En el corto documental La otra, que la directora argentina Lucrecia Martel filmó en 1989 cuando todavía era una estudiante, un joven Gustavo Liza, prócer del transformismo argentino, se toma un trago de whisky tras bambalinas y, con el humor irreverente que lo caracterizaba, dice: “Este es el único país del mundo en el que ser transformista es más fácil que ser barrendero”. Hoy en día ese término (transformista) entró en desuso, reemplazado por su equivalente anglosajón "drag", aunque la Liza, apodo que ganó Gustavo por su célebre interpretación de la cantante y actriz estadounidense, Liza Minelli, lo defendió con cierta nostalgia en la última entrevista que dio para el podcast Puto Viejo antes de morir a fines de abril de 2019 con apenas 58 años. Con cuatro décadas de carrera, que arrancó en sótanos durante la última dictadura de 1976 y culminó con su actuación en la última adaptación de las obras Eva Perón y El Homosexual del reconocido escritor argentino Copi, que lo llevó al teatro Cervantes de Buenos Aires y a los mejores teatros de Europa, Gustavo Liza se convirtió él mismo en una de las reinas indiscutidas del under de Buenos Aires.
En los 30 años que pasaron desde La otra, tanto la Liza como la Martel alcanzaron el profesionalismo en sus respectivos medios artísticos. Del mismo modo, lo que en ese entonces se conocía como transformismo evolucionó tanto en Argentina como alrededor del mundo. El drag, y los términos para referirse a la puesta en escena más exagerada del género, se fueron complejizando a medida que la comunidad LGBTQ fue ganando terreno y conquistando derechos y libertades. Hoy en día, alcanzó el mainstream con el éxito de las últimas temporadas de Rupaul’s Drag Race, con drag queens que hacen giras en todo el mundo y convenciones en las que niños y adultos pueden conocer a sus participantes favoritas. Esa microeconomía generada a partir del drag y semejantes niveles de masividad eran impensados hace décadas, cuando en la tele y el cine escaseaba este tipo de representación. Pero el éxito de un programa de televisión norteamericano poco tiene que ver con la realidad y el día a día de las personas que pretenden trabajar de esto en Buenos Aires.
Nube es una de ellas. Tiene 24 años y hace drag hace cinco, cuando tuvo que hacerlo para una obra de teatro en la que estaba trabajando. Empezó de a poco a presentarse en fiestas en las que interpretaba la música que ella misma había compuesto para la obra, una adaptación de La Metamorfosis de Kafka, y así como Gregorio Samsa – el personaje principal del libro–, se transformó en algo más que una simple persona. “Amaría poder vivir de esto. Las ganas de montarse y ponerse divina siempre están, pero la plata que te pagan por una noche de hosteo o alguna fecha en general nunca llega a ser suficiente. ¿Qué hago con dos mil pesos?”, se pregunta Nube al comienzo de nuestra charla en su casa en el barrio porteño de Chacarita. Habla casi sin detenerse. Una idea le dispara otra y así va hilvanando una red de quejas que denuncian las vicisitudes y dificultades del drag como trabajo. “A todas nos pasa lo mismo. Cuando arrancás, algunas veces te pagan y otras no. La mayoría no. Nada. Ni los viáticos. Capaz que no solo no te pagan, sino que para colmo no te tratan bien”, dice con hartazgo.
En contraposición a la inestabilidad que representa la precarización laboral del universo del drag, su otro trabajo, detrás de la mesa de informes en un centro cultural, le permite mantenerse y costear “techo, comida y algunos gustos”. A pesar de que afirma que le encantaría dedicarse de lleno a su carrera como drag queen, Nube explica que para hablar del drag como trabajo hay que tener en cuenta todas sus complejidades. En primer lugar, casi nadie se draguea en soledad: antes que nada están las amigas. Las "familias" o "casas" son formas simbólicas de nombrar no solo un grupo de gente con similitudes estéticas, sino también una forma de arte colectiva y cooperativa. Puede o no haber una figura, generalmente conocida como Madre, que destaque en la familia o la dirija. Pero, así como las jerarquías son una fantasía, muchas veces también son difusos los límites entre una familia y la otra, ya que la generosidad que se va construyendo al frecuentar los mismos lugares y fiestas prevalece ante cualquier nomenclatura.
Cuando hablamos del drag como una forma de arte cooperativa, esta última palabra también tiene que entenderse desde su acepción laboral. Muchas de las oportunidades de trabajo que se dan en el ambiente, desde producciones de fotos caseras hasta las fiestas más grandes, son autogestionadas por las mismas artistas, performers y drag queens. Nube insiste en la necesidad de "no quedarse solo en el antro" e irrumpir nuevos espacios. Antes de empezar a responder las preguntas que le voy a hacer, se levanta de golpe a poner música que, a pesar del volumen considerable, no llega a opacar la claridad de su voz.
VICE: Entonces, ¿se puede vivir del drag en Buenos Aires?
Nube: ¿Se puede vivir de algo en Buenos Aires? ¿Si alcanza me preguntás? Para vivir, ni en pedo. Para tener algún extra, tal vez. Aunque lo que gano siempre vuelve al trabajo. La plata que se gana no es mucha y además se va volando entre maquillajes, peluca, telas… La gente tiene una expectativa muy alta y una además siempre requiere cambiar y mejorar.
¿Qué pensás que hace falta para que eso sea posible?
N: Un contexto social y más que nada económico que lo promueva, pero si no sucede, es nuestro trabajo forzarlo y creárnoslo. Generar contenido propio. Que sea nuestro ojo el que nos vea y nos retrate.
¿Y en concreto? ¿Cómo vivirías del drag?
N: Para vivir de esto deberías tener al menos dos fechas pagas, muy bien pagas, por fin de semana, algo imposible hoy por hoy, ya que cada vez hay menos fiestas. La gente no tiene plata para pagar una entrada. Menos para dar una propina. Pero la mayoría ni se cuestiona si nos están pagando. Si tuviéramos los recursos concretos podríamos hacer bocha de cosas. Pero no es tan fácil. Todo sale mucha guita: las pelucas, el maquillaje, la máquina de coser, la remachadora. Parece que no, porque una está regia y es una fantasía cuando la ven, pero es un montón. Atrás de la fantasía hay mucho laburo.
En el transcurso de esa tarde de un viernes de mayo sospechosamente cálido, la casa que Nube comparte con dos amigas se va convirtiendo en un búnker repleto de gente. En la cocina, mientras termina de desayunar, aconseja a una de sus compañeras de casa sobre unas pelucas y, con una servilleta y una gomita elástica, le explica unos detalles del vestido que le está haciendo. Está por llegar un grupo a practicar una coreografía, a lo que la perra y los cuatro gatos que tienen de mascotas se anticipan escondiéndose en distintos recovecos de la casa. Incluso en un momento interrumpe Sónica, madre de la Casa Satana de la que Nube es Tía, para darle una bolsita con un cogollo y una pastilla para la noche siguiente. Todxs en la casa se están preparando para el esperado regreso de Trabestia, una de las fiestas de excelencia drag en la Ciudad de Buenos Aires. “Alistándose para el desmadre”, dicen mientras se ríen al imaginar el rejunte de outfits extravagantes y, por ende, incómodos para estar ocho horas bailando en un antro que estalla de gente montada.
Una de las responsables de ese desmadre es Le Brujx. Madre y fundadora de Trabestia Drag Club, tiene 36 años, "o 37, no me acuerdo", dice. Fue fotógrafo de la fiesta Whip, en la que hostean drags como Rita la Salvaje, Shampein y Lady Nada. Sin darse cuenta, terminó siendo una especie de fotógrafo drag y pronto se vio laburando en distintos boliches. Según afirma, la jornada laboral en una fiesta, que incluye largas horas sobre tacos altísimos y los corsets más ajustados, además de la preparación del vestuario, el maquillaje y el contenido, nunca se paga como debería. "Te pueden pagar dos mil o tres mil pesos. En los boliches pakis –heterosexuales- pagan más pero te tratan peor. Ahí sos una lámpara, nadie respeta lo que hacés", dice Le Brujx. De todos modos, los números no cierran. El gasto y la energía que se requeriría poder estar a la altura de varias fechas a la semana son incalculables. Armar un vestuario puede llevar horas, incluso varios días. "Las telas, por ejemplo, cuestan el doble que el año pasado, mientras que la plata que te pagan vale la mitad", denuncia. Los maquillajes de mejor calidad, que en Argentina hace varios años ya son impagables, están fuera del alcance. Le Brujx comenta, no de forma peyorativa sino más bien como una observación, que la generación más joven que está incursionando en el drag lo hace con lo que tiene, con un resultado final bastante trash que es un signo de los tiempos de crisis económica. "Con Trabestia, uno de los objetivos que tuvimos desde el principio fue elevar el nivel del drag. Tiene que haber un lugar que lleve todo esto al nivel de la fascinación", explica.
Aunque hace drag hace varios años, Le Brujx hoy se ve más como productor. “Hoy en día me veo desde ese lado, desde el generador de espacios para que eso suceda. Estoy muy agradecido de todos los lugares que tanto disfruté en mi adolescencia así que ahora toca devolver”, dice. Es por eso que, a pesar de la crisis, decidió seguir adelante con Trabestia aunque, según aclara, ya no pueden hacerla todos los meses. “Una de las cosas que me da muchas esperanzas es que el nivel cultural y la necesidad de expresión en Buenos Aires es infinita. Eso no se va a acabar, no lo van a poder matar, porque detrás de todo ese arte hay una resistencia, un lugar donde volver y sentirse protegido y querido, un lugar donde olvidarse de que no hay plata y que estamos en cortocircuito”, dice.
A pesar de experimentar con su imagen y su estética desde muy chico, la primera vez que Saddy The Destroyer se montó y le dedicó tiempo en serio, tanto al maquillaje y el vestuario como al concepto, fue en Trabestia. Tiene 22 años recién cumplidos y en su corta carrera ya fue tapa de la revista Viva y del suplemento Soy, participó en performances de Osías Yanov y estuvo en videos de Fito Páez y Babasónicos. "Muy pocas veces encontrás un lugar donde te pagan como querés", dice Saddy, "no lo encontré en casi ninguna fiesta, sino cuando trabajé en museos o en los videoclips".
De todos modos, aclara que su fiesta favorita es la Anormal, que cumplió su primer aniversario en abril de este año . Suelen hacerla cada 15 días y, aunque arrancan a la medianoche, pueden extenderse hasta las 11 A.m. Junto a Saddy, quienes se animen a esta fiesta techno van a encontrarse a Lest Skeleton y Shiva The Destroyer, la trinidad que la organiza y que nada tiene de santísima. Saddy sabe que no es para todo el mundo. "Por tener una estética poco convencional, no frecuento los lugares más concurridos por el público ‘gay’", dice sin preocuparse. No necesita aclarar que lo que hace prospera tanto en sótanos como en museos.
"Acá claramente no se puede vivir de esto. Nadie valora la calidad del trabajo. Si tuviera que ponerle un precio real a lo que hago, nadie me lo pagaría, así que tomo distintos trabajos por precios muy bajos e intento seguir haciendo esto porque lo amo", afirma Saddy con seriedad, pero sin dar un número concreto. ¿Cómo se puede calcular el precio real de un medio artístico que, a pesar de su importancia para la comunidad LGBTQ y su auge en los últimos años, todavía no se valora? Saddy acepta a medias la masividad del drag: por un lado, opina que abrió las puertas a que muchísima gente experimente con el género de manera creativa, aunque teme que al arrancar, muchos sigan un camino clásico. "Estaría bueno que piensen en nuevas alternativas que lleven a otras cosas y no siempre a lo mismo: a ser la reina de todo", dice, y su audio se corta de repente.
Tanto Nube como Le Brujx y Saddy concuerdan en que es imposible vivir del drag en Buenos Aires, en gran parte por un contexto económico tan perjudicial, en el que, al no haber un mango, lo primero que recortan las fiestas son lxs performers. Pero, de todos modos, las tres insisten, cada una a su manera, en la necesidad de no quedarse solo en el antro y seguir ganando lugares en los que este tipo de arte pueda desarrollarse. Ganas no faltan, y cada vez son más los proyectos que tejen entre ellas, porque saben que ahí está la solución. ¿Qué hace falta entonces? Ya lo dijo Nube: “¡Sindicalismo para las mostras!”.