Willy Chirino no puede dar un concierto en La Habana. Tampoco se ha realizado en la isla el merecido homenaje que se le debe a Celia Cruz. No se publicaron en su momento —ni luego póstumamente— los premios recibidos por Bebo Valdés durante la última etapa triunfal del pianista en el exilio. ¿Deben convertirse estas quejas en un inventario de omisiones?
Desde que se abrió la posibilidad de que artistas, académicos e intelectuales que viven en Cuba viajaran a Estados Unidos a realizar conferencias, conciertos o exposiciones —en un ya largo trayecto de aperturas y cierre— ha existido una contracorriente empeñada en otorgar al sector dominante de la comunidad cubana exiliada en Miami —por su poder político, económico y por supuesto electoral— la función de aduana y censura.
En dicho empeño se ha demostrado siempre, tanto un afán por colocar el “tema cubano” por encima de otras consideraciones nacionales vigentes en Estados Unidos, como el imponer la voluntad, los deseos y las frustraciones de un grupo al resto de los residentes del país, en particular —y con mayor énfasis— a los que viven en la ciudad de Miami.
Dos amplios aspectos, dentro de esa cruzada en favor del aislamiento, vulneran la esencia del ideal estadounidense. La política de cierre en ambos de ellos ha vuelto a imponerse —con una amenaza creciente de ir en aumento— desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, pero bajo la óptica peculiar del actual mandatario: el objetivo, al menos manifiesto, no es simplemente actuar sobre Cuba, sino que Cuba actúe sobre Venezuela. Una especie de juego de fichas cruzadas. La aparente lucha en favor del respeto a los derechos humanos y el florecimiento de la democracia en la isla pasa a un segundo término o no se menciona frente a la exigencia de una solución satisfactoria para el actual gobierno estadounidense de lo que ocurre en Venezuela. Queda al lector reducir o no toda la trama al tema del petróleo venezolano, pero no hay que pensar mucho al respecto para encontrar la clave.
Estos dos aspectos, en que se vulnera cotidianamente al ciudadano de EEUU, pueden resumirse en lo siguiente:
Cualquier estadounidense tiene el derecho de viajar a Cuba de turista, no porque se le considere un abanderado de la democracia sino por un simple derecho de ciudadanía. No existe una guerra declarada entre Washington y La Habana, no hay amenazas reales para los visitantes, no hay desde hace años acciones terroristas que justifiquen una prohibición. Lo demás es simplemente política de barrio, votos de legisladores comprados mediante contribuciones de campaña y poco interés de ambos gobiernos —salvo de parte de EEUU durante la presidencia de Barack Obama— para encausar las diferencias dentro de una vía más constructiva, útil y beneficiosa para los ciudadanos de ambos países.
Estados Unidos debe facilitar el conocimiento aquí de lo que ocurre en el campo científico, cultural y del espectáculo en Cuba —el valor, la calidad, la importancia de dicho panorama y sus creadores es otra cuestión— y permitir por lo tanto la visita de artistas, escritores y académicos residentes en la isla sin exigir una reciprocidad a cambio. Queda en manos de las universidades y otros centros académicos en EEUU el asumir la responsabilidad y los gastos del viaje. Exigir una reciprocidad, sacar a relucir antiguas cuentas o preguntarse por qué este y no aquel corre por cuenta de resentidos y oportunistas, siempre dispuestos a las comparaciones.
¿Hasta cuándo se va a escuchar en esta ciudad el mismo argumento de la confrontación fácil con el régimen de La Habana? Si Cuba censura, ¿por qué aquí se va a hacer lo mismo? Si los cantantes de Miami no pueden actuar en la Plaza de la Revolución, ¿debe permitírsele a los de allá pasearse por las calles de Miami?
Pues sí. Por una razón muy simple: quienes vivimos en esta ciudad estamos hasta la coronilla de censores y no queremos uno más. Si a usted le disgusta que el intercambio cultural sea en un solo sentido, tiene todo su derecho a expresar su criterio, pero si al mismo tiempo, por esa limitación, quiere suprimirlo o se pone de parte de los censores, pues sencillamente no ha entendido lo que es vivir en democracia. O lo que es peor, por conveniencia económica o de otro tipo se coloca al lado de quienes actúan igual que sus supuestos enemigos. En este sentido, solo merece el desprecio más absoluto de quienes realmente valoran lo que significa tener la libertad de expresar un criterio propio y respetar las opiniones contrarias.
Quienes apelan al criterio de que se trata del dinero del contribuyente y de pronto se arropan con la bandera del erario publico, para supuestamente defender que ni un solo dólar sea gastado en quienes vienen de Cuba, en la mayoría de los casos se limitan a pulsar una cuerda que en Miami siempre encuentra resonancia. La apelación al “dinero de los contribuyentes” se utiliza tanto para la prohibición de un espectáculo o conferencia en una instalación construida con fondos aportados por todos los miembros de la comunidad como para imponer un criterio a quienes no lo comparten, simplemente desde una posición de poder.
Criterio aparte merecen quienes desde la infancia han vivido en Miami, sin lograr separar las ventajas y privilegios de esta ciudad de las limitaciones que implican el identificarse de forma estrecha con un ámbito acortado como es el de cualquier comunidad exiliada. Sin sacar pleno partido al conocimiento de un par de idiomas y la facilidad de un mundo por delante, han escogido el camino más fácil: apelar al sentimiento minoritario para adquirir posiciones políticas y administrativas.
Al mismo tiempo, dichos supuestos representantes de la comunidad arrastran la desventaja —que no reconocen y se niegan a identificar— de carecer de patria. No en el sentido limitado y de un nacionalismo antiguo —de una serie de valores que pueden considerarse más o menos vigentes o caducos. Son apátridas de una forma más amplia: en la carencia de un sistema de referencial contra el cual analizar y juzgar otros patrones nacionales. De esta forma, su patriotismo —para atenerse al argumento benevolente de que poseen alguno— es en el mejor de los casos provinciano. Se creen superiores a sus padres y abuelos porque nacieron y se criaron en un país más poderoso que él de estos, pero al mismo tiempo reclaman un legado que solo conocen de oídas, y de esta forma se comportan como herederos a la hora de entrar a la política y los negocios de la comunidad cubanoamericana. Sin cultura y conocimientos que les permita trascender los límites del barrio, se creen con la astucia necesaria para sobrepasar a sus antecesores, y terminan en caricaturas que solo en Miami encuentran su destino. Oportunistas de aquí y de allá. Seres sin rostro.
Alejandro Armengol, Miami 2019