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General: El pasado de la tierra que Donald Trump quiere comprar
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De: cubanet201  (Mensaje original) Enviado: 29/08/2019 13:00
ISLA DE HIELO
Porque Trump no ha sido el primero en querer apropiarse de Groenlandia
Ocurrió cuando EEUU se adueñó de parte de la isla de hielo en la II Guerra Mundial, instalando 33 bases militares. De aquello queda una bomba nuclear perdida cerca de la base de Thule y bidones oxidados que los 'inuits' llaman "flores americanas".

 El pasado de la tierra que Trump quiere comprar
Porque Trump no ha sido el primero en querer apropiarse de Groenlandia
BENJAMIN G. ROSADO ELMUNDO
Sólo Donald Trump es capaz de negar los efectos del cambio climático y especular al mismo tiempo con los recursos naturales que le ofrece el calentamiento global. Pero su idea de anexionar Groenlandia, lejos de resultar descabellada, ni tan siquiera es original. Antes que él, otros presidentes de Estados Unidos ya sacaron la chequera. El primero fue Andrew Johnson en 1867. «Deberíamos comprar Groenlandia por razones políticas y comerciales», se podía leer en un informe del Departamento de Estado de la época junto a un largo glosario de ventajas geoestratégicas: de la pesca al carbón, pasando por los minerales y las conexiones marítimas.
 
Un siglo y medio después, la aceleración del deshielo ha convertido Groenlandia en «un gran negocio inmobiliario», en palabras de Trump, pero hubo un tiempo en el que sirvió para combatir a los nazis. Durante décadas Estados Unidos ocupó puntos estratégicos de la isla de hielo y expulsó de sus tierras a las comunidades indígenas, los inuits. Pero, al igual que en Palomares, su programa nuclear casi acabó en catástrofe.
 
Dos años separan el meyba de Fraga del mayday emitido por un piloto de la Fuerza Aérea norteamericana que, el 21 de enero de 1968, sobrevolaba la gélida bahía de Baffin. El bombardero B-52 seguía las mismas pautas de vuelo ininterrumpido que el avión implicado en el broken arrow de Almería. En este caso fue un incendio en la cabina lo que provocó la colisión de la aeronave en el mar helado de la población de Moriusaq, cerca de la base aérea de Thule, cuya construcción había arrasado dos décadas antes con los territorios de caza de los inuits. Fueron ellos los primeros en llegar al lugar del accidente en sus trineos de perros.
 
De los siete tripulantes del Stratofortress, sólo uno falleció. El asiento en el que viajaba no era eyectable y su cadáver fue encontrado en North Star Bay, en el actual Qaanaaq. El metro y medio de hielo de la banquisa amortiguó el impacto del avión y evitó la catástrofe. Ninguna de las cuatro bombas atómicas que transportaba llegó a explotar, pero se registraron partículas radioactivas a 30 kilómetros de distancia.
 
Durante meses, un operativo formado por más de 1.500 liquidadores norteamericanos, daneses e inuits trabajó en la retirada de las más de 50.000 toneladas de nieve contaminada y hielo con fragmentos de plutonio. Aquel invierno la tasa de mortalidad en la base de Thule fue un 40% superior a la normal. Nacieron bueyes almizcleros con pezuñas deformes y muchas focas de la zona perdieron el pelo.
 
De acuerdo con un informe de los EEUU, de los seis kilos de metal radioactivo que contenían las bombas sólo se recuperaron tres cuartas partes, lo que confirmó las sospechas de las autoridades danesas, que en el año 2000 reconocieron que una de las bombas permanecía todavía en paradero desconocido. Nueve años más tarde, la revista Time incluyó el incidente de Thule entre los peores desastres nucleares de la historia. No sólo marcó el final de la operación Chrome Dome, cuyos aviones cargados con bombas termonucleares sobrevolaban a todas horas el Círculo Polar Ártico y el Mediterráneo ante la inminente amenaza de una Tercera Guerra Mundial, sino que supuso el fin de la hegemonía norteamericana en Groenlandia.
 
KUBRICK Y LA BASE SECRETA
En 1963, cinco años antes de la crisis diplomática, Kubrick fletó un avión para filmar en Groenlandia las imágenes aéreas de ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú. Tras sobrevolar sin permiso una de las bases secretas de EEUU, los miembros del segundo equipo de cámaras recibieron la orden de aterrizar y fueron interrogados como posibles espías soviéticos. Lo que nadie imaginaba entonces es que la desternillante parodia bélica contenía una macabra premonición: el paisaje que aparece al fondo de la escena en la que Slim Pickens cabalga una bomba atómica coincide con las imágenes aéreas de la base de Thule, es decir, donde se acabaría estrellando el bombardero B-52.
 
Hoy la Tierra Verde, como la bautizó astutamente Erik el Rojo para atraer a los colonos islandeses, hace más que nunca honor a su nombre. Si la tendencia medioambiental no se revierte, las altas temperaturas que amenazan con derretir los casquetes polares permitirán en unos años la extracción de minerales estratégicos en sectores punteros como el de las telecomunicaciones o el automovilístico, pero también el de las energías renovables. Es la paradoja de la globalización llevada a su máxima expresión: aprovechar el colapso de la naturaleza para salvaguardar el planeta.
 
La primera ministra danesa respondió con contundencia a la OPA de su homólogo norteamericano: «Groenlandia no está en venta, ni siquiera es propiedad de Dinamarca, sólo pertenece a los groenlandeses». Lo que no precisó Mette Frederiksen en la entrevista que concedió al diario Sermitsiaq es que Trump ya tiene propiedades en el país de hielo. Durante la Segunda Guerra Mundial, y gracias a un acuerdo con Dinamarca, Estados Unidos instaló varias bases militares a fin de neutralizar el asedio de los U-boote, los temibles submarinos nazis que surcaban las aguas del Atlántico. Los cuantiosos gastos derivados del desembarco fueron sufragados con las extracciones de criolita en las minas de Ivittuut.
 
En 1946, tras la victoria de los Aliados, el presidente Truman hizo la primera oferta en firme: 100 millones de dólares (el equivalente a 1.200 millones de euros actuales) por toda la isla. La operación (que contemplaba un posible intercambio de tierras en Alaska) no se llegó a cerrar, pero en el transcurso de las negociaciones la Casa Blanca alcanzó un acuerdo favorable que le permitió abrir más bases (hasta un total de 33) en territorio groenlandés. En la actualidad sólo una de ellas permanece en activo, la de Thule, conocida también con el nombre nativo de Pituffik. En el resto ya no ondea bandera alguna, aunque en la de Bluie East Two, ubicada en el fiordo de Ikateq, todavía se puede visitar un cementerio de 10.000 barriles que contenían combustible, plomo, amianto, dinamita y otros productos contaminantes. Los inuits llaman a estos bidones oxidados «flores americanas» y han solicitado ayuda internacional para acabar con el «polen de la muerte».
 
A principios del año pasado, el parlamento danés aprobó una partida de 24 millones de euros para recuperar los residuos tóxicos de la base norteamericana más septentrional, Camp Century, también abandonada y que llegó a albergar un reactor nuclear subglacial. Cuando se desmanteló el campamento en 1967, este centro de alto secreto de la Guerra Fría contaba con una red de 21 túneles de hasta tres kilómetros de profundidad con plataformas de lanzamiento de misiles que el cambio climático ha devuelto a la superficie. Pero no es, ni mucho menos, la única ni más peligrosa amenaza nuclear que se cierne sobre las poblaciones locales.
 
INDEMNIZADOS
Desde el accidente del bombardero B-52, los inuits siguen reclamando, sin éxito, el derecho a volver a sus tierras. La Corte Suprema de Dinamarca no reconoce la expropiación, pero sí dictaminó una indemnización para los afectados. La batalla legal no ha terminado y sigue generando titulares a su paso por los tribunales internacionales, sobre todo después de que en 2003 la Danish Broadcasting Corporation, la empresa de medios de comunicación más importante del país, informara de la existencia de 54 vertederos de metales pesados en Thule, cuyas instalaciones militares se habían reducido a la mitad. Sin embargo, un año después Estados Unidos renovó su acuerdo con Dinamarca y planificó mejorar la base área para convertirla en una de las sedes de su polémico Sistema de Defensa Nacional de Misiles, más conocido como Star Wars.
 
Los cerca de 56.000 habitantes de Groenlandia se debaten hoy entre los anhelos independentistas (tras el referéndum de 2008 que les concedía el derecho al autogobierno y a la futura autodeterminación de Dinamarca) y el sueño de convertirse en una economía puntera gracias a la pesca industrial, el turismo y la expedición de licencias que permitan a las grandes empresas de prospección minera explotar una tierra de abundantes recursos naturales. Petróleo, gas, hierro, uranio, esmeralda y níquel constituyen el oro de una nueva fiebre que se mide en grados pero también en índices de desempleo y tasas de suicidio de una población autóctona que vive atrapada entre dos mundos: el de la tradición inuit, cuya caza y pesca artesanales soportan casi el 50% de la economía del país, y el de una nueva generación de groenlandeses que ha visto depositadas sus esperanzas de prosperidad en el puente aéreo entre Nuuk y Copenhague.
 
«El cambio climático ha atraído la inversión extranjera pero ha ahuyentado a los jóvenes», lamenta Matthias, uno de los 47 habitantes del antiguo asentamiento ballenero de Oqaatsut, al norte del país. «Tras el cierre de nuestra pequeña fábrica de pescado en 2011, la población se ha reducido a la mitad. Así que en unos años mi pueblo desaparecerá», asegura.
 
En 2013, Aleqa Hammond, primera ministra de Groenlandia, advirtió en unas polémicas declaraciones que las consecuencias del cambio climático no habrían de ser tan catastróficas si el calentamiento global ayudaba a situar a su país en el mapa. Concretamente, en el centro de una ruta transpolar que, en el transcurso de unas décadas, podría conectar los océanos Pacífico y Atlántico. «El impacto sobre nuestro estilo de vida y nuestra cultura indígena será enorme, pero estoy segura de que lo superaremos», dijo Hammond entonces. Ahora los inuits proyectan sus anhelos independentistas en una fecha simbólica: el 21 de junio de 2021, coincidiendo con el solsticio de verano y la conmemoración de los 300 años de la colonización danesa.
 
FRANCESC BAILÓN: "NOTÉ CÓMO EL MAR HELADO SE PARTÍA BAJO MIS PIES..."
«Según una antigua profecía inuit, el día en que el Gran Hielo duro como la piedra se vuelva tan blando que no puedas imprimir en él la huella de tu mano, querrá decir que la madre Tierra está muy perturbada». Lo cuenta uno de los mayores expertos en comunidades indígenas del Ártico, el antropólogo español Francesc Bailón, que además de impartir clases en Cataluña organiza viajes para conocer la vida de los pueblos inuits.
 
«El único camino válido para ganarse su confianza es regresar siempre para compartir con ellos tus vivencias», cuenta a Crónica el autor de Los poetas del Ártico. Historias de Groenlandia (Nova Casa Editorial). Veinte años de travesías por el hielo junto a los cazadores dan para todo tipo de experiencias, pero quizá ninguna tan intensa como la del último abril. Bailón acompañó a tres españolas al fiordo de Sermiligaaq. Los acompañaban un inuit veterano, Aavanaa, y Kunuk, cazador de 28 años. «La imagen de los charcos de agua sobre el mar helado nos sobrecogió», dice el antropólogo, que colaboró como asesor en cultura inuit en la película Nadie quiere la noche, de Isabel Coixet.
 
«Nunca antes se habían registrado temperaturas tan altas en esa época del año. Resulta enormemente peligroso, pues la nieve se vuelve pastosa y el hielo inestable». A un kilómetro del pueblo de Sermiligaaq, los perros no pudieron evitar que el trineo encallara. «Noté cómo el mar helado se partía bajo mis pies. Cuando me quise dar cuenta, me había hundido en el agua hasta la cintura y uno de los cazadores tuvo que rescatarme».
 
Esa misma noche Bailón llamó vía satélite a Justus, un viejo amigo inuit que participaba en un torneo de trineo de perros. «Me dijo que teníamos que salir de allí inmediatamente, pues se avecinaba un temporal». Partieron en dirección a Kulusuk. Tardaron 14 horas en recorrer 66 kilómetros. «Nada más llegar al pueblo, se desató una tormenta con cortinas de agua como no he visto en mi vida y vientos huracanados». En su segundo libro, Los inuit. Cazadores del Gran Norte, Bailón le dedica un capítulo completo al calentamiento global. Le resta importancia a las palabras de Trump («aunque a veces parezcan muy serios, los inuits saben reírse de los chistes»). «No deja de admirarme la grandeza, humildad y generosidad de un pueblo que solucionaba sus conflictos improvisando canciones y poemas».
 
 Gus Kenworthy - 2017


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