La vida se paralizaba entre calores sofocantes, el acecho de la hambruna más rumores sobre balseros que lograban llegar al Norte y otros que nunca llegaron
Despidiendo a balseros que iban rumbo a EEUU (filme Agosto)
'MI PERÍODO ESPECIAL'
Del llamado “Período Especial”, que fueron los peores momentos de la gran crisis que sobrevino en Cuba a la caída del comunismo en Europa del Este, una mayoría suele recordar los apagones. Torturantes horas, interminables, en que la vida se paralizaba entre calores sofocantes, el acecho de la hambruna más los rumores sobre balseros que lograban llegar al Norte y de otros desafortunados de los que jamás volvimos a saber.
También recuerdo esas oscuridades, profundamente tenebrosas, pero cuando rememoro aquellos años la primera imagen que viene a mi mente es el de las personas mirando al suelo al caminar, encorvados como bestias de carga, cabizbajos no solo por esa cotidianidad en extremo pesarosa sino, además, por la rutina de salir a la calle con los bolsillos y el estómago vacíos y entregarse a la fortuna de encontrar el peso, el monedero, la prenda o cualquier otra cosa que alguien extraviara por accidente.
Estaban desde los que caminaban al azar bajo el sol o la lluvia, o rumbo al trabajo o a la escuela, revisando el mismo trillo una y otra vez, ida y vuelta, y los que rastreaban avenidas concurridas, playas donde veraneaban extranjeros, plazoletas segundos después de terminada cualquiera de las tantísimas marchas politiqueras y antojadizas en contra o a favor de esto o aquello.
También quienes, no tanto como espectadores sino con el espíritu de aves carroñeras, acudieron a los estadios e instalaciones deportivas durante aquellos Juegos Panamericanos del año 1991, cuando, a los escasos recursos que quedaron tras la estampida soviética, el gobierno los usó no en darles de comer a las multitudes hambrientas sino en cumplir con un capricho, una necedad, un disparate, un crimen.
Conocí de varios vecinos del barrio donde vivo que iban todos los días a las cercanías de la Villa Panamericana, donde se hospedaron los deportistas, para tratar de hacerse con desperdicios de comidas, cabos de cigarrillos, astillas de jabón de baño, envases con restos de champú, chancletas, ropa interior y bolsas de plástico que a diario eran arrojados a los basureros.
He sabido por estos mismos vecinos, sobre trifulcas y detenciones por intentar hacerse de algún par de zapatos tirado en una zona de basurales, repartidos entre policías y barrenderos que no peleaban por implantar el orden ni hacer sus labores sino por no compartir ese botín de sobras del que nunca se habló en las noticias y reportajes sobre Cuba, sobre medallas acumuladas y marcas deportivas cuando la verdadera y agónica competencia, no por escalar un podio sino por la supervivencia, se desarrollaba a solo unos metros de las celebraciones, las banderas, los himnos y los campeones.
Los cabizbajos abundábamos por todas partes. Y sin nada de rubor también me incluyo, y conmigo a esos amigos estudiantes de la Universidad que tanto “luchamos” ya por obtener un tiquete extra para almorzar en el comedor, ya por ganarnos el derecho a comprar una hamburguesa y un refresco de Cola en aquellas cafeterías que el gobierno abriera, quizás bajo la ironía, el chiste cruel, de enfatizar en esa regla constante del socialismo donde no solo el comer bien sino además el “matar el hambre” es privilegio de unos pocos.
En El Conejito, al frente del edificio Focsa, en el Vedado, no había ninguna de estas hamburgueserías del Período Especial pero, en cambio, sí estuvo por algún tiempo, en las inmediaciones, la parada inicial de la antigua ruta 68 de la cual, a principios de los años 90 apenas quedaba un solo carro destartalado.
La gente pasaba horas esperando a que de milagro llegara, y las filas crecían hasta formar una multitud a ambos lados de la calle 17.
En cuanto la guagua doblaba en la esquina de la calle Línea, aun sin detenerse, las personas comenzaban a saltar por las ventanas hacia dentro mientras el gentío se apiñaba frente a las puertas entre golpizas y gritos.
Era entonces que entraba en escena aquella gente que también había esperado durante horas pero no buscando abordar el ómnibus sino para comenzar la cosecha de todo cuanto iba quedando en las aceras y la calle: una presilla para el pelo, un bolígrafo, unos espejuelos, monedas de a veinte centavos o de un peso que cayeran de las manos de esos pocos que, por costumbre, temor, vergüenza o conciencia, aún continuaban tributando en las alcancías o en las manos de un chofer que de inmediato las llevaba al bolsillo.
Algunos pudieran llamarlos ladrones pero en realidad no robaban nada. Apenas recogían aquello que, en medio del caos, ya no pertenecía a nadie. No eran parte del verdadero ejército de carteristas y “agitadores” (salteadores) que infectó Cuba y que operaba a cualquier hora en parques, calles concurridas y sobre todo en el transporte público donde cortaban correas, bolsillos y fondos de bolsos y sustraían con violencia, muchas veces mortal, relojes, joyas y billeteras que, probablemente, fueran falsas o estuviesen vacías (ya casi todo se lo había quedado el gobierno con aquellas Casas del Oro y la Plata) pero que al menos uno o dos pesos habrían de valer en una Cuba donde no había absolutamente nada, y donde un dólar, además de penada su tenencia por la ley, se podía cambiar a escondidas por 150 pesos, que en aquellos momentos era poco más del doble de una pensión de jubilado o el salario mensual de una dependienta de comercio.
Hay quienes dicen y hasta escriben con sospechosa seguridad que esos infiernos quedaron atrás y que es imposible que se repita algo semejante. Pero resulta que para muchos cubanos el Período Especial nunca ha terminado y quizás por eso nadie se ha atrevido a declarar de modo oficial su final. Posiblemente una señal de que aquellos “años duros” solo fueron una ola que creció y tocó la orilla para derribar castillos de arena.
Hoy, en esa misma playa de ayer, se han levantado otros, dicen algunos que mejores que aquellos abatidos. Pero la mar que parecía en calma hoy vuelve a agitarse, las olas crecen, y no hay dudas de que, en cualquier momento, pudieran romper en la orilla.
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