Antes del triunfo de su Revolución, el Comandante declaró: “La historia me absolverá”. Pero si se examina el pesaroso legado de su gobierno, es probable que no lo haga.
“LA HISTORIA NO ME ABSOLVERÁ”
Mis décadas con Fidel Castro
NY TIMES — En enero de 1959, cuando era un estudiante de 11 años, me enteré del triunfo de la Revolución cubana por la madre de un amigo. Su esposo era un brillante economista marxista. “Por fin se hará justicia: todos pobres, pero todos parejos”, dijo la señora. Años después, ella me dio a leer Escucha, yanqui, el libro del sociólogo C. Wright Mills en el que exhibía la responsabilidad de Estados Unidos por haber explotado y menospreciado a los cubanos.
Supe entonces que el agravio histórico databa de la guerra de 1898 y, tras la invasión de bahía de Cochinos en 1961, presentí —como tantos otros— que se volvería insoluble. Lo que no era fácil de entrever era la dimensión que alcanzaría Fidel Castro como uno de los hombres más influyentes del siglo XX. Su biografía estaría inscrita en la de todos nuestros guerrilleros, líderes sociales, intelectuales, presidentes. Quiso ser el redentor de América Latina. Y para algunos, hasta el día de hoy, lo fue.
Casi todos los escritores de mi generación abrieron los ojos a la política con la Revolución cubana. Nuestros maestros en la universidad, contemporáneos de Fidel Castro, veían en ella la reivindicación definitiva de “Nuestra América” frente a la otra América, arrogante e imperialista.
Los suplementos literarios, las revistas y los novelistas que leíamos (Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes) celebraban la Revolución no solo por sus reivindicaciones económicas y sociales, sino por su oferta cultural. Leí los relatos de Franz Kafka en una magnífica edición cubana, que me pareció emblemática del renacimiento que vivía la isla. En las tertulias cantábamos una pegajosa canción de Carlos Puebla:
y el pueblo que en su desgracia
Aunque el marxismo formaba parte central del currículo universitario, la esperanza que convocó la Revolución cubana fue menos ideológica que religiosa y, más específicamente, redentora: “La luz de la historia haciéndose en el planeta”, como irónicamente la llamaría Gabriel Zaid, uno de sus primeros y escasos críticos. Por eso pocos se alarmaron con la adopción abierta del comunismo, que Castro proclamó en 1961. La muerte del Che Guevara en 1967 avivó aún más la llama del idealismo revolucionario. Cuando en octubre de 1968 el gobierno de México reprimió el movimiento estudiantil, mi generación se radicalizó de manera decisiva.
Pero en ese mismo año ocurrió algo desconcertante. Algunos seguíamos con emoción el “socialismo con rostro humano” que encabezaba Alexander Dubček en Checoslovaquia. Mientras nuestro movimiento enfrentaba los tanques del ejército mexicano, el 21 de agosto recibimos la noticia de la entrada de los tanques soviéticos en Praga, que Castro apoyó de manera inmediata e incondicional. A principios de 1969, cuando el joven Jan Palach se inmoló en la Plaza de Wenceslao para protestar contra la invasión, escribí un artículo en el que vinculaba el espíritu libertario de París en el 68 con el sacrificio de aquel héroe de la Primavera de Praga. Así terminó mi primera década con Castro: había pasado del entusiasmo a la desilusión.
Por atreverse a disentir públicamente del rumbo autoritario y dogmático que había tomado la Revolución, en 1971 el poeta Heberto Padilla fue forzado a confesar su culpabilidad y a purgar su condena en la cárcel. Varios escritores firmaron un par de cartas de protesta, pero en ellas faltó un nombre conspicuo: Gabriel García Márquez.
Como estudiante universitario, seguí la querella con interés. Anticipaba la división entre dos vertientes de la izquierda intelectual, la democrática y la autoritaria, pero la primera fue siempre minoritaria. Y es que apartarse de la Revolución era estar en contra de la verdad, la razón, la historia, la moral, el pueblo. Por eso, cuando en 1973 el chileno Jorge Edwards publicó Persona non grata —su descorazonador recuento como embajador del gobierno de Chile en Cuba del gobierno de Salvador Allende— la izquierda lo condenó al ostracismo. En palabras de Carlos Monsiváis, el más popular intelectual de la joven izquierda, Cuba había alcanzado “grandes logros”, “conquistas irrenunciables”.
La cultura iberoamericana se distanciaba de Fidel Castro, pero estaba muy lejos de romper con él. Una excepción fue Octavio Paz. La deriva autoritaria de Cuba y su incorporación al bloque soviético no lo sorprendió. “Soy amigo de la Revolución cubana por lo que tiene de Martí, no de Lenin”, había escrito el poeta mexicano al escritor cubano Roberto Fernández Retamar en 1967. Para Paz, el caso Padilla fue particularmente doloroso, porque le recordaba su silencio culpable ante los juicios de Moscú en los años treinta. Al poco tiempo, fundó la revista Plural (1971-1976) y más tarde Vuelta (1976-1998), donde me incorporé como secretario de redacción.
En Vuelta, Paz encabezó la disidencia intelectual en español contra el totalitarismo del orbe soviético. “Hay que ganarse el derecho a criticar a Cuba en lo que sea criticable antes que otros regímenes latinoamericanos, empezando por el de México”, escribió a un amigo. Paz criticó, en efecto, al Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México y fue tan implacable con las dictaduras militares de Sudamérica como lo había sido con la de Francisco Franco en España, pero para sus detractores se había vuelto “de derecha”. Ese reproche le pesaba. Quizá por eso, cuando hacia 1978 el historiador Hugh Thomas —autor de Cuba: la lucha por la libertad— nos envió una crítica feroz al régimen de Castro, Paz se negó a publicarla. “Nos van a matar”, me dijo. Apenas exageraba.
Lo cierto es que no era fácil criticar a Cuba. En México se podía idealizar la revolución porque el país no vivió movimientos guerrilleros de la dimensión y duración de Colombia, Perú, Nicaragua o El Salvador. La clave fue un pacto. Dignamente, en 1962, el gobierno del PRI se negó a romper relaciones con el de Cuba y desde entonces sirvió como un canal de comunicación con Estados Unidos; a cambio, el Comandante se abstuvo de apoyar a la guerrilla (incluso filtraría reportes de inteligencia). Muchos de los partidarios de Castro en las aulas, los periódicos o los cafés no desconocían ese pacto y mantuvieron su fe intacta. Yo no fui tan lejos, pero en 1979 quise ver en los sandinistas en Nicaragua que lo emulaban la promesa de “un régimen de centro izquierda que podría respetar las libertades políticas”.
Mi rompimiento definitivo con la Revolución cubana y Fidel Castro sobrevino en la tercera década. En 1980, cientos de personas irrumpieron en la embajada de Perú en La Habana buscando asilo. Poco después, más de cien mil cubanos salieron del puerto Mariel hacia Estados Unidos. No eran burgueses, eran gente del pueblo. Entre ellos iba el escritor Reinaldo Arenas, que había sufrido en carne propia la persecución del régimen contra los homosexuales. Esos hechos revelaban una fractura en la utopía castrista: el sujeto mismo de la redención se rebelaba contra sus redentores. Y así como Vuelta había dado voz a los disidentes de Europa del Este, comenzamos a publicar a los disidentes cubanos, sobre todo a Carlos Franqui y a Guillermo Cabrera Infante.
Franqui, revolucionario desde antes de la Revolución, veterano de la lucha contra Fulgencio Batista, director del periódico Revolución y exiliado desde 1968, publicó en 1981 Retrato de familia con Fidel. Poesía, prosa, diario, reportaje, crónica, entrevista, diálogo, collage, el libro de Franqui era un testimonio íntimo sobre los primeros diez años de la Revolución. Su percepción psicológica de Castro es notable: en el Comandante había una mezcla única de caudillismo, cálculo jesuítico, lecturas leninistas, utilización de símbolos religiosos que fue integrando a su inconmensurable voluntad de poder, nada evidente en los días de Sierra Maestra. En la portada aparecían dos fotos de 1959: la original, con el barbudo Franqui al lado de Fidel, y la retocada a la manera rusa, con Fidel pero sin Franqui. La Revolución que pudo ser y la que fue.
El novelista Cabrera Infante, exiliado en Londres desde 1965, había dirigido el suplemento literario Lunes de Revolución. De estilo e ironía inconfundibles, este Swift cubano publicó decenas de ensayos memorables, que por desdicha no se conocen en inglés. Uno de ellos, “Entre la historia y la nada”, veía el suicidio como el último recurso de los cubanos —en particular, los revolucionarios— para expresar su desesperada inconformidad por la ausencia total de libertades en la isla y el fracaso de su gesta heroica.
Quienes criticábamos el autoritarismo remábamos contra la corriente: contra las dictaduras de derecha, contra la dictadura cubana, contra los movimientos revolucionarios que esta propiciaba y contra la “dictadura perfecta”, como llamó Vargas Llosa al PRI. En el arranque de la década, Vuelta fue prohibida por los militares genocidas de Argentina. En 1981, aplicando el marxismo a los marxistas, Gabriel Zaid desnudó los intereses materiales de los guerrilleros salvadoreños. En 1984, contra los prejuicios de izquierda contra la “democracia burguesa”, propusimos para México una democracia “sin adjetivos”. Y por sugerir la misma vía para Nicaragua, unos manifestantes exaltados quemaron una efigie de Octavio Paz frente a la embajada estadounidense, próxima a su casa.
En el segundo lustro de la década soplaron vientos de libertad. Las dictaduras militares fueron cediendo el poder a gobiernos democráticos. Los guerrilleros de El Salvador comenzaron a dialogar para alcanzar la paz. Nicaragua celebró elecciones libres en las que los sandinistas fueron (temporalmente) derrotados. Castro perdería pronto el subsidio soviético de 5000 millones de dólares anuales y quedaría aislado. Pero contaba con México.
En diciembre de 1988, Fidel acudió a la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari, cuya elección había sido más que dudosa. El viejo pacto con el PRI se mantuvo aun cuando en el 35 aniversario del triunfo de la Revolución cubana —el 1 de enero de 1994— estalló en Chiapas la rebelión zapatista, encabezada por un avatar posmoderno del Che, el subcomandante Marcos. “Habla demasiado de la muerte”, sentenció Castro, y no lo apoyó.
México celebró sus primeras elecciones libres en el año 2000. El 1 de diciembre de ese año Fidel acudió a la toma de posesión de Vicente Fox y a una recepción en el Castillo de Chapultepec. Fue la única vez que lo vi. Era más alto de lo que había imaginado. Y su tez más clara, casi pálida. Un enjambre de personas lo rodeaba. No resistí la tentación de acercarme. “Es historiador”, le dijo alguien al presentarnos. “¿Procurador? En Cuba nos interesa mucho la justicia”, e instruyó a su embajador a que hablara conmigo. “No, historiador”, repitió otro. “¿Historiador? En Cuba nos apasiona la historia”, e instruyó al embajador a que hablara conmigo. Nunca hablé con el embajador, pero comprendí por qué Hugh Thomas no quiso conocerlo en persona: “Me habría seducido”, me confesó.
Ese día, Castro hablaba animadamente con Hugo Chávez. Gracias a aquel improbable hijo espiritual que le llegaba a los 74 años, realizaría su más antiguo sueño: tendría acceso preferencial al petróleo venezolano. Y libraría el abismo de su peor década.
En un discurso en La Habana del año 1999, Chávez profetizó que Venezuela llegaría al mismo “mar de felicidad” en el que navegaba Cuba. En Letras Libres, la revista que fundé en 1999, la simbiosis entre esos países ha sido desde entonces un tema recurrente. Dediqué un libro —El poder y el delirio— a estudiar el populismo chavista, muestra del perdurable libreto cubano de los años sesenta en la mitología y la realidad política de nuestros países.
En julio de 2009 visité Cuba. Cautivado por su belleza natural, el ingenio y calidez de su gente, anoté minucias. En un vado del camino, una niña de 12 años agitaba una bolsita de quesos que vendía por 1 dólar. “Está prohibido”, me dijo el chofer. El país vivía sin ese invento milenario: el mercado. El tiempo parecía detenido. Muchos nos hablaban del actor y cantante mexicano Pedro Infante. Un estudiante comentó que todo el mundo vivía igual que los cubanos. Recordé la opinión de García Márquez en 1976: el pueblo cubano era “uno de los mejor informados del mundo sobre su realidad”, porque Castro lo informaba en sus discursos o “reportajes hablados”.
En una plaza de La Habana vieja compré Geografía de Cuba del historiador Leví Marrero. Ilustrado bellamente con mapas, fotografías y gráficas, ojearlo fue una revelación: antes de la Revolución, Cuba tenía una economía rica y diversificada. Abrí las páginas sobre industrias zoógenas: en 1946, Cuba tenía 4.135.000 cabezas de ganado, una proporción de 0,87 de res por habitante, más del doble del per cápita mundial (0,35). El 42,9 por ciento de la superficie de Cuba se dedicaba a pastos. Desde 1940 Cuba no solo era autosuficiente en carne: la exportaba.
Tiempo después, la periodista Yoani Sánchez me explicó que en Cuba los campesinos atan a sus vacas en los rieles del ferrocarril para sacrificarlas “accidentalmente” y comer carne de res legalmente. ¿Quién había provocado semejante locura? Fidel Castro, dios providente que lo mismo inventaba variedades de yogurt, ordenaba cruzas inverosímiles de vacas autóctonas y sementales de Oriente, justificaba “científicamente” la prohibición de comer carne y encarcelaba con penas de años a quien matara una vaca. Entendí por qué en la Cuba de Fidel un cubano asalariado tenía que gastar su sueldo íntegro de tres meses para comprar un kilo de res.
En 2015 intenté hacer un balance histórico de la Revolución cubana. Quise contrastar la profecía y la promesa con el mito y la realidad. Sin menospreciar sus timbres de orgullo en salud y educación, recordé lo que varios historiadores marxistas han demostrado: en ambos rubros, y en muchos otros indicadores, Cuba ocupaba ya en 1959 uno de los primeros lugares de avance en América Latina. Por otra parte, además de reseñar las represiones diversas, bastante desconocidas por el lector promedio, puse énfasis en la responsabilidad personal y directa de Fidel en las recurrentes crisis económicas de la isla. Del mismo modo, subrayé la responsabilidad histórica de Estados Unidos en el drama cubano y por eso mismo celebré el giro diplomático del entonces presidente estadounidense Barack Obama, que anticipaba el fin inaplazable del embargo. Por desgracia, el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dio al traste con las posibilidades de conciliación, lo cual ha contribuido a cerrar aún más la urgente apertura de Cuba. Y a perpetuar el castrismo.
Mucho más grave que la realidad cubana, Venezuela vive una ruina económica, un drama social y una tragedia humanitaria sin precedentes en la historia latinoamericana. El fracaso de ambos regímenes debió haber puesto punto final a la era de Fidel, sobre todo cuando él ya no está presente, pero no ha sido así. El Comandante vive, y no solo en Cuba, Venezuela, Bolivia o Nicaragua. El 25 de noviembre de 2016, al enterarse de la muerte de Castro, en un mitin de campaña, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, contuvo apenas sus lágrimas y comparó a Castro con Nelson Mandela.
No cabe duda: la sexta década termina reverenciando en todas partes al hombre fuerte. El mundo, al parecer, pensaba “seguir jugando a la democracia” pero “llegó el Comandante y mandó a parar”. Y como el Cid, sigue gobernando, eterno, después de muerto.
No obstante, las décadas son imprevisibles. Seis años antes de su triunfo, tras el asalto al cuartel Moncada en julio de 1953, Castro declaró famosamente: “La historia me absolverá”. No es seguro que ocurra. La conciencia de la libertad despierta tarde o temprano ante los excesos evidentes de los gobernantes autoritarios. Si la historia examina con esa óptica el pesaroso legado de Fidel, tal vez no lo absuelva.
Los historiadores y los intelectuales latinoamericanos tienen la palabra. Salvo excepciones, se han negado a ver de frente el fracaso histórico de la Revolución cubana y la dominación opresiva y empobrecedora de su patriarca. Pero la realidad de Venezuela —cobijada por Cuba— es inocultable y la realidad cubana lo será cada vez más. Esta ha sido la década de Lenin. Quizá la próxima sea la de Martí.
Enrique Krauze es historiador, editor de la revista Letras Libres y autor de, entre otros libros, El pueblo soy yo. Es también colaborador regular de The New York Times en Español.
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