El verano en Cuba es un horror. El tórrido calor, la molotera en las guaguas, la cola para los taxis, en fin, un sabotaje a la posibilidad de pasar un día “desconectado” de la mierda cotidiana. Pero cuando se tienen hijos hay que hacer un esfuerzo, así que mi esposa y yo decidimos complacer a nuestra niña de nueve años, que desde hacía días nos pedía insistentemente ir a la playa.
Pensando en garantizar al menos la comodidad del viaje, elegimos ir a Santa María del Mar en uno de los ómnibus Transtur que salen del Parque Central rumbo a las playas del Este, con un costo de 5 CUC por persona, ida y vuelta. Llevamos solo agua fría, contando con las ofertas gastronómicas que según Díaz-Canel abundan en los más importantes enclaves de veraneo para garantizar que la temporada transcurra lo mejor posible, dado el recrudecimiento del bloqueo que siempre tiene la culpa de todo, hasta del mal funcionamiento de las neveras.
A las once de la mañana llegamos a Mar Azul, sembrado de gente hasta la última franja de arena, y nuestra primera precaución fue plantar el sombrillón y alquilar las tumbonas, que no tienen precio fijo señalado en la relación de tarifas para el público, así que los dependientes improvisan a su favor. En este punto sobrevino la primera contrariedad, pues no quedaban disponibles para alquiler. Había muchísimas sin utilizar, pero todas destinadas a los clientes del hotel; los cubanos tenían que sentarse en la arena sucia de basura y sargazo.
Abrimos una toalla grande y nos guarecimos bajo la escasa sombra para elaborar el plan de contingencia necesario en una Cuba de rateros, donde las playas no tienen taquillas. Mi esposa decidió hacer el primer turno de vigilancia sobre nuestras pertenencias y entré con mi hija en la mar borrascosa que despedía un hedor extraño.
Casi enseguida la niña dio un salto fuera del agua y me hizo notar dos bultos negros navegando en la resaca. Eran dos gallinas decapitadas que la corriente arrastraba junto con una vela y un trapo azul. El rostro de mi esposa se tensó de asco y disgusto. Por más que le insistí a mi hija, no quiso regresar al agua. Le propuse movernos hacia otra parte alejada de los desperdicios, pero se negó y se sentó junto a su madre mirando la brujería que flotaba cerca de otros niños sin que ningún empleado se atreviera, por superstición o indolencia, a sacar los asquerosos restos de la playa.
Pensando en salvar el día, se me ocurrió alquilar una bicicleta acuática o un catamarán para adentrarnos en un área más limpia. Me acerqué a la mesa del burócrata playero que organizaba la lista de espera para montar alguno de esos caros juguetes, y me encontré con un tipo tan desagradable y engreído que detuve el trámite en seco para no buscarme un problema.
Había que ver a aquel sujeto, un Don Nadie en realidad, disfrutando la dosis de poder que le confería el control sobre la mencionada lista. Un tipo enajenado del lamentable accidente de ser cubano y estar en la playa de toda la vida comprobando que eso que llaman “servicios públicos” es una sangría al bolsillo de cualquier nacional que perciba ingresos moderados.
Una hora en una bicicleta acuática cuesta 7 CUC (150 pesos), en un catamarán 12 CUC (300 pesos); tarifas abusivas a las que habría que sumar la mala forma de quien debería atender a los clientes con un mínimo de respeto. Los precios restantes andaban por el estilo, como si Santa María fuera un coto exclusivo y no la playa chancletera en que se ha convertido, donde se mete todo lo que no cabe en Bacuranao.
En veinte años nada ha cambiado. El hotel Mar Azul Tropicoco parece un preuniversitario del campo, con desorden y mal comportamiento incluido; las canchas de squash están desbaratadas; la glorieta luce exactamente igual que cuando venía en mis años del Pedagógico, llena de baches, moho y herrumbre.
El único mercado en divisas que hay en la zona prohíbe entrar a los clientes en shorts, mojados o embarrados de arena, un veto absurdo que han establecido los empleados aunque se afecte la venta, con tal de no tener que limpiar. En los quioscos del Estado los precios devoran cualquier salario con aumento y todo. Una cajita de cumpleaños con un poco de congrí, un muslo enclenque de pollo frito y chicharritas de boniato —vianda que sobra en toda Cuba — vale 40 pesos; y encima tienes que comer con la vieja técnica de picar un trozo de cartón de la misma cajita para usarlo a guisa de cuchara, porque ni cubiertos de plástico hay.
Los cubanos vivimos como animales, somos tratados como animales y no hacemos otra cosa que reproducir el esquema a diario. Ese cuento del verano para el pueblo no es más que la multiplicación de la pobreza en que nacimos y nos hemos educado. Todo lo que vi en Santa María del Mar fue una baja calidad ciudadana que produce escalofríos, montones de basura y muchísimos adolescentes menores de 18 años que desde ya despuntan como bebedores pertinaces.
No es cuestión de pensar como un burgués ni creerse mejor que nadie. Es que el gozo del pueblo se ha convertido en un pesar para gente educada, que solo desea un poco de higiene y buen trato. Por eso no pude contradecir a mi esposa cuando afirmó tajante que es preferible reventarse trabajando y ahorrando todo el año para pasar una semana en un “Todo Incluido” en Varadero, alejados de eso que llaman “opciones populares” y no es otra cosa que una cochambre aliñada con ideología y vulgaridad al por mayor.