Luego del fin de los llamados Vuelos de la Libertad en 1973, millares de cubanos que deseaban emigrar a los Estados Unidos, después de haber sido sometidos al castigo de tener que esperar la salida trabajando en la agricultura, quedaron entrampados en un limbo de humillación y marginación social que no se sabía cuándo terminaría y si por fin podrían conseguir algún día su objetivo de reunirse con sus padres, madres, hijos y cónyuges. Solo se comunicaban por cartas, que demoraban mucho o a veces nunca llegaban.
Conocí muchas familias que pasaron décadas en la espera por poder emigrar. Y también a otras que no lo consiguieron y tuvieron que desistir y rehacer malamente, como pudieron, sus vidas.
En todos los casos, los que llevaron la peor parte fueron los niños y los adolescentes, que se vieron forzados a fingir para que no los discriminaran y maltrataran, a hacer amistades con fecha de vencimiento, a renunciar a estudiar una carrera universitaria, a evitar enamorarse, a postergar indefinidamente sus sueños, que en definitiva no sabían si se cumplirían, si es que se cumplían, aquí o allá.
Tengo un amigo que pasó toda su niñez y adolescencia evitando que en la escuela alguien pudiera verle el torso desnudo. Si alguien le preguntaba por qué nunca se quitaba la camisa para practicar deportes y se bañaba en la playa con pulóver, respondía que era porque tenía una malformación que le acomplejaba. En realidad lo que no quería que le vieran era la marca en el hombro izquierdo de la vacuna que le ponían a los que se iban del país. Le hubiesen hecho una anotación en el expediente escolar y eso determinaría que no lo dejaran llegar a la universidad, solo para revolucionarios. Cuando la madre y el hermano más pequeño lograron irse (el padre había muerto en un accidente), a mi amigo no lo dejaron irse con ellos, porque ya había cumplido los 16 años y estaba obligado a pasar el servicio militar. Después que lo desmovilizaron, consiguió graduarse de ingeniero. En 1990, con 35 años, logró irse de Cuba. Demoró casi dos años en lograr llevarse para Miami a su esposa y su hija.
A muchos de estos niños cuyos padres se querían ir de Cuba, la psiquis se les afectó al tener que debatirse entre su familia y el adoctrinamiento y la coacción a que estaban sujetos en las escuelas.
Conozco muy de cerca uno de estos casos: el de Leyda, que fue mi esposa hasta 1981.
En 1970, cuando tenía 10 años, se negó a irse con su madre a los Estados Unidos. Estaba muy apegada a la abuela y no la quiso dejar. El adoctrinamiento de la escuela hizo el resto. En el aeropuerto, se prendió al brazo de un miliciano con bigotes y metralleta, y gritó: “Soy revolucionaria, no me quiero ir”. La madre, gritó y lloró, pero no logró convencerla. Menos aún al grupo de milicianos y funcionarios que le decían que no podía forzar a su hija a abandonar el país. Entonces, llorando a mares, con su otro hijo en brazos, subió la escalerilla del avión.
A Leyda la convirtieron en hija de la patria. Le dijeron, ante un buró, una loma de papeles y una foto enorme de Fidel Castro, que “nada le faltaría porque la revolución velaría por ella”. Pero le siguieron faltando las mismas cosas que antes, y todavía más, muchas más. Solo se ocuparon de ella, que era demasiado rebelde, andaba con melenudos y se descocaba por Led Zeppelin, para regaños y prohibiciones. La patria y la revolución no bastaban para sustituir a la madre.
De su mamá sólo le quedaron algunas fotos, los recuerdos evocados por las canciones de Aznavour que escuchaba en Nocturno y el perfume que quedó impregnado por varios años en las gavetas.
Su abuela murió cuatro años después del forcejeo en el aeropuerto y entonces pasó a la tutela de una tía, luego se casó conmigo.
Durante más de 8 años no respondió las cartas donde su madre la animaba a reunirse con ella y su hermanito, cuando quisiera, solo tenía que avisar. Cuando autorizaron los viajes de los emigrados a Cuba, su madre le envió una carta preguntando si quería que viniera a La Habana. La muchacha la llamó por teléfono para rogarle que viniera cuanto antes. A ambas los sollozos les impidieron hablar en los tres minutos que duró la llamada. Hablarían y mucho, unos meses después, cuando se reencontraron.
En 1980 no se decidió a irse por Mariel. Lo lamentaría pronto, cuando fue condenada a dos años de cárcel porque la policía le halló en el bolso algunos dólares que la madre le envió con una amiga.
Hace dos años, a punto de cumplir los 57, se fue a Guyana, a reunirse con su hijo, que se había ido unos años antes. Su otra hija está en Miami. Todos son músicos.
La madre de Leyda murió hace varios meses. Nunca pudo cumplir su sueño de tener a su hija y sus nietos viviendo cerca. Y Leyda no deja de arrepentirse de aquella perreta en el aeropuerto.