Hace 12 meses quedé con Mario a tomar algo. Venía con la mirada radiante del recién casado, convencido de que había tomado la decisión correcta. Dos vinos blancos después esa mirada se le nubló cuando me habló de obstáculos y burocracia. Los obstáculos, la burocracia y los prejuicios que, agitados y mezclados, le estaban haciendo cuesta arriba la adopción de un niño con su flamante marido. Volví a casa recordando la frase que me dijo mi suegro cuando le anuncié mi primer embarazo: “Nacen niños cada día en todo el mundo, no os creáis especiales. No tiene tanto mérito”. Mario, en cambio, sí lo tiene.
“Mamá, ¿se puede tener dos madres?”. Mi hijo Diego lo preguntó una tarde cualquiera al volver del colegio. Un compañero suyo las tiene. También tiene un hermano mayor con discapacidad y un Golden retriever. Ese niño, al que llamaremos Raúl, es un niño que va a clase, que se pelea por un balón de fútbol y al que le cuesta madrugar en cualquier época del año. Ese niño es como el mío.
Solo que al mío ya no le choca que Raúl tenga dos madres. A mí, de paso, esa pregunta me sirvió para contarles, a él y a su hermana, que en España te puedes casar con quien quieras. Dos señores o dos mujeres, como mi amiga Arantza y su novia. Papá y mamá, también los abuelos.
Roberto es un fotógrafo tan estupendo como inquieto. Hace años se presentó en una fiesta en mi casa con una caña de lomo para amenizar la velada. Fue la primera vez que me habló de su marido. Es un tipo feliz al que la vida le ha sonreído casi siempre.
Cuando yo le conocí, bregando egos e injusticias desde el comité de empresa de un periódico, sonreía un poco menos. La risa se la dan su esposo, su huerto, su Euskadi y su cámara. La última vez que le vi fuimos a ver una exposición de fotografía. Sus ojos me hicieron de guía. Como no me dejó pagar, le invité a un café.
Eduardo era mi vecino. Ahora es amigo, portero de mi edificio y canguro de mis hijos. Es un cubano que vino a España por amor a un español. La historia duró más de una década. Me ha visto embarazada, con pelo corto y largo, con gafas y sin ellas. Hemos pasado sus duelos y los míos como hemos podido. Yo he llorado más de una vez delante de él. Él se ha emocionado contando cómo no poder volver a Cuba le ha impedido asistir al entierro de su madre y de un hermano. Es uno de los tipos más alegres que conozco. Para mis hijos, es el tío Eduardo. El mismo que se parte de risa viendo pelis infantiles con ellos cuando yo salgo y me suelto el pelo.
El año pasado me mandó fotos desde la fiesta del Orgullo. Estaba muerto de risa posando con un señor vestido con un atuendo mitad Norma Duval, mitad Carmen Miranda. Con plataformas tan infinitas como sus piernas. Me dieron mucha envidia la fiesta y la longitud de ese par de fémures. Lástima que esto me pille en una época con tendencia a la misantropía y con ganas de acostarme nunca más tarde de las 12.
Este fin de semana, Eduardo volverá a salir. A bailar, a lucir tatuajes y a tapar las penas. Roberto seguirá compartiendo en sus redes su amor por los suyos. Las madres de Raúl volverán a sacar el Golden retriever al menos un par de veces al día. Mario seguirá, flaco como un junco, intentando adoptar con su marido, que es aún más niñero que él. Acaban de hacer un curso de formación y están con los trámites para pasar un test psicosocial. Qué mérito. Y qué orgullo.