La bestia que llevamos dentro
Por Delvis Toledo De la Cruz
Cuando a usted lo llamen bestia o animal, no debe ofenderse demasiado. Sencillamente, se trata de una realidad científica. Sin embargo, al margen de esa circunstancia, debemos evitar a toda costa la violencia o cualquier comportamiento irracional, que pueda destrozarnos el calificativo de “seres humanos civilizados”.
Acorde con los estudios realizados por Eric Alonso de Medina, catedrático de la Universidad de Barcelona:
“El hombre es un animal social, doméstico y cultural, y así, mientras en otros animales las pautas de comportamiento dependen en su casi totalidad de adaptaciones filogenéticas, en el hombre debemos tener en cuenta las adaptaciones culturales que determinan series de estrategias que, a su vez, repercuten en la conducta social humana”.
Aun así, en nuestro acervo biológico hay genes y conductas heredadas de nuestros ancestros, desde los homínidos que iniciaron la “aventura humana” hace unos cuatros millones de años, hasta los reptiles que vieron la luz en el periodo carbonífero. No es de extrañar, por tanto, que algunos congéneres nuestros se comporten todavía como verdaderos dinosaurios.
En este sentido, cabe mencionar a la violencia –rasgo con matices singulares en el ser humano–, ya que en cuanto a la agresividad, somos únicos: salvo algunos roedores, ningún vertebrado disfruta ejerciendo la crueldad sobre otro ser vivo, ni destruye habitualmente a miembros de su especie. Triste rasgo, que debería avergonzar a toda la raza humana.
El hombre presenta, de igual modo que muchos animales, una larga lista de conocimientos innatos: todos nacemos sabiendo mamar, llorar, sonreír, aferrarnos a nuestra madre. Hasta hace poco los científicos creían que los complejos patrones de conducta humana escapaban a los modelos matemáticos, pero basta con observar una terrible avalancha de personas motivada por el pánico, y comprobar que no es muy distinta a una estampida de cebras bajo el acoso de una manada de leones.
Mas, lo anterior constituye solo un rasgo interesante y hasta curioso. Pero cuando arribamos al ámbito psicosocial de investigar la violencia, descubrimos que sus consecuencias representan una de las mayores amenazas al orden social y a nuestra propia civilización.
Quizá por tal motivo la UNESCO editaba tiempo atrás un manual acerca de las posibles causas de la violencia colectiva –la política, religiosa o económica–aunque en él no haya una resolución clara de qué es lo que provoca dicha violencia en el humano individual.
Sabemos que hay niños que expresan sus necesidades, miedos y deseos de forma violenta, y sabemos que hay adultos que hacen lo propio. También es conocido que la educación social atenúa dichos comportamientos. La cuestión radica enesclarecer si esa manifestación es parte de nuestro ser o no y, en cualquier caso, de qué formas se puede controlar.
Sobre estos temas existen variadas perspectivas, una de ellas es la que ilustra Enrique Díez, profesor de Educación en la Universidad de León en España, que considera que la violencia no es innata al ser humano. “No hay datos científicos ni documentales de ninguna clase que prueben que el comportamiento agresivo del ser humano sea instintivo. Sin embargo, hay muchas pruebas de que todo comportamiento agresivo –como todo comportamiento humano– es aprendido”, sostiene el profesor.
La inmensa mayoría coincidimos en que la educación, o socialización, es un contrapeso a esa violencia. No obstante, ello obedece al tipo de educación recibida, porque hay instrucciones que pueden llevar a fanatismos étnicos, nacionalistas o religiosos, o a supremacismos sociales violentos –como la deplorable violencia sexual–.
El que arriba suscribe, apuesta por un cambio de actitudes, que contrarreste en todo lo posible parecernos a los animales salvajes, que actúan sobre la base de los instintos biológicos cuando son atacados. El ser humano cuenta con un poderoso órgano llamado cerebro, el cual puede canalizar y desvanecer todo comportamiento violento e irracional debidamente, mediante el uso óptimo del lenguaje.
Mejor que sea la risa –ese acto exclusivo nuestro– lo que prime y nos caracterice siempre.
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