzos para evitar que me atrapara la esquina del barrio, la mentalidad de gueto, y siempre me hablaba de un mundo diferente al que vivíamos. En sus cuentos y en mi imaginación viajábamos por lugares increíbles, visitábamos gente importantísima y vivíamos en una casa grande.
Nada extraordinario pasó ni ese día, ni en ese viaje al Vedado. Nos sentamos en uno de los asientos que están detrás del chofer y fuimos hablando de cosas, de la situación que teníamos, del pasado, de la dificultad para salir del país. Entonces la guagua comenzó a subir por San Lázaro y al llegar a la cima de la colina de Aróstegui, teníamos enfrente la espléndida escalinata de ochenta y ocho niveles al pie del Alma Mater. Mi abuela, emocionada, me dijo que lo mejor de Cuba había salido de allí, los hombres cultos, los exitosos, los patriotas, los políticos. Que esa universidad había acunado lo mejor de la juventud cubana, que desde allí se habían librado las grandes batallas contra Machado y contra Batista y que lo único que yo podía hacer para salir realmente de la miseria material y espiritual en que habíamos caído, era subir esa escalinata, subir y estudiar allí. Ese era el camino del reencuentro con la dignidad familiar perdida entre lanchas, aviones y consignas.
Desde aquel día de la guagua en la colina, desarrollé una especie de devoción por el lugar, como una iglesia, como un lugar sagrado. A veces subía por aquellos escalones y pensaba que me encontraba en un lugar mágico: el rectorado neoclásico, la Plaza Cadenas rodeada de edificios poblados de columnas griegas. No fue tan fácil para mí subir la escalinata de verdad, quiero decir camino a una clase. En cambio, me vi obligado a bajarla en dos oportunidades, empujado por aquellos que pensaban que yo no merecía estar allí.
Los terribles momentos de radicalización política, de persecuciones de distintos tipos —religiosas, contra las preferencias sexuales, la moda, los gustos artísticos, toda esa maquinaria infame de los años setenta— no opacaron nunca la devoción, el orgullo, la complicidad de los compañeros y de los profesores, las escapadas al parque de los Cabezones, las caminatas del 27 de noviembre. Allí, en medio de esa hecatombe de miedos, cada semestre que terminaba me sentía como un ladrón que tomaba algo que no le pertenecía.
Después de La Universidad de La Habana me he graduado en dos universidades de Estados Unidos, pero nunca sentí por ellas el amor, el primer amor que viví (horrorizado) en la Universidad de La Habana.
Carlos Espinosa Domínguez, Aranjuez, mayo 2019
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