El presidente estadounidense Donald Trump despertó la mañana del domingo, miró hacia la nación que lidera, vio las astillas secas de las relaciones raciales y decidió arrojar una cerilla encendida. No era la primera vez que lo hacía y no parece que vaya a ser la última. Tiene una caja bien grande de fósforos y un suministro disponible de querosene.
A muchos les sorprendió su arenga de Twitter que incitaba a las congresistas demócratas de color a “volver” al país del que habían venido, aunque la mayoría de ellas en realidad habían nacido en Estados Unidos. Pero debería haber sorprendido a pocos de los que han visto la forma en que ha gobernado un país multicultural y multirracial en los últimos dos años y medio.
Cuando se trata de la raza, Trump juega con fuego como no lo ha hecho ningún presidente en un siglo. Aunque otros de sus antecesores en la Casa Blanca en ocasiones se acercaron o incluso cruzaron la línea al encontrar modos de apelar a los resentimientos de los estadounidenses blancos de manera sutil y no tan sutil, ninguno en la época moderna ha atizado las llamas de manera tan abierta, implacable e incluso entusiasta como Donald Trump.
Su ataque a las congresistas demócratas sucedió el mismo día que su administración amenazaba con redadas masivas a los inmigrantes que viven en el país de manera ilegal. Y fue apenas días después de que convocara a la Casa Blanca a algunas de las voces más incendiarias de la extrema derecha en Internet y de que juró que iba a encontrar otro modo de contar a los ciudadanos del país de manera separada de los no-ciudadanos, a pesar de que una decisión de la Corte Suprema le impidió añadir una pregunta al censo que se realiza cada diez años.
Su suposición de que las demócratas de la cámara de representantes deben haber nacido en otro país —o de que no pertenecen a Estados Unidos— es coherente con la estrategia política de nosotros-contra-ellos que ha estado en el corazón de la presidencia de Trump desde el inicio. En el camino a la elección del próximo año, parece estar trazando una línea profunda entre el país blanco, nacido en los Estados Unidos de su memoria, y la nación étnicamente diversa y con una población crecientemente nacida en el exterior que preside, desafiando así a los votantes en 2020 a declarar en qué lado de la línea se encuentran.
“De muchas formas, esta es la clase más insidiosa de demagogia racial”, dijo Douglas A. Blackmon, autor de Slavery by Another Name, una historia ganadora del Pulitzer sobre la servidumbre racial en Estados Unidos entre la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.
“El presidente ha pasado de invocar las obvias calumnias raciales de hace 50 años, clichés como los de los barrios negros ‘en llamas’, y ahora invoca la mentalidad de supremacía blanca de principios de 1900, cuando cualquiera que no pareciera blanco podía ser calificado como indeseable en Estados Unidos”.
Trump formalmente niega cualquier motivación o animadversión racial. Su lucha contra la inmigración ilegal, dice, es para asegurar la frontera y proteger al país. A menudo se jacta de que el desempleo entre hispanos y afroamericanos ha alcanzado récords bajos. La semana pasada le agradeció a Robert L. Johnson, el fundador de Black Entertainment Television, por reconocer su administración de la economía.
“Soy la persona menos racista que han conocido”, ha dicho más de una vez.
Pero no se esmera en evitar la apariencia de que sí lo es y su seguidilla de publicaciones en Twitter del domingo dejó a sus asesores atados de manos —incapaces o indispuestos— para defenderlo. Ninguno de los seis voceros de la Casa Blanca o de su campaña respondieron en un inicio a las solicitudes de declaraciones.
Solo uno de los funcionarios de su gobierno que ya tenía previsto aparecer en los programas de conversación del domingo, Mark Morgan, el comisionado en funciones de Aduanas y Protección Fronteriza, dejó en claro que no estaba dispuesto a formar parte del asunto. “Van a tener que preguntarle al presidente qué quiere decir con esos tuits en particular”, dijo en Face the Nation de CBS.
Los congresistas republicanos en general no acudieron a ponerse del lado del presidente el domingo ni tampoco se aprestaron a denunciarlo. Aunque muchos republicanos se sientan profundamente incómodos con la política empapada de racismo de Trump, les preocupa ofender a los votantes de base que vitorean al presidente como alguien que dice la verdad en la tiranía de la corrección política.
Solo por la noche Trump respondió al furor, al decir que los demócratas estaban defendiendo a colegas que “hablan mal de nuestro país” y “cuando se les confronta” llaman a sus adversarios “RACISTAS”.
Entones, Tim Murtaugh, un vocero de campaña de Trump, respondió al pedido de declaraciones y dijo: “El presidente señaló que muchos demócratas dicen cosas terribles sobre este país, que en realidad es la nación más grandiosa de la Tierra”. Murtaugh no explicó por qué Trump le dijo a las congresistas nacidas en Estados Unidos que “volvieran” a países de los que no eran.
Otros presidentes han jugado a la política racial o se han regodeado en los estereotipos. Las grabaciones secretas de Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon muestran que a puerta cerrada ambos hacían comentarios virulentos y racistas. La estrategia de Nixon en el sur se dice que estaba dirigida a los blancos desencantados.
A Ronald Reagan se le acusó de hacer referencias racistas en código al referirse tanto a las “reinas del bienestar”. George Bush y sus seguidores insistieron en el caso de un asesino afroamericano que estaba de licencia de una prisión llamado Willie Horton. A Bill Clinton se le acusó de hacer una jugada racial al criticar a una estrella negra del hip-hop.
Pero incluso hace una generación había límites y la mayoría de los presidentes predicaron la unión racial por encima de la división. Johnson, por supuesto, pasó la legislación de derechos civiles más radical de la historia de Estados Unidos. Bush firmó una ley de derechos civiles y denunció a David Duke, el líder del Ku Klux Klan, cuando postuló a la gobernación de Louisiana como republicano. Su hijo, George W. Bush, puso énfasis en visitar una mezquita días después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 para mostrar que Estados Unidos no estaba en guerra con los musulmanes. Barack Obama invitó a una “cumbre de cerveza” a un profesor afroamericano de Harvard y al policía blanco que lo arrestó por error.
La historia de Trump en asuntos raciales ha quedado bien documentada desde sus días de desarrollador inmobiliario, cuando llegó a un acuerdo con el departamento de Justicia en torno a una demanda por discriminación al rentar departamentos, hasta la agitación pública que causó durante el caso de los Central Park Five en Nueva York. Jack O’Donnell, el expresidente del Casino y Hotel Plaza Trump en Atlantic City, después escribió que Trump abiertamente desprestigiaba a otros según su raza al quejarse, por ejemplo, de que no quería que hombres negros administraran su dinero.
“Trump no solo ha sido siempre un racista, y cualquiera a su alrededor que lo niegue está mintiendo”, dijo O’Donnell el domingo. “Donald Trump hace comentarios racistas todo el tiempo. Una vez que lo conoces, dice lo que piensa sobre la raza de manera muy abierta”.
Dijo que Trump traficaba regularmente con los estereotipos raciales: los judíos son buenos con el dinero, los negros son holgazanes, los puertorriqueños se visten mal. “La gente blanca son los estadounidenses para Trump, todos los demás son de otro lado”, dijo O’Donnell. “Simplemente niega la realidad de cómo inmigramos todos a Estados Unidos”.
Trump impulsó su camino a la Casa Blanca en parte al promover la falsa teoría de conspiración de que Obama había nacido en África, no en Hawaii. Abrió su postulación presidencial en 2015 con un ataque a los “violadores mexicanos” que cruzaban la frontera (aunque “algunos, asumo, son buenas personas”) y después llamó a prohibir a todos los musulmanes el ingreso a Estados Unidos. Dijo que un juez nacido en Estados Unidos de ascendencia mexicana no sería justo con él debido a su origen étnico.
Como presidente, se ha quejado en reuniones que ahora son públicas de que los inmigrantes haitianos “todos tienen SIDA” y de que los visitantes africanos nunca “volverían a sus chozas”. Ha desprecado a Haití y a algunos países africanos con una vulgaridad y dijo que en lugar de inmigrantes procedentes de allí, Estados Unidos debería aceptar más de Noruega. Dijo que había “muy buenas personas en ambos lados” refiriéndose a una manifestación para salvar un monumento confederado que se volvió mortal en Charlottesville, Virginia, aunque también condenó a los neonazis allí.
Insiste en que solo dice lo que otros creen pero tienen miedo de expresar. Y cada vez que las llamas rugen, Trump agrega un poquito más de combustible a la hoguera. Puede que el fuego esté caliente, pero así es como le gusta.