Hace dos semanas, a través de un comunicado, la empresa Univisión confirmó lo que ya era un sonoro rumor: la posibilidad de su venta. Se trata de la cadena pionera de la televisión en español en Estados Unidos y, junto a Telemundo, una de las dos pantallas que se disputan el público hispano en ese país. Más allá de los elementos puntuales, entre los que destaca una deuda millonaria, la gran pregunta es si realmente existe alguien interesado en comprar hoy en día un canal de televisión abierta. ¿Para qué?
Desde hace años, la aparición de internet, los cambios en las plataformas comunicacionales y las consecuentes variaciones en los hábitos de consumo de las nuevas generaciones han terminado produciendo una revolución involuntaria: es una transformación radical y casi inesperada, sin dirección política, sin otro sujeto protagonista que la tecnología. De pronto, el poder pasó de la pantalla a los usuarios. El control sobre lo que puede o no se puede ver cambió de manos. La “dictadura” de la TV abierta —como la llamó Carlos Monsiváis— finalmente ha sido derrotada.
No es aventurado afirmar que en el futuro, la palabra “televisión” dejará de existir. Se quedará sin referencias. Tan sola e inútil como la palabra “betamax” o la palabra “casete”. Un cambio tecnológico ha producido una crisis en una de las industrias aparentemente más sólidas y bien cimentadas. Y se trata de una alteración que escapa a la moralidad con la que frecuentemente se enjuicia a la televisión. No se trata de dilucidar si el cambio es bueno o malo. Simplemente es inevitable. Su propia dinámica le ha dado más libertad a los contenidos, ha redimensionado las posibilidades de la narrativa audiovisual. No está en crisis el relato. Todo lo contrario. Lo que está en crisis es su forma de producción, distribución y consumo. El televisor y la industria que respira tras él de repente comenzaron a convertirse en una antigüedad.
El día a día, con su urgencia de llenar veinticuatro horas de programación, tal vez no permite mostrar tan nítidamente lo radical que en el fondo está siendo el cambio. La tele abierta tenía un poder casi absoluto. La única defensa posible ante ella consistía en apagarla. No había más opciones. Desde su trono emisor, administraba y distribuía no solo la sentimentalidad y la moral sino que, incluso, también organizaba los tiempos del gusto y de la angustia, los horarios para reír o para informarse. Era el centro de la casa. Y muchas veces lo era de manera literal, física.
Ahora somos los usuarios quienes podemos elegir y decidir qué, cómo y cuándo consumir los contenidos audiovisuales. Ya hace dos años, una encuesta mostraba cómo en España el 72 por ciento de los jóvenes ven más YouTube que televisión. La migración de la audiencia hacia las plataformas de transmisión en línea ha producido un cambio vertiginoso e irreversible. No solo se trata de un asunto de ratings y de ventas. El propio contenido que definía la ficción audiovisual también ha cambiado. También la palabra “teleculebra” se está quedando huérfana.
La telenovela fue el género emblemático de la televisión abierta latinoamericana. Está ligada genéticamente a ella, tiene que ver con su origen, con su naturaleza. Ese folletín cotidiano e interminable —que empezó versionando algunos clásicos de la literatura del siglo XIX y que se desarrolló canibalizando el relato sentimental de la mujer pobre que se enamora de un hombre rico— fue durante años el producto estrella de nuestra tele. Su garantía de origen, su marca. Hoy en día los culebrones son animales en vías de extensión. No me refiero al melodrama sino a esa forma específica del melodrama, a ese formato de largo aliento, asentado sobre estereotipos y desarrollado narrativamente bajo la premisa de la reiteración y del falso suspenso. Ninguna de las plataformas (Netflix, Amazon Prime, etc.) que definen hoy el mercado está buscando una María la del Barrio de 150 horas.
Las llamadas plataformas de transmisión libre (OTT) han impuesto un modelo y un ritmo de ficción mucho más diverso, que se desperdiga abriendo cada vez más segmentos de la audiencia, ampliando sus límites. Lo que define a las nuevas plataformas no son sus productos sino su infinita posibilidad de tener más productos. Siempre. De cualquier tipo. Por eso una de sus condiciones esenciales es la velocidad. Cada vez son más frecuentes los formatos seriados, con un máximo de ocho o diez capítulos. No es azaroso que Televisa, la productora de telenovelas más importante del mundo, apueste ahora por transformar su grandes clásicos de siempre en series modernas e innovadoras de veinticinco capítulos.
No solo es un tema de contenidos. También, como objeto, la televisión está muriendo. Cada vez más, los jóvenes consumen el contenido audiovisual a través de sus teléfonos. El futuro está en esa pantalla que también es una extensión de la mano. Es una nueva TV, tan personal que te la llevas al baño o te la guardas en el bolsillo. Su relación con el cuerpo crea incluso una intimidad y un poder que antes no existía. De pronto, incluso las pantallas planas, de última generación, comienzan a parecer dinosaurios lejanos e inútiles.
Por supuesto que en los contextos latinoamericanos, donde la pobreza y la desigualdad sigue definiendo drásticamente la realidad, este proceso avanza con más lentitud y dificultades. Pero, en general, la vida de la tele abierta parece tener sus días contados. Su margen de acción se va estrechando, se va concentrando cada vez más en territorios claramente delimitados: los concursos en vivo, los deportes, las noticias. El populismo mediático se alimenta de esta crisis, vive su mejor momento. Quizás pronto llegue el día en que la política sea la única ficción que se transmita por la televisión abierta.
Cada vez son más frecuentes los rumores sobre la venta, o posible venta, de canales de televisión tradicionales. Sin embargo, en general, nunca se concretan. Nadie parece ahora estar interesado en un comprar un canal. Su única posibilidad de sobrevivir es cambiar. Necesitan reinventarse como productores de contenidos, al servicio de las nuevas plataformas. Su reino se acabó. Otra señal de los tiempos: ningún poder es eterno.